BAJO LOS
LAURELES ROSAS
Cierta vez que
el duque Teseo se paseaba en un bosque cercano a Atenas, con Hipólita, reina de
las Amazonas, vieron a orillas de un río, bajo un arbusto de laureles en flor, a
un joven fauno que hacía cosquillas con la punta de una rama perfumada en la
rosada nariz nacarada de una ninfa completamente desnuda dormida sobre el musgo.
–¿Por qué ese faunito – preguntó el duque – hace cosquillas en la nariz a esa
ninfa dormida?
– Sin duda – dijo la reina – será para que, una vez despierta, ella pueda
atender a sus requisitorias amorosas.
Pero la ninfa no se despertaba. De vez en cuando, su nariz se estremecía bajo la
olorosa caricia.
El fauno se valió de otro medio: llenó de flores sus dos manos formando una
pequeña cesta, y dejó caer todas las flores, desde muy alto sobre el pecho de la
hamadríade dormida; la ninfa, lentamente, con un brazo soñador, apartó la ligera
carga; pero siguió sin despertarse.
El fauno se puso a saltar alrededor de ella, molestando a los árboles, rompiendo
las ramas; produjo un ruido como un grupo de lobeznos peleándose en la maleza;
pero la ninfa continuaba dormida, con su pecho de mármol pálido elevándose y
descendiendo como una ola de leche.
El fauno aplaudió, gritó, cantó, imitó los voces de las bestias feroces o de los
tiernos pájaros que se irritan o se quejan en los bosques cercanos a Atenas;
profirió unos rugidos de león, que dieron envidia al mismísimo Bottom, y unos
arrullos de paloma, que hubiesen enternecido a Lisandra; la ninfa permanecía
inmóvil en el sueño como un lis que estuviese plantado en la nieve.
Entonces, el pequeño fauno prorrumpió en llantos y el duque Teseo, apiadándose
del niño semidiós, extrajo de su funda la centelleante espada que tan a menudo
había resonado sobre las armaduras en las batallas y, rudamente, golpeó una roca
que allí estaba y que produjo un sonido terrible en el aire: se hubiese dicho
que se estaba entablando un duelo entre héroes y dioses a través de las ramas, y
el eco gritó como un guerrero herido. Pero los párpados de la hamadríade ni
siquiera se estremecieron, como una estatua tumbada en la hierba.
– Es que lo estáis haciendo mal – dijo la reina de las Amazonas.
Ésta se acercó al duque Teseo y le besó en los labios, ardientemente, con un
largo beso. La ninfa, despertando al ruido del beso, rodeó con sus encantadores
brazos el cuello del joven fauno.
Traducción de
José M. Ramos
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