EL ÁNGEL DE LA GUARDA

Sería difícil imaginar una persona tan perpleja como lo estaba esa mañana la marquesa Lise de Belvélize; y se puede afirmar que, saliendo de su casa en medio de una niebla de diciembre, no sabía del todo que partido tomar. No, no lo sabía. En ella también anidaba la bruma, – una bruma en la que la voluntad no encuentra su camino. Veamos, ¿qué haría? Había prometido ir a llevar a la morada de una familia pobre, – la abuela muy anciana y los pequeños en la cuna – los consuelos de la limosta; y esos desdichados la esperaban con una ansiosa esperanza. Pero ella también había prometido al Sr. de Marciac almorzar con él en el apartamento de soltero que él había tomado en alquiler y amueblado exclusivamente para ella en el primer piso de un edificio de la calle de Aboukir, encima de una tienda de juguetes; pues es prudente llevar las soledades del amor a los barrios bulliciosos por los negocios; y ella deseaba más encontrarse en la habitación donde se mezclan los olores de habano con perfumes de pachulí que en la choza donde emanan olores de manzanilla rancia. ¡Cómo había sido tan despistada! ¡Le hubiese sido tan fácil espaciar sus deberes, fijar una hora para la caridad y fijar otra para el Sr. de Marciac! Pero el mal ya estaba hecho. Había que elegir entre la visita caritativa y el tierno cara a cara. ¡Difícil alternativa! No había subido a su cupé, no había tomado un taxi, a causa de la dirección que hubiese tenido que dar al cochero. Y a lo largo de las tiendas, en una envoltura de piel de nutria, con el velo sobre los ojos y la boca bajo el fular, caminaba vacilante, completamente atormentada.
Con seguridad es muy bueno ser caritativa; las resucitadas sonrisas de los pobres a los que se socorre son una preciosa recompensa por las escaleras subidas en las casas de los obreros y las largas estancias en fétidos tugurios. Pero tampoco se podría cuestionar que hay algún dulzor en ser abrazada, una vez franqueado el umbral, por un amante lleno de fervor; y, a los postres, – cuando la segunda botella está vacía sobre la mesa colocada entre la cama y la chimenea, – es poco enojoso, con los pies ya desnudos ofreciendo su transparencia rosa al brillo rojo de las brasas y los hombros hacia la cabecera –¿dónde está el corsé?– acariciados con una mano que no se detendrá allí, es poco enojoso conceder a unos muy queridos labios un beso donde la tibieza húmeda del placer se mezcla con un poco de espuma de champán. ¡Ah! ¡que encantador era el Sr. de Marciac! Jamás hombre alguno se mostró cerca de una mujer, tan exquisito como con ella, hasta el punto en el que él era suyo. Había modos de mirar a la amiga, de acariciar con un soplido los párpados a medio cerrar, o el cuello, cerca de la nuca, entre los rizos, de introducirle en el oído, sin palabras, calores consejeros de todas las locuras, modos de abrazarla, de levantarla, de tomarla, que eran motivo de amable turbación para la más virtuosa de las personas! y con un suspiro de añoranza ella se acordaba de las esperanzas antes realizadas.
Pero, bruscamente, fue heroica. No, no iría al apartamento del Sr. de Marciac puesto que había jurado ir a la morada de la abuela y los pequeños en la cuna; ¡se sacrificaría! para hacer felices renunciando ella a serlo. ¡Sublime, sí, sería sublime en su abnegación! Hizo una señal a un cochero, subió en el coche y dio la dirección de la familia indigente; y, algunos minutos más tarde, entraba en la buhardilla; con calma, apenas sin orgullo, – pues no hay que enorgullecerse, – con esa serenidad que sólo da a las almas y a los rostros la conciencia del deber cumplido.
¡Qué contento estuvo el ángel de la guarda de la Señorita de Belvélize!
¡No os apresuréis a sonreír! Con seguridad todavía hay ángeles de la guarda. El legítimo horror de ser banalizados por las bromas de los romances no los ha decidido a levantar el vuelo. Como antaño, descienden hacia las jóvenes muchachas y, tiernamente, las vigilan, abriendo la blancura de sus alas protectoras. No solamente es entre las cortinas de los dormitorios de los conventos, o en los camastros de las inocentes pensionistas, donde estos celestiales espías acechan; ellos se inclinan también hacia las mundanas, no las abandonan, las siguen al Bosque de Bolonia por las mañanas si montan a caballo, las acompañan, invisibles, a la casa del modisto, a la del pastelero a las cuatro, al té antes del anochecer, a las cenas oficiales, a los bailes donde su misión les obliga a girar, en la cadencia de los valses, en torno a senos desnudos del alma cuya guardia les corresponde; tal vez sea un poco de su etéreo candor vaporizado, ese vahó exquisito de perfumes que se ve temblar sobre los hombros de las bailarinas, y que se toma, equivocadamente, por el vuelo de un fino terciopelo; incluso durante las noches, aferrados a su deber, no remontan el vuelo hacia los paraísos: tanto si duermen solas o si han aceptado en los misterios de la alcoba la vecindad de un amigo que aplaza durante un buen tiempo su austera virtud, los ángeles de la guarda encuentran en la caída, al pie de la cama, de las blancas muselinas o sedas, un ingenioso pretexto para la presencia de sus pálidas alas cerradas.
Así pues, el serafín encargado de anotar las meritorias acciones de la marquesa, ¡quedó satisfecho a más no poder! Entrando tras ella en la morada de los desgraciados a los que la mujer venía a socorrer, él se prometió recomendarla a las divinas providencias dispensadoras de las justas recompensas; y mantuvo su palabra, como se verá más adelante.
La marquesa de Belvélize se mostró caritativa más allá de cualquier expresión. No hay que decir que puso en el rincón de la chimenea las moneditas de oro de su bolso, que preguntó si había Burdeos para la anciana, franela para la chiquilla que tosía sin parar, que prometió las visitas de un médico. Todavía hizo más: se sentó en una silla de paja, se instaló, y quitando su sombrero, fue como ella escucho sin aparente molestia, las dolencias de la abuela; finalmente, cerca de una cuna, –¡ah! que fea era esa cuna, ni batistas, ni sobrecubiertas de seda, – se inclinó hacia el pobrecito niño enfermizo, desnudo, que estaba allí como un pajarillo sin plumas en un nido sin musgo. ¡Ya no pensaba en el Sr. de Marciac! no, ¡no pensaba del todo en el Sr. de Marciac! ¡Ah! desde luego el ángel de la guarda tenía motivos para estar contento. Preguntó al niño enfermo si no deseaba nada; todo lo que él quisiera se lo daría, no tenía más que hablar. «¡Oh! lo que quisiera, dijo él, es un gran polichinela, con dorados y satén rojo por todas partes.» Él exigió demasiado poco. Ella le enviaría todos los polichinelas, los peleles y los payasos vestidos de cascabeles. Y no penséis que una hora más tarde, cuando ella descendió la escalera de la triste casa, había olvidado su promesa. No, no, ella dijo al cochero que se detuviese delante de la primera tienda de juguetes que viese en el camino. La alegría de haber hecho el bien, la esperanza de seguir haciéndolo aún, le insuflaba en el corazón una deliciosa inocencia. Era tan perfectamente pura que no sabía ya que existiese sobre la tierra un joven de bellas facciones llamado Sr. de Marciac. En el taxi, urdía los más honestos proyectos. ¿Tenía un marido? ¡eh! pues bien, amaría a ese marido; al menos trataría de amarlo. Renunciaría a los vanos placeres del mundo, se dedicaría por entero a las obras de caridad. ¡Ah! la bella y noble vida. ¡Qué goce es mayor que verse agradecida por viudas y huérfanos! El ángel de la guarda estaba tan encantado que lloraba con lágrimas de emoción.
El coche se detuvo ante una tienda de muñecas.
La marquesa entró de inmediato en el local: compró cuatro polichinelas, dos bebés japoneses, y unos pastorcillos, y cocinas con cien cacerolas, ordenó llevar todas esas bonitas cosas al pobre muchachito sin camisa a la cuna semejante a un nido sin musgo.
Pero cuando salía de la casa, se giró, miró la fachada instintivamente. Se asombraba, un poco sofocada… Esa casa, era curioso, se parecía a la de… Y, en efecto, era desde luego, en ese barrio de negocios, la casa en la que el Sr. de Marciac había tomado en alquiler y amueblado el querido picadero.
¡Qué extraña casualidad! ¿Una casualidad? en absoluto. ¡Las providencias, justas dispensadoras de las recompensas debidas, habían vigilado y dirigido al cochero!
La marquesa de Belvélize no pudo contener – eso es fácil de concebir – la curiosidad de saber si, pasadas tres horas, su amigo todavía la esperaba. Subió muy aprisa; él no la esperaba sin duda. ¡La hubiese esperado hasta el final de los tiempos! y, desde el umbral, él se lanzó. ¡Ah! ¡qué exquisita fue la dulzura del primer beso! La caricia mil no fue menos adorable. Oculto bajo el pretexto transparente de las muselinas al pie de la cama, el ángel de la guarda, aunque un poco escandalizado, no reprochó a la marquesa el amplio y múltiple pecado cuyas delicias tanto había merecido.

Traducción de José M. Ramos
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