LA ANÓNIMA

Quisiera, mi preciosa amiga, olvidar tu nombre. En efecto olvido ese nombre que fue dado a otras personas por unas tontas madrinas; ya no recuerdo las sílabas que te designan; y me las ingeniaré, pues es necesario que tengas un nombre, en elegirte uno que se parezca al oro de tus cabellos, querida mía, o al rojo de tus labios, alma mía, o al azul de tus ojos, adorada mía. Déjame pensar. ¡Estas cosas son tan importantes! Conviene aplicar en ellas toda la atención de la que se es capaz. Veamos, ¿cómo te llamarás? ¡Puesto que el rojizo esplendor de los siegas corona tu pálida frente, pienso que no habría nada discordante en llamarte Espiga o Maíz! Pero considerando bien el asunto, tú eres más deliciosamente rubia que los maíces y las espigas; debo elegir mejor. Diría que eres una rosa roja, parecida a una brasa encendida. ¡Ah! que tu boca está más abierta y es más rutilante que la flamante púrpura abierta de las rosas. Cuando te retrasas en una cita, no habría nada más natural en pensar: « ¿Por qué no se eleva aún la estrella de oro bañada de azul? » Pero sé bien que tus miradas son más celestiales que el propio cielo; sería envilecer tus pupilas ver en ellas a los más bellos astros. ¡Ah! ¡qué grande es mi compromiso! no sé bajo que palabra me referiré en mis odas inmortales a aquella que me hechiza. Pues bien, dado que tú eras más exquisita o más admirable que todo lo que es de oro, de púrpura y de azul, dado que las cosas más hermosas no se te parecen más que por ser humilladas por no parecérsete lo suficiente, renunciaré a designarte mediante reminiscencias de incompletas similitudes; y, para que lleves un nombre auténticamente digno de tu perfección, un nombre tan incomparable como tus cabellos, querida mía, como tu boca, alma mía, como tus ojos, adorada mía, te llamaré simplemente: « ¡tú! »

Traducción de José M. Ramos
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