LAS AZALEAS

En el sendero de un jardín, el poeta enamorado observaba con delicia una mata de azaleas abiertas.
«Oh, flores, dijo, la rosa es más deslumbrante que vosotras y el lis es más orgulloso, ¡pero vosotras sois más bonitas que los lis y las rosas! Vuestras ilustres corolas tienen algo de pompa en su sonrisa; su triunfo eclipsa el protocolo, oh, reinas en trajes de etiqueta; ellas conservan siempre, incluso muy abiertas, un poco de la rigidez de ese corsé que es la yema; pero vosotras, mezcladas, marchitas con facilidad, con vuestros pétalos sois flores en camisón. Y tenéis el tierno encanto de no ser ni completamente rosas ni completamente blancas; mostrando el color indeciso, apenas un color, que reina en las mejillas de una niña convaleciente. ¿De dónde procede ese incierto y exquisito matiz, oh, delicadas azaleas, rojas blanqueadas y blancas enrojecidas, labios un poco mojados de leche, nieve apenas teñida de sangre? »
Una voz respondió al poeta enamorado, una voz tan dulce y tan delicada que era casi inaudible, – un canto que no es un ruido,– y, como nadie pasaba por el sendero, se vio obligado a admitir que quién le respondía era una mariposa posada sobre una hoja.
«Nosotras, las mariposas amarillas, antaño éramos mariposas rojas, mientras que esas flores, pálidas en esa época, no tenían todavía el color que tanto te gusta. Ahora bien, sucedió que una cálida tarde, cuando nos encontrábamos dormidas en unas matas floridas, la tormenta sorprendió nuestro sueño con una gran lluvia. Al despertar, nuestras alas húmedas y desteñidas habían dejado de ser semejantes a unos pétalos púrpura, pero, a causa del agua con la que se fue nuestro ardiente color, las azaleas, blancas todavía, se volvieron casi rosas.»
El poeta enamorado hubiese quedado convencido con esa explicación, pues en definitiva le parecía muy verosímil, si una curruca de cabeza negra que movía sus alas, no lejos de allí, sobre unas balsaminas, no hubiese manifestado con pequeños gritos de cólera que ella no aceptaba de ninguna manera toda la leyenda imaginada por la mariposa desteñida; y las currucas, desde que una de ellas se posó sobre la divina Epine, no ignoran casi nada de lo que pasa en la tierra y en el cielo.
Ésta dijo en su rama:
«Una vez, en el paraíso, – tengo por costumbre ir allí y posarme sobre la más alta llave de una viola de serafín, – se preparaban grandes festejos por el matrimonio de una alma recientemente llegada de la tierra, con su alma gemela que la esperaba desde hacía tres millares de siglos en una avenida de nubes donde se habían citado. Se mandó interpretar las más bellas músicas a los ángeles músicos que saben cantar tan agradablemente como los ruiseñores y casi tan bien como las currucas; se hizo construir una amplia sala con muros de luz y techo de soles; para adornar los tronos de las Dominaciones y las escalerillas de los Bienaventurados, los Querubines recogieron y trenzaron en guirnaldas las más bonitas estrellas; y las diez mil vírgenes, a fin de honrar a los esposos, decidieron dar un baile. Pero estaban preocupadas con su vestuario. Como habían abandonado el bajo mundo desde hacía mucho tiempo, no tenían ninguna idea de las modas actuales, y, sabiendo que nada podría valer su eterna juventud y santidad, temían parecer un poco ridículas al alma recién elegida, cuyo cuerpo tal vez había sido vestido antes por modistos muy famosos. Hubo largos conciliábulos. Santa Cloe propuso poner túnicas de lino teñidas con las sangre de las conchas de Tiro; santa Cátula opinó que unas coronas rosas harían un mejor efecto entre el oro de las melenas. Se les objetó con razón que se acordaban con demasiada evidencia de los modos de vestirse y de peinarse de las bellas romanas de antaño, y que, desde esos tiempos, las mujeres habían debido inventar muchos otros medios de potenciar su belleza. Tras mil discusiones se convino que no perderían más tiempo en intentar imitar los gustos humanos, – puesto que hacerlo tan bien sería imposible,– sino que se vestirían, siendo santas, siguiendo la moda del paraíso. Nada más delicioso que el rojo pálido de las auroras, esas brumas diáfanas que se dirían formadas con una perla rosa fundida en la espuma blanca, para que ellas se hiciesen unos vestidos y unos chales de baile; y cuando entraron en la fiesta se sentían muy seguras de que no se establecería ninguna comparción. Por desgracia se equivocaban. Ni una de las diez mil vírgenes fue invitada a bailar, mientras que todos los serafines, extasiados, se apresuraban en torno a la casada que había tenido la precaución de llevar consigo desde aquí abajo un cofre lleno de prendas según la nueva moda. ¡No hay necesidad de decir que quedaron particularmente humilladas! Tan grande fue su despecho que, a pesar de su repugnancia, muy natural entre las jóvenes elegidas, a desnudarse delante del mundo, se quitaron, arrancaron y rompieron en trizas los corsés de crepúsculo y las faldas color de mañana. Incluso en su furor, arrojaban por encima del muro del paraíso los adorables pedazos, que volaron, planearon, fragmentos de claridad rosa, harapos de luminosidades blancas, cayendo finalmente como plumas desperdigadas, y, encontrando las ramas de las azaleas que estaban sin flor, ¡se detuvieron allí!»
El poeta enamorado no replicó en absoluto ante este argumento y se alejó convencido de que las flores de las azaleas estaban hechas con las gasas desgarradas de la aurora, a menos que no hubiesen robado su tierno color a unas alas desteñidas.
Pero por la noche, aquella a la que adoraba, le dijo con un bonito alzamiento de hombros:
«La mariposa se jacta y la curruca no sabe lo que gorjea. Yo te diré la verdad. Un día, – en los tiempos en los que yo era Eva en el maravilloso Edén,– me dormí bajo la sombra de un gran árbol, entre árboles más pequeños, muy pequeños, donde se abrían corolas blancas. Pero no tardé en maravillarme a causa de un sueño que tuve, y ese sueño ya no me abandonó, una vez despierta. La tentadora culebra no me había hablado todavía bajo los frutos del manzano: no importa, a menudo me invadían tiernas inquietudes; el instinto del adorable pecado anidaba en mi como una rosa en una yema que quiere eclosionar. Pero nunca me había sentido tan turbada como lo estaba en ese momento, Aunque Adán estuviese muy lejos, ocupado en contemplar la obra de seis jornadas, me daba la impresión de que se encontraba acostado sobre el musgo, muy cerca de mí, que me tomaba las manos, que sus brazos me enlazaban, y yo tenía en los cabellos, en el cuello y sobre los labios, su aliento. Esas caricias, – que me hacían estremecer, radiante, que me provocaban no sé qué vergüenza y no sé qué alegría – hubiese querido devolverlas y no me atrevía. ¡Por fin la ternura fue más poderosa que el temor! Yo lo tomé, lo abracé, buscando con mis ojos sus ojos, con mi boca su boca. Por desgracia estaba sola entre las ramas floridas; lo que estrechaba contra mi pecho con todos los temores, con todas las embriagueces, eran los tallos de las azaleas; ¡eran sus flores lo que besaba! y a partir de ese momento ellas fueron tan deliciosamente pálidas y rosas por haber tocado el pudor de mi mejilla y el deseo temeroso de mis labios.»

Traducción de José M. Ramos
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