AVARICIA

Una vez, siendo joven, casi un niño, paseándome por el césped vi, caída de una haya, una flor tan bonita como nunca había visto nada tan encantador; lo recogí de inmediato; era una adorable gavanza. Pasando por allí una dama, no muy bella, me dijo: «Dame esa flor, te lo ruego.» Desde luego, con ese trozo de primavera encontrado, me gustaría hacer un regalo a la muchacha tan rubia y sonrosada con la que yo había jugado la víspera a inocentes juegos, y a la que amaba con todo mi corazón. Sin embargo, respondí: «Puesto que vos queréis esta flor, aquí la tenéis, Señora.»
Una vez, siendo menos joven, pobre y triste, paseándome por las calles nocturnas de París, observé cerca del arroyo, una moneda de oro que brillaba, caída de algún bolsillo. ¡Hacía mucho tiempo que no había visto una moneda de oro! La recogí de inmediato; era una guinea que tenía mucho valor. Pasando par allí una muchacha bastante fea, me dijo: «Dame esa moneda de oro, te lo ruego.» Desde luego, con ese tesoro encontrado, habría podido regalarme una buena comida que me hubiese sido muy necesaria o comprar los versos, bien impresos, de algún excelente poeta. Sin embargo, respondí: «Puesto que vos queréis esta flor, aquí la tenéis, Señora.»
En otra ocasión, – joven o viejo, rico o pobre, ¡no lo sé! – paseándome por la orilla del mar en una noche completamente luminosa de astro, vi en la arena, caída del cielo, una estrella; por desgracia era poco brillante, pero procedía de tan alto!; la recogí de inmediato. Pasando por allí la más radiante de las princesas, –¡ah! ¡como deslumbraba en las tinieblas la realeza de sus cabellos trenzados en corona! ¡cómo habría adorado a esa Alteza! ¡con qué fervor hubiese besado el polvo donde se había posado su botín! – y me dijo por capricho: «Dame esa estrellita, te lo ruego.» Desde luego, no podía hacer ningún uso con esa celestial fulgor aquí. ¡No tienen valor en la tierra las cosas del cielo! sin embargo no respondía a la princesa y guardé la estrella.

Traducción de José M. Ramos
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