BAJO EL CEREZO

Un día de viento en el vergel, Bérengère subió a lo largo de la escala que colgaba bajo un gran árbol en el que maduraban unas cerezas picoteadas por los pájaros; Valentin no la siguió, prefiriendo permanecer abajo. A decir verdad, esta aventura no le atraía excesivamente; él se acordaba de haber visto escenas análogas en algunas obrillas carentes de calidad literaria; poeta como era, le disgustaba que el hermoso azar de los paseos amorosos no tuviese más imaginación que los compositores de operetas. Era una lástima tener el espíritu lleno de sueños ingeniosos y el corazón desbordante de sinceras ternuras, teniendo que soportar ese banal idilio tantas veces cantado en las coplas. Bérengère no había pensado en tan excelentes argumentos; ella había querido subir por la escala, – y en eso estaba mientras su compañero, resignado, hubiese debido ayudarla. No se puede contrariar a una mujer que no nos ha concedido todo. Más adelante, después de los abandonos supremos, las cosas toman otros derroteros; aquél que obedecía luego ordenaba; ser el amo de su ama. Valentín todavía no había obtenido el derecho a las revanchas. Con una mirada prometedora, con una mano que se mantiene más de lo debido entre las manos que la estrechan, Bérengère le había dado a entender en más de una ocasión que él no le inspiraba un insoportable horror; aunque ella no hubiese respondido mediante palabras a los tiernos discursos con los que él la trataba de encantar, sin embargo había emitido de vez en cuando, a propósito, unos suspiros que parecían declaraciones; y ¿acaso no era un favor bastante comprometedor esa cita, un poco lejos de la casa, en el vergel por donde nadie pasa? pero, en definitiva, nada definitivo todavía en sus amables flirteos; y el enamorado miraba subir entre las estremecidas ramas del cerezo a la que hubiese querido conducir más allá, al pie de la colina, a la profundidad más misteriosa del bosque.
No tardó Valentin en reconocer que las operetas no son tan tontas como se suele creer, y que los inventos de sus autores, transportados a la vida real, pueden ser motivo de satisfacción para los mismísimos poetas. Cuando Bérengère alcanzó el cuarto travesaño, él pudo percibir un adorable pie en un botín dorado, extendido, estrecho, de talón alto; un pequeño pie, el más bonito de los pequeños pies. Aunque el vestido era bastante largo, todo el bonito calzado era visible gracias al viento que apenas levantaba las faldas. Bérengère subió dos travesaños más, muy lentamente, tal vez porque tuviese miedo o por alguna otra razón. Valentin pudo ver el fino tobillo, tan delgado que un brazalete de niño le hubiese quedado grande, y la redondez de una pantorrilla un poco gruesa en una media de seda negra. ¡Oh, complicidad encantadora de la brisa! Bajo una súbita elevación de batistas y de encajes, la piel de la pierna brilló a través de la seda mediante luminosos puntos; era como un trozo de cielo sombrío completamente cribado de pequeñas estrellas. Siempre muy lentamente – decididamente ella tenía miedo– Bérengère subió otro travesaño, luego otro más, mientras un viento más violento agitaba las hojas y las telas: el nudo escarlata de una liga encima de la rodilla brilló, se apagó, volvió a brillar entre las blancuras sacudidas. Valentin, deslumbrado, jadeante, tuvo ganas de precipitarse para desatar de un mordisco la cinta roja con ardiente boca. Hay que creer que Bérengère deseaba sobre todo las cerezas de las ramas más altas, pues siguió escalando a lo largo de la temblorosa escala; de pronto se produjo un gran golpe de viento; y como ella no era de esas que deshonran mediante atavíos viriles las intimidades de las prendas femeninas, su enamorado tuvo ante sí la visión de casi toda una ninfa desnuda en un claro de nieve rosada. Ya no pudo más, se lanzó, y ya, con un brazo al que sería vano oponer ninguna resistencia, cuando estaba a punto de abrazar, entre las ramas en tumulto y la huida de los pájaros, la cintura de Bérengère, una voz se elevó, gritando, llamando desde la casa de allá abajo inquietándose de su ausencia tan prolongada; fue necesario bajar del árbol, regresar al domicilio muy aprisa, ¡eh! ¡el diablo no supera a las personas que, cómodamente sentadas ante los postres de un almuerzo campestre, no dan a los enamorados tiempo para divertirse a su guisa y para acabar su recolecta de besos y cerezas!
En cuanto a olvidar el pequeño pie en el botín dorado, el fino tobillo, la media negra salpicada de vivas luminiscencias, la liga y el divino claro de nieve rosa, sería algo impensable para Valentin; él no tenía más que un deseo: volver a ver a sus anchas, sin temor a ser interrumpido, los deliciosos encantos que lo habían extasiado. Una vez que los habitantes de la casa acabaron retirándose uno a uno a sus habitaciones, – era la hora de la siesta, en una tarde de julio – él obtuvo de Bérengère la conformidad para regresar al vergel, al otro lado del gran muro. Ella consintió fácilmente; tenía el alma buena, no le gustaba contrariar a las personas, sobre todo cuando encontraba algún placer en resultarles misericordiosa.
En el vergel hacía un calor sofocante bajo el tórrido cielo estival. En el aire inmóvil se percibía como una polvareda de llamas blancas. Los pájaros estaban silenciosos; en raras ocasiones unas alas pasaban de un árbol a otro; y ni un atisbo de brisa: las ramas de los frutales colgaban pesadas sin un estremecimiento. Se hubiese dicho que la tierra sofocada y recalentada había aspirado todos los vientos.
Llegaron ante el cerezo; la escala seguía allí, al pie de las altas hierbas que no se movían sino de vez en cuando bajo el peso de una abeja que se posaba.
– ¡Oh, alma mía querida! – dijo él– ¿no tenéis hoy el capricho de subir a coger cerezas del árbol?
Ella suspiró.
–No, hoy no quiero. Hablemos de otra cosa – dijo ella.
–¿Por qué no queréis? Vos que fuisteis tan valiente la otra vez, ¿acaso tenéis miedo de que la escala no pueda aguantar vuestro peso? Vos, que sois tan ligera que, como a un pájaro, una rama sería apoyo suficiente.
–No, no tengo miedo.
–¿No encontráis las cerezas tan bonitas como antes? Mirad, han madurado; no me consta que vuestros labios sean tan rojos como ellas.
–Sí, las cerezas están maduras, estoy de acuerdo.
–Entonces, ¿por qué no escalar al cerezo, querida alma?
Ella volvió la cabeza; no respondió; él pudo observar que la muchacha enrojecía.
–¡Ah! cruel, lo adivino – dijo él cayendo de rodillas.– No ignoráis la alegría que me habéis dado subiendo esos escalones; vos sabéis lo que he entrevisto, – así como se adivinarían las celestes delicias por la puerta entreabierta del paraíso, – vuestro pie, como un pico de pájaro, y la negruras de vuestras medias, donde se transparentaban de rosa; vos sabéis que he tenido en los ojos el deslumbramiento de un poco de vuestro misteriosos cuerpo adorado, y, si rehusáis aún, bárbara, a subir a este árbol, es para no proporcionarme desgraciadamente la dicha que me fue concedida un solo instante.
Ella respondió más colorada todavía:
–No, os equivocáis, no es por eso, os aseguro que no es por eso.
Ella hablaba con un tono que parecía muy sincero. Él la interrogó de nuevo, con tierna insistencia, invadido por un ardiente deseo de conocer la causa de esa negativa. Tuvo que suplicar. Ella estaba resulta a guardar su secreto. Dijo con voz firme:
– Me preguntáis en vano. Dejémoslo ya, os lo ruego.
Por fortuna él se acordó que la semana pasada le había ganado una «filipina», cuya apuesta consistía en una «discreción»; ¡él la tenía a su merced! Triunfalmente, invocando la deuda contraída le conminó a decir la verdad. Ahora bien, Beréngère era una persona muy honesta que jamás dejaba de cumplir sus compromisos.
–Así que, es cierto – dijo ella – ¿queréis saber por encima de todo por qué no subo hoy al árbol?
–¡Lo exijo!
Debemos aclarar que la muchacha tenía las mejillas tan coloradas como dos amapolas.
– Pues bien, es porque...
Todavía vacilaba.
–Porque...
–¡Vamos, acabad, por Dios!
–Porque... hoy... ¡no hace viento! – dijo ella huyendo a través de los arbustos bajos y las hierbas.
Pero Valentin no era hombre que perdiese tiempo en reflexiones cuando se escapa, no demasiado rápido, una joven muchacha que vuelve la cabeza para ver si es perseguida. Si hubiese sido un fauno pocas ninfas podrían evitarlo. Atrapó a Bérengère que se resistía y reía bajo el gran cerezo, y en un abrir y cerrar de ojos ella se vio obligada a reconocer que, para hacer levantar al vuelo la blancura de batistas y encajes, el entusiasmo apasionado de un amante bien valen los resoplidos jadeantes que hacen vibrar las hojas junto con las plumas de los pajarillos y hacen chocar en el extremo de las ramas los racimos de las cerezas.

Traducción de José M. Ramos
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