LA AVENIDA DE LOS PLÁTANOS
En el
pabellón-taller, al final de la larga, larga avenida de los plátanos, – tan
larga que se necesitaban más de cuatro minutos para ir desde la verja del jardín
hasta la puerta del edificio, – la Señora Lise de Belvélize visitaba al pintor
Sylvère Bertin. Desde luego, era un auténtico atrevimiento que ella hubiese ido
así, sin su marido, sin la amiga que de ordinario la acompañaba, en definitiva
sola a casa de ese joven que tenía fama de ser tan temerario no menos en gestos
que en propósitos, y de quién se sabía, desde hacía tres meses, tan
apasionadamente deseada. Pero ella no era de esas que se echaba para atrás, por
tan sólo una mirada un poco intensa de más: ella tenía, en su donaire gracioso,
un aire altivo, – el aspecto de una reina, – que impone la veneración a los más
irreverentes; allí donde otra se arriesgaría a verse obligada a algún rubor,
ella no corría ningún peligro. Así pues, fue sin aprensión, más bien por la
curiosidad de ver un taller de artista con sus mil figurillas y sus cuadros
inacabados, como entró en el pabellón. ¡Cómo! ¿Solamente por curiosidad?
Solamente. ¿No experimentaba ninguna tierna atracción hacia Sylvère Bertin, tan
agraciado como éste era con su boca tan fresca bajo un espeso bigote negro?
ninguna; y, aunque de casualidad, – pues incluso lo imposible es posible – ella
hubiese exagerado bajo la falda la elegante profusión de su ropa interior toda
de encajes bordados, ella era en verdad tan deseada como segura de ser
respetada.
¡Al principio su confianza no se había visto decepcionada! Sylvère saludó a la
visitante con la más irreprochable deferencia; no se acercó demasiado a ella,
evitando mostrar sus impulsos; no intentó rozar sus dedos poniéndole en la mano
los frágiles cucuruchos de Yeddo, los pequeños ídolos de jade verde que forman
como un altar en la chimenea tapada con una casulla con abalorios dorados;
incluso no tuvo ni un estremecimiento de los párpados, que hubiese sido malsano,
cuando le hizo admirar, detrás de la mesa de los modelos, en un ángulo un poco
sombrío, los antiguos satenes y los tapizados del diván, naturalmente evocador
sin embargo de culpables deseos. De modo que, satisfecha, –¿satisfecha? ¡eh! sí,
os digo que tanto como podría estarlo – fue a retirarse, y ya habiendo
inclinando el cuello en un pequeño saludo muy digno, cuando de repente, tras
haber tomado a manos llenas sus cabellos como un héroe de melodrama que siente
que lo invade la locura, Sylvère Bertin exclamó: «¡No!, ¡no! y ¡no!» y se
precipitó hacia las rodillas de Lise de Belvélize extendiendo sus brazos que no
tardaron en abrazar la huidiza resistencia de la falda justamente indignada.
¡Ah! ¡qué ustedes no estaban allí, escépticos desconfiados de las costumbres
mundanas de hoy en día! ¡Que obligados estarían a admirar la actitud de la
decente joven! Estremecida de ira, pero con una sonrisa de real desprecio en la
curvatura de los labios, levantó la mano en gesto de rechazo al que no habría
nada que replicar; luego, mediante algunas breves palabras, hizo comprender al
impúdico toda la ultrajante extravagancia de su conducta. ¿Por quién la tomaba?
¿Cómo la imaginaba capaz de faltar a sus deberes, a los santos compromisos
contraídos con el marqués de Belvélize? Verdaderamente ella no había esperado,
de un hombre bien educado, una grosería tan audaz; «¡Debería avergonzarse,
Caballero!» dijo finalmente. ¿Avergonzarse? Sylvère Bertin pareció admitir, en
efecto, ante tan elevada virtud, que era él único partido que le quedaba por
tomar; se levantó, con los pómulos rosados como los de un niño pillado en una
travesura, se volvió con aspecto de un muy humilde arrepentimiento; y la Señora
de Belvélize, que orgullosamente empujaba la puerta, dio un paso fuera del
taller.
Pero entonces:
–¡Ah! ¡Dios mío! – exclamó el pintor con voz horrorizada.
–¿Qué sucede?
–¡Ah! ¡Dios mío! ¡Ah! ¡Dios mío!
–¿Qué ocurre? ¡Explíquese!
–Allá abajo... por ese vitral, mire... en la avenida...
–¿En la avenida?
–Sí, cerca de la verja, al lado de la portería...
–¿Y bien?
–Está preguntando... Va a dirigirse hacia aquí...
–¿Quién?
–¡Vuestro marido!
Llena del pavor de ser vista, alarmada, ¡Lise de Belvélize se dirigió rauda al
fondo del taller!
–¡Mi marido! ¡Me habrá seguido! ¡Sabe que estoy aquí!
–No. Es poco probable. Él viene a menudo a visitarme dando un paseo.
–¡No importa! ¿Qué pensará si me encuentra en su casa, sola? Estoy perdida, me
matará.
Hablaba tartamudeando y con la cabeza entre las manos.
–¡Yo os salvaré! – dijo el pintor con gesto magnánimo. ¿Queréis que lo espere
detrás de la puerta y lo estrangule antes de que haya franqueado el umbral?
–No... Busquemos algún otro medio antes de decidirnos a esos extremos. ¡Hágame
salir!
–¡Imposible! No hay otra salida que ésta y nos vería.
–¡Escóndame!
– No hay ninguna otra habitación en este taller.
–¿En un armario?
– Fijaos:¡no hay armario!
–¿Detrás de esas cortinas?
–Él es curioso, tiene la costumbre de meter las narices por todas partes.
– Pues bien, simplemente, haced una barricada en la puerta; cuando golpee, no
abráis: él creerá que estáis ausente.
–El portero ha debido decirle que estaba aquí.
–¡Es espantoso! No tendrá necesidad de matarme: me siento morir de miedo.
Pero Sylvère Bertin; tras una rápida mirada hacia la avenida, dijo:
–Veamos, no perdamos la cabeza. ¡Calma! Solamente acaba de pasar el primer
plátano a la izquierda. Hay catorce en cada lado. Tenemos tiempo. Reflexionemos.
–¡Ah! sí, sí, reflexionad, ¡pensad en algo!
El pensó, con la mirada fija y la boca crispada.
–¡Ah!
–¿Y bien? – gimió ella ansiosa.
–¡Tengo la solución! Yo respondo de todo.
Fue rápidamente hacia la pared y descolgó un largo velo de gasa con lentejuelas
doradas, un collar de bailarina oriental y un atavío con el que había plasmado,
sobre un cuadro, alguna danza exótica.
–Envuélvase la cabeza con esto.
–¿Por qué?
–¡No perdamos ni un segundo en inútiles palabras! Una vuelta más. Otra vuelta.
Bien. Ahora súbase a la mesa de los modelos.
–¿Sobre la mesa?...
–Sí. Allí, con el velo puesto, no podrá adivinar que sois vos; os tomará por una
mujer que posa. Y yo lo despacharé enseguida.
–¡Una buena idea! Ya subo.
Pero Sylvère Bertin se golpeó las manos con rabia.
–¡Soy un idiota! ¡Mi idea es absurda! Él conoce vuestro vestido. Y, además, no
se posa con ese traje y con un velo dorado sobre el rostro.
–¡Es cierto! ¡qué va a ser de mi!
Él siguió reflexionando aun.
–Vamos, – dijo con aire de terrible resolución – es el único medio: ¡hay que
hacerlo!
–¡Oh! ¿Vais a matarlo?
–No. ¡Desnudaos!
–¿Cómo?
–¡Desnudaos! Las modelos están desnudas. Desnudaos completamente.
–¡Yo! que yo...
–Con la cara cubierta... sin vestido...
–¡Estáis loco!
–... Sin camisa, sin nada...
–¡No quiero!
–... No seréis reconocida. Por el amor de Dios, ¡hacedlo aprisa! Yo ocultaré las
ropas bajo los muebles.
–¡Pero es imposible! Habéis perdido el sentido.
–Señora, ¡vuestro marido debe haber ya pasado el quinto plátano!
– Pero... es que ante vos...
–¡El sexto!...
– Me desmayaría de vergüenza.
–¡El séptimo!
–¿Qué mujer honrada podría resolver?...
–¡El octavo!
– Desvestirse, es casi más terrible que...
–¡El noveno!
–Si al menos vos me juraseis...
–¡El décimo!
–...¡No mirarme!
–¡El undécimo!
–¡Ah! ¡Qué horror!
¡Pero que se le va a hacer! Tuvo que resignarse a la abominable necesidad. La
blusa, la falda, el corsé, luego las sedas íntimas y las supremas batistas, se
quitó todo, como un pájaro que se desplumara a sí mismo. Nada más que el rostro
oculto con un velo de gasa dorada. Y allí estaba de pie sobre la mesa de los
modelos, semejante a una deslumbrante diosa a quien quedaría hasta en el cuello
un poco de la desnudez de los cielos abandonados. Y se estremecía por completo.
Pero estaba tan torturada por las alarmas a causa de aquél que iba a golpear la
puerta, de aquél que iba a entrar, que se diría que no se preocupaba de Sylvère
Bertin, maravillado, excitado, con los ojos como platos hacia ella, ¡extendiendo
hacia ella sus ardientes manos!
Sin embargo, transcurrido un minuto:
–¿ Y bien? – dijo ella bajo el velo.
Él, extasiado, no respondió.
–¡Y bien! ¿Y mi marido? No oigo nada. ¿Es que todavía no ha pasado el último
plátano?
–¡Ah! Señora, – exclamó Sylvère cayendo de rodillas – vuestro marido no ha
venido, y no vendrá. ¿Me perdonaréis la estratagema que he usado para obtener el
más incomparable encantamiento que jamás haya sido permitido a unos ojos
mortales?
Y bajó la cabeza como alguien sobre el que va a caer un rayo. Pero, en lugar del
trueno, sonó una risita en el aire muy cerca de él. ¡Arrojó un grito de alegría!
y, abrazándola, escuchó que ella le decía al oído: « ¡Tonto! ¿Acaso pensabais
que no había adivinado vuestro ardid? » mientras se dejaba arrastrar hacia el
diván forrado de antiguos satenes y suaves tapizados.