BALBINA Y SU CAMISA

I

Balbina era hija de un zapatero que tenía su cabaña en un claro del bosque de Brocéliande. Tendríais que haber viajado durante mucho tiempo de país en país antes de encontrar una jovencita tan agradable a la vista como esa encantadora niña y salvaje como las ardillas de los bosques; aunque se vestía – a falta de un traje mejor – con un vestido de paño remendado por varios lugares, y aunque que su gorro fuese de tela amarillenta, y las mordeduras de los guijarros no menos que las picaduras de las zarzas hubiesen enrojecido sus frágiles pies descalzos, un hombre sensible no habría dejado de preferirla a las más soberbias princesas vestidas en telas de oro y coronadas de piedras preciosas, cuyas zapatillas bordadas con perlas se hunden en alfombras de marta cibelina o de zorro azul. Pero, bonita como era y aunque buena también, más buena que bonita, no era feliz. Su madrastra – pues el zapatero, viudo, se había vuelto a casar con una mujer malvada – la trataba muy mal; obligándola a las más penosas tareas, no permitiéndole ni un minuto de descanso, insultándola, golpeándola, y, por la noche, cundo Balbina medio muerta de fatiga se había dormido, la despertaba de repente para decirle que no se olvidase de ir al despuntar el día a recoger la hierba para la cabra. De modo que la pobre pequeña decidió dejar de padecer la crueldad de esa madrastra; y una noche, un poco antes del amanecer, cuanto todo el mundo dormía aún en la cabaña, se escapó por la ventana – ya que la puerta estaba cerrada – como un pájaro que levanta el vuelo.
Caminó sin saber hacia donde iba a través de los brezales del bosque, Estaba contenta de no estar ya donde había sufrido tanto; pero al mismo tiempo sentía una inquietud en su corazón. ¿Qué haría? ¿Quién la acogería? ¡Hay tan pocas buenas personas en el mundo!
En la claridad del día naciente vio a una anciana que lavaba la ropa en un arroyo y que resoplaba y gemía con muchos lamentos; esa lavandera debía tener al menos cien años, y, a semejante edad, no mucha fuerza. Balbina, que como ya he dicho, era tan buena como bonita, se conmovió viendo a una mujer tan mayor presa de tanta pena.
–¡Eh! señora – dijo – yo lavaré esa ropa en vuestro lugar si queréis; luego, cuando esté aclarada la llevaré a mi espalda hasta vuestra casa.
Apenas pudo acabar estas palabras cuando la vieja ya no se parecía a una vieja. Era joven y victoriosa como una jornada de julio; y, al verla, suntuosa, en su vestido de terciopelo escarlata, habríais dicho que era una reina que se paseara por el bosque. De hecho era mejor que una reina puesto que era un hada.
–Balbina – dijo – se me había hablado muy bien de tu corazoncito; veo que no me engañaron. Quiero recompensar tu caridad por una vieja lavandera que lavaba su ropa en el arroyo. Toma esta camisa, póntela, y, a partir de ahora no te la quites. Como ha sido tejida con esos hijos ligeros que planean en el aire tomados de una rueca celestial, jamás dejará de estar blanca, y tanto como la lleves tendrás por recompensa todas las riquezas, todas las glorias y todas las dichas de la tierra.
Dicho esto, el hada despareció igual que una nube de oro desvaneciéndose en la luz. Sería difícil expresar el asombro y alegría de Balbina. ¡Estrechaba contra su corazón la camisa que le había dado el hada! Pero no la puso enseguida, porque era de día; y por nada del mundo, Balbina hubiese consentido en mostrar, desnudándose, por poco que fuese, su brazo o su hombro a los rayos que miran, al viento que merodea, a los curiosos pajarillos que con el pico o el ala apartan las hojas para ver.

II

De un extremo al otro del mundo no había una joven tan rica, tan poderosa, la más envidiada de todas las mortales. Nada de lo que se pueda desear en la tierra faltaba a Balbina. Tenía más palacios y castillos de lo que pueden tener los más opulentos monarcas; vestida de satenes deslumbrantes como hogueras donde se fundirían rubíes y amatistas, se paseaba a través de las ciudades en carrozas de oro tiradas por ocho caballos blancos con arneses de diamantes y perlas. Pese a ser poco golosa – acostumbrada antaño a alimentarse de pan negro y avellanas – cien criados vestidos como chambelanes de emperador depositaban sobre su mesa las carnes más exquisitas y los frutos tan azucarados y perfumados que se les hubiese creído pulpa hecha de miel y rosas. Se dormía bajo cortinas de seda y encajes, en camas lentamente mecidas al son de instrumentos lejanos, invisibles, que ejecutaban la canción de su gloria y su dicha; y, por la mañana, cuando se despertaba nunca dejaba de tener, incluso los días de lluvia, sol en su habitación. Pero lo que sobre todo la hacía feliz es que ella hacía felices a los demás. Si sus riquezas hubieses podido agotarse, se habría arruinado dando limosnas. Daba, daba tanto – con palabras tan consoladoras – que casi ya no quedaban miserables en la tierra. ¡Incluso fue buena con aquellos que le habían hecho daño! De su madrastra que la había golpeado y de su padre el artesano que la había dejado maltratar, hizo grandes personajes a los que se cumplían todos sus deseos. De modo que, rodeada de admiración y bendiciones, vivía en una perpetua dicha. Y ocurrió algo que puso la guinda a esa extraordinaria felicidad. Un joven príncipe, hermoso como el mes de abril, llegó a la ciudad donde ella vivía. Apenas la vio, y apenas ella lo hubo mirado, ambos se amaron con tierna pasión; y comprendieron que nunca dejarían de amarse. Ante la imposibilidad eludiré contar la magnificencia de los festejos que se celebraron con motivo de sus bodas, y el fervor de los buenos votos que todo el mundo hacía por su felicidad. Pero sería todavía más difícil expresar el infinito éxtasis en el que se sintió desfallecer Balbina cuando el recién casado entró en la habitación nupcial, y, arrodillándose, cubrió de besos las queridas manos de la esposa que tenía aspecto, un poco sonrosado, de una flor de lis que fuese rosa.

III

El patrón de los leñadores, que se emborrachaba todos los días, y que ese día estaba más ebrio aún que de costumbre, gritó con ruda voz: «Y bien, ¿quién es el imbécil o la tonta que ha atado esta gavilla? Apuesto que fue Balbina o su maldito marido.» Por desgracia la gavilla la habían atado juntos, y era cierto que no tenía buen aspecto, pues no eran demasiado hábiles. Se disculparon lo mejor que pudieron prometiendo aplicarse más la próxima vez. Pero el borracho no quiso atenerse a razones, y, con los demás leñadores que reían con malicia, golpearon con ramas a la pobre mujer y al pobre hombre.
¡Habían pasado muchos meses desde que Balbina había compartido todas las riquezas, todas las glorias y todas las dichas de la tierra! Ahora era más desgraciada aún de lo que lo fuera antaño en la cabaña de su padre el zapatero. ¡Ah! ¡cómo se lamentaba! Vestida con harapos, no teniendo ni una mísera choza en la que dormir, bebiendo el agua de las fuentes, comiendo los frutos de los setos, erraba con su marido, que ya no era un príncipe, por el bosque de Brocéliande; él habría cazado animales si hubiese tenido un arco y flechas, pero tan pobre como era no lo tenía. ¡Rara vez algún leñador les daba un mendrugo de pan al final de una larga y laboriosa jornada! En más de una ocasión estuvieron apunto de morir de hambre. Y, sin duda, habrían puesto fin a su miseria precipitándose juntos desde lo alto de alguna roca, si no hubiesen tenido el consuelo de hablarse en voz baja por las noches sobre un camastro de helechos, en el dulzor nocturno, y dormirse abrazados boca con boca. Pero al despertar estaban muy tristes.
Ahora bien, ese día, golpeados con las ramas por el malvado leñador, llegaron a un claro que atravesaba un arroyo, dejándose caer en la hierba, y, el marido, roto de fatiga, se durmió, mientras Balbina lloraba cálidas lágrimas con la cabeza entre las manos.
–¡Tienes lo que te mereces! – dijo una voz con tono colérico.
La que hablaba era el hada que había dado la camisa a Balbina, la joven hada victoriosa como una jornada de julio, y semejante, en su vestido de terciopelo escarlata, a una reina que se pasease por el bosque. Pero mostraba un rostro muy irritado.
–¡Sí, eres justamente castigada! – continuó.– ¿No te había recomendado que jamás te quitases la camisa que te di?
–Por desgracia, señora, es cierto que os he desobedecido; ¿Pero quién no hubiese hecho en mi lugar lo que yo hice? ¿Pensáis acaso que es fácil resistir a los ruegos de un marido que, entrando por primera vez en la habitación nupcial... Os aseguro que era mi intención volverme a poner la camisa al día siguiente de mis bodas. Solamente que no la he encontrado.
–Ella huyó, justamente horrorizada de tu afrenta, y yo no te la devolveré a menos que no te arrepientas sinceramente de habértela quitado.
– ¿Cómo puedo arrepentirme, señora? ¿Cómo podría tener algún remordimiento por la felicidad que concedí a aquél que me es más querido que la vida? ¿Acaso no he sido ya castigada con exceso por todos los males que padezco por la maravilla que vi en sus ojos?
–Al menos,– dijo el hada,– prométeme que no volverás a quitarte la camisa si consiento en hacerte un nuevo presente.
–¿Cómo podría prometerlo? Desde luego sufro amargamente en la miseria en la que he caído; los mendigos de los caminos, golpeados por las ráfagas del viento invernal, no pueden quejarse más que yo. Pero – os ruego que penséis en ello, señora – ¿es que mi marido no tiene el derecho de exigir de mí todas las delicias que le puedo ofrecerle?, ¿y no sería mi deber, si no ya mi placer, no desalentar por la inoportunidad de una tela el fervor de su ternura?
El hada, menos irritada de lo que quería aparentar, no pudo evitar una sonrisa.
–Debo reconocer,– dijo,– que las mujeres encuentran un singular placer en no estar vestidas del todo. Vamos, te perdono; quiero devolverte la camisa – tenla, aquí la tienes – con todas las dichas, todas las glorias y todas las riquezas, pero a condición de que si te la quitas durante la noche no la quitarás nunca por el día. ¿Es mucho exigir?
–¡Creo,– dijo Balbina– , que devolverla sin condiciones hubiese sido más digno de vuestra magnanimidad, gran hada! Sin embargo haré todos los esfuerzos posibles para no desobedeceros demasiado a menudo...
Esta vez, el hada prorrumpió en carcajadas. Luego desapareció, igual que una nube de oro que se desvaneciese en la luz. Ni Balbina ni su marido estaban allí tampoco. Al día siguiente se despertaron en el lujo de antes, bajo cortinas de seda y de encajes, en una cama lentamente mecida, al son de lejanos instrumentos, invisibles, que ejecutaban la canción de su dicha. ¿Y la camisa? Estaba al pie de la cama, toda blanca, con aspecto de esperar. Sí, sí, Balbina la pondría, alguna vez.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes