EL ASESINO

Es cierto, me dijo el melancólico y enclenque anciano, con la cabeza balanceándose y guiñando unos ojos que lagrimeaban, es cierto, a uno debe parecerle extraño que yo me encuentre tan triste con aspecto de no interesarme en nada. Tengo todo lo que es necesario para ser feliz a mi edad: unas pequeñas rentas, una bonita casa en las afueras de ladrillos rosas, y, detrás de la casa, un jardín donde podría cultivar flores. Me quedan viejos amigos que no les gustaría más que cualquier otra cosa venir a cenar conmigo una vez a la semana; en los postres, vaciaríamos una botella de vino de Anjou, y estaríamos alegres como un estribillo de esas canciones que ya no se cantan en la actualidad. Sería una buena vida, muy tranquila, muy dulce, regular, a pequeños y contados pasos sin temor a llegar demasiado rápido. ¡Ah! señor, no está hecho para mi, la paz, el buen humor, donde se arrincona el egoísmo de los demás viejos. Yo me preocupo poco de las rosas de mi huerto; me destrozaría el corazón ver gente reír a mi mesa y hace dos años que duermo mal en mi cama de plumas.
– Si, lo he sabido – lo dije yo – usted ha experimentado un gran pesar hace dos años cuando su esposa murió.
Él se fundió en lágrimas.
– No sabe usted todo.
Y añadió entre sollozos:
– Usted sabe que mi esposa ha muerto, pero ignora que ¡yo la he matado!
Yo di un paso hacia atrás. Él no lo vio o fingió no ver ese movimiento de repulsa.
–¡Por desgracia no soy solamente un viudo, soy también un asesino!
Y me contó su historia.

«Aunque ambos teníamos nuestros años, Benedicta y yo nos amábamos tan tiernamente que incluso podría provocar hilaridad. Los jóvenes de hoy en día no comprenderían este cariño prolongado que no alterarían ni las arrugas ni las canas. El haber envejecido juntos hacía que no pensásemos en la vejez; el lento transcurrir de nuestra decadencia se nos había escapado precisamente a causa de nuestra atención común; de igual modo que no se percibe el crecimiento de una hierba que no se deja de mirar. Y la simultaneidad de nuestros envejecimientos no nos permitía observarlos, ella el mío y yo el suyo; las telas de los muebles antiguos no parecen pasados de moda en una habitación donde llega la noche. Nosotros nos amábamos, pareja sexagenaria, con los ardores y las chiquilladas de los dieciséis años de antaño: nuestro largo himeneo era una prolongación de nuestro noviazgo; jamás habíamos podido acostumbrarnos a tutearnos ante el mundo. Si llegaba a la pequeña ciudad uno de esos vendedores parisinos que muestran unas telas y vestidos de moda, yo no dejaba nunca de ir hacer alguna compra para Benedicta; cuando regresaba a casa, con las manos cargadas con un paquete, los vecinos decían: «Aquí llega el Sr. Jacquelet que trae un regalo de bodas a su esposa.» Y sí, un regalo de bodas. Y era alguna pañoleta azul o rosa, porque el rosa y el azul liban bien con sus cabellos rubios, que ya eran blancos. Como siempre habíamos conservado, de nuestra juventud campesina, la costumbre de madrugar, se nos encontraba cada día, antes de la misa de las siete, por los pequeños caminos alrededor de los parques de los castillos, o a lo largo del río, bajo lo sauces; nos tomábamos de la mano, un poco lejos uno del otro, con ese movimiento de brazos que tienen los prometidos, y que parecen esbozar los acercamientos futuros; Benedicta se escapaba algunas veces, con aires saltarines, haciendo surgir nuestros reumatismos, para recoger margaritas que deshojaba para saber si yo la amaría siempre. ¡Ah! el siempre de antaño nos era un buen garante del siempre de mañana. Sin embargo, la opinión de una flor, como apoyo, no nos parecía inútil. Así de ridículos éramos, pero felices. Pero entonces, yo no me di cuenta de todo lo que había de pueril y de loco en nuestras anticuadas alegrías; El Sr. y la Sra. Denis hacían el rol de «Pablo y Virginia»; tenían buenas razones para sonreír y señalarnos con el dedo. Nosotros lo permitíamos. Estábamos demasiado contentos para ocuparnos de otra cosa. Y algo ocurrió cuando yo sentía colmada mi felicidad.
«Benedicta enfermó.» El médico me confesó que era grave. Me dijo el nombre de la enfermedad, que no quiero recordar. Mi sorpresa fue igual a mi desesperación. ¡Una enfermedad mortal! Estaba tan satisfecho de la vida que jamás había pensado en la muerte. Además, éramos demasiado jóvenes. Pero hete aquí que un cruel azar me devolvía a la realidad, me obligaba a pensar en el dolor, en la vejez, en las separaciones, en el cementerio. ¡Qué! ¿Podía suceder? ¿ella se moría mientras yo seguía viviendo? Tendría días de soledad en esta habitación donde la había conducido, completamente sonrosada bajo el velo de los bodas, de las noches de soledad en esta alcoba donde comenzó un sueño del que me despertaba por primera vez; y esa cama, que había sido nupcial, sería mortuoria? No quería creer en la posibilidad de un desastre tal; no creía en ello; era con sonrisas sinceras como yo afrontaba la convalecencia próxima de mi querida esposa, un poco pálida, – ella había estado así, me parecía, cuando era joven, durante no sé que fiebres, – mi querida esposa sentada en un gran sofá, cerca de la ventana entreabierta, por donde entraba el sol que tanto placer le daba. Pero ocurrió algo espantoso. El mal de Benedicta se complicó con agudos dolores intolerables. Verla retorcerse convulsamente, oír sus estertores como bajo una mano que la estrangulaba, era más de lo que podía soportar. El medico había encargado una poción que, tomada cada hora a cucharadas, calmaba los dolores; era una droga peligrosa, mortal para quien la hubiese bebido en grandes dosis, un veneno auténtico; estaba especificado en el prospecto que era necesario usarla con gran precaución. Yo temblaba con todo mi cuerpo cuando, persuadido por las suplicas de Benedicta, llevaba a su boca la cuchara llena, que ella sorbía golosamente en su deseo de paz y de sueño. Y la enfermedad se agravaba más cada día. Su esposa «está en un estado terminal», me dijo el medico, una noche que yo lo acompañaba hasta la puerta. Corrí al telégrafo y envíe un despacho a un doctor de Paris, a un medico ilustre, cuyo nombre me había venido a la memoria. Cuando regrese a casa, Benedicta estaba moribunda.
«¡Fueron dos días espantosos y dos espantosas noches! Benedicta en la cama, –¡Oh!, en esa cama, – gemía y aullaba, con las uñas rasgando en el lugar del pecho donde la desgarraba el buitre del mal interior; y se arrancaba la carne. ¡Yo le tomaba los brazos! ¡Besaba sus uñas sangrantes! Pensé que sólo una madre que ha visto morir al ultimo de sus hijos puede hacerse una idea de las angustias que yo padecí durante esos abominables momentos. Era presa de tales angustias, que el deseo, completamente natural, de estar en su lugar, de sufrir esa agonía en su lugar, no podía incluso venirme; pues viéndome sufrir tanto como ella sufría, hubiese padecido cien veces más, ¡Oh, cien veces, más la pobre! A cada instante yo enviaba a buscar al medico a la ciudad; él decía: «Es inútil que vaya. No hay ninguna esperanza. Todo ha acabado.» A mi último mensaje, respondió: «Déjeme tranquilo. No tengo nada que hacer. La señora Jacquelet está muerta.» Así que ya no me quedaba ninguna ilusión. Era cierto. Era cierto. Benedicta iba a morir. Morir, en dos horas, o en una hora, antes de que el reloj hubiese sonado; y, desgarrado, torturado, impotente, miraba a mi esposa corroerse y brincar sobre la cama que crujía,. De repente se levantó, se incorporó, y me dijo, azorada: «¡Me duele! ¡Me duele! Ya no puedo soportar más este dolor... Tengo trozos de carbón encendido en el corazón y en el pecho... Quiero morir, me duele mucho... Esto me muerde y me devora... ¡Oh! te lo ruego, puesto que voy a morir, puesto que estoy muerta, dame...¡Ah!..dame, dame...» Ella indicaba con la mirada, la mano y todo el cuerpo que se inclinaba, la pequeña botella sobre la mesilla de noche, la botellita que contenía el licor mortal que a menudo la había calmado. Se lo pregunto ¿Qué habría hecho usted? ¿Que habría hecho usted en mi lugar? Ella sufría demasiado, en fin. Yo no podía verla sufrir por más tiempo. Tomé el frasco, temblando, y lo aproximé a la boca moribunda, que lo tomó furiosamente, y que bebió, bebió hasta vaciarlo completamente. Luego Benedicta cayó sobre la almohada, tras un brusco estertor, y yo mantuve mucho tiempo sus mano todavía tibia entre las mías y que se fue enfriando poco a poco. Al día siguiente, por la noche, mientras velaba a la difunta, un coche se detuvo ante la casa.«Señor, dijo la sirvienta; es el medico de Paris, a quien usted ha enviado un telegrama.» Entró. Observó el cadáver con mucha atención, volviéndolo, girándolo, palpándolo. Luego se informó del tratamiento que se había hecho seguir a la enferma. La sirviente señaló el frasco vacío sobre la mesilla de noche. Él tomó la botellita, la llevó a su nariz y preguntó: «¿Entera, de una sola vez?» Yo me estremecí. Estaba de pie. Un espantoso pensamiento me atravesaba la mente. «Sí, toda entera. Benedicta lo exigió» murmuraba yo bajando la cabeza. Él dijo: «¿Quien es el imbécil que le ha hecho beber esto?» Y añadió: «Había una operación que hacer, muy fácil. Si se hubiese esperado yo habría salvado a esta mujer.»

Traducción de José M. Ramos
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