AVENTURA CASTELLANA

Con la mano sobre la empuñadura de la espada y el faldón de la capa en el hombro, don Manuel, un joven caballero llegado a Madrid para asistir a los festejos que se celebraron con ocasión del bautismo del infante Baltasar, se paseaba una noche por las calles con todo el aspecto de un hidalgo que busca una aventura de disputas o de amores, cuando una dama, enfundada en un manto negro, y con el rostro muy cubierto, salió de una casa, como huyendo desesperadamente. Corriendo hacia don Manuel, le dijo:
–Si sois como aparentáis, un caballero de noble y leal cuna, ¡ podréis salvar a una dama amenazada de perder el honor y la vida! Mi marido ha estado a punto de sorprenderme, casi desnuda, en casa de uno de sus amigos del que está muy celoso. He tenido tiempo de tomar mi abrigo y echar a correr escalera abajo. ¡Pero me persigue! ¡Detenedle, por lo que más queráis! Pues si me alcanza, ¡estoy deshonrada y muerta!
Don Manuel respondió:
–Huid tranquila, señora.
Y, mientras la dama se alejaba corriendo, él se plantó ante la puerta, de donde no tardó en salir precipitadamente un hombre fuerte y de bastante mal humor, a juzgar por sus ademanes y los juramentos que profería.
–¡Caballero!– dijo don Manuel tras un saludo de una lenta y perfecta cortesía – llegado hace pocos días a Madrid, no es extraordinario que me haya extraviado en esta ciudad, que es tan grande como bella. ¿Os dignaréis, espero, a indicarme la calle San Bernardino, donde tengo la dicha de ser esperado por una persona que me quiere bien, y que, esta noche, en la Florida, me ha prometido abrir su ventana cuando su anciana dama de compañía se haya dormido?
–¡Dejadme pasar! – exclamó el otro – ¿no veis que tengo prisa?
–¡No la tengo yo menos que vos!, ya que la que me espera tiene los ojos más hermosos del mundo. ¿Pero, sin duda, os repugna prestarme ayuda en una empresa de amor? No puedo más que alabar la delicadeza de vuestros sentimientos, y heme aquí completamente dispuesto a entablar amistad con un hidalgo de virtud tan distinguida. ¡No hablemos más de la calle San Bernardino! Al menos, ¿vos querríais enseñarme preferiblemente el camino hacia alguna iglesia recomendable por las reliquias que en ella se conservan? Pasaré con mucho gusto rezando durante la noche en la que tuve la maligna idea de dedicarme o ocupaciones menos austeras.
–¡Id al diablo! ¡y dejadme el paso expedito!
–¿Qué entonces? ¿No podré pronunciar mis oraciones ni hacer el amor?
–¡Por Santiago! – dijo el exasperado marido – ¡estáis burlándoos de mi!
–En vuestro lugar, – dijo don Manuel – haría tiempo ya que me habría dado cuenta.
Entonces, ambos desenfundaron sus espadas. Fue un hermoso duelo con metálicos sonidos de acero y chispas en la noche. Un duelo muy largo; los dos combatientes, de la misma fuerza, tenían idéntico arrojo. «Desde luego, pensó don Manuel, la dama del rostro oculto ha tenido tiempo sobrado para ponerse a salvo.» Cuando acababa de tener ese pensamiento, la hoja de su adversario penetró bajo su pecho izquierdo, profundamente, y cayó, con la cabeza sobre los adoquines, profiriendo un gran grito.
–¡Dios tenga piedad de vuestra alma! –exclamó el vencedor dispuesto a seguir su camino.
–¡Una última palabra! – dijo don Manuel entre estertores – ¿La dama que perseguíais es joven y hermosa?
–¿Qué os importa?
–¡No me importa mucho! Pero estaría desolado por haber muerto por alguna triste vieja, bigotuda y bizca.
–Sabed pues que doña Ana, que apenas tiene veinte años, es la mujer más hermosa de Madrid.
– ¡Magnífico! – dijo don Manuel entregando el alma.

Traducción de José M. Ramos
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