LA BELLA DEL MUNDO

En aquél tiempo y en aquel país, si las jóvenes y las mujeres sabían que eran bonitas, no lo sabían más que de oídas. Apenas colgados de las paredes o tomados en la mano, todos los espejos, grandes o pequeños, se rompían en luminosos pedazos sin aparentes posibles golpes. ¿Y sabéis por qué se rompían de ese modo? porque estaban desesperados por no ser el espejo en el que la princesa Amarante miraba sus labios de flor y, bajo sus cabellos de sol, sus ojos de cielo.
A cien leguas a la redonda no se hubiese, por mucho que se intentase, encontrado una dama o una señorita cuya belleza fuese comparable a la de la princesa: ella era la admiración de todo lo que la rodeaba, hombres, animales o cosas; ni siquiera el rey, su padre, ni su pequeño perro, podían dejar de admirarla; si permanecía algunas horas sin atravesar la sala donde se encontraban los gentiles de la corte, éstos enfermaban de tristeza; cuando no daba su paseo acostumbrado por el parque, las balsaminas y los jacintos, durmiéndose en un estremecimiento de hojas, se decían las unas a los otros, incluso después de la más bella jornada: «¡Qué tiempo más sombrío hace hoy!» Pero ella era por lo menos tan mala como bella; el tener profundas pupilas azules donde se enternecía deliciosamente la luz, no impedían unos accesos de cólera que hacían temblar a todo el mundo; a menudo tenía ganas de morder más que de sonreír, aunque su boca tuviese la dulzura amable de una rosa de pitiminí. Y la ira no era su mayor defecto: era envidiosa – ella que poseía en cofres de jade y oro tantas perlas y diamantes – hasta el punto de palidecer de rabia si veía una o dos gotas de rocío sobre una prímula matinal, o algunos abalorios de bisutería en el cuello de una pobre. Añadir que, con el corazón cerrado a toda ternura, había sumido en la desesperación a los más apuestos y ricos príncipes de la tierra que no habían podido verla sin amarla; se hablaba hasta de doce pretendientes que se habían dejado morir de pena por no haberla obtenido en matrimonio.

II

Un día en el que estaba jugando al escondite con sus damas de compañía, sobre el césped, – era un juego muy de moda en esos tiempos en la corte, – escuchó a dos pajes que se paseaban por un sendero próximo, escondida tras una mata de siringas, hablando entre ellos de un maravilloso pájaro que parecía, según los relatos de los viajeros, ¡una hoguera de piedras preciosas en vuelo! y que tenía su nido en la más alta cima de una montaña inhóspita en el país de los algonquines. De inmediato, – pese a tener en veinte pajareras todas las especies de pájaros exóticos – deseó poseer el pájaro desconocido. Mandó llamar a un príncipe, que por conquistarla permanecía melancólico en la corte desde hacía más de un año. Era el sobrino del emperador de Trebizonde; era joven y apuesto como una mañana de primavera; a fin de ganar el favor de la princesa, había protagonizado las más peligrosas hazañas, había vencido en las más duras pruebas; pero nunca fue recompensado por el amor y devoción que él le profesaba salvo con desaires.
Cuando el príncipe llegó, ella le dijo:
–¡Señor, por favor, iréis a buscarme el pájaro igual que una hoguera de piedras preciosas que tiene su nido en la montaña de los algonquines!, y si lo traéis, tal vez os dé a besar la punta de la uña de mi dedo meñique.
–¡Oh! señora,– exclamó una dama de honor, –¿no sabéis que en su lejana soledad, ese pájaro está custodiado por mil feroces águilas, con garras y picos de hierro? De inmediato despedazarían al más fuerte y valiente de los vivos, a aquél que fuese lo bastante insensato para acercarse a ellas.
Amarante ya había roto con furiosa mano el tallo más próximo del rosal.
–¿Por qué os metéis en esto?
Luego, volviéndose hacia el príncipe, dijo:
– Creía, señor, que ya habíais partido.
Él se inclinó y se alejó con paso rápido. Tal era su valentía, tal era sobre todo su deseo de merecer la prometida recompensa, que se iba a enfrentar a mil águilas feroces. Pocos días habían transcurrido, – la montaña tal vez estuviese menos alejada de lo que se creía,– cuando él regresó, trayendo posado sobre su puño, como un halcón domesticado, el maravilloso pájaro hecho de piedras preciosas vivas. La princesa, con aire de desdén, declaró que el animalillo alado no valía la reputación que tenía. Sin embargo consintió en acariciarlo dos o tres veces. Pero la cruel tirana no dio su uña rosada a besar al sobrino del emperador de Trebizonde, y ni siquiera reparó en que el vencedor de mil águilas tenía la frente, las mejillas, el cuello y las manos desgarradas y sangrientras todavía. El príncipe, resignado, se retiró sin una protesta.

III

Y ese no fue el único peligro al que expuso al príncipe. Como ella tuviese ganas de una esmeralda sin igual, él debió descender a las entrañas de la tierra y vencer a una multitud de gnomos armados con llameantes antorchas. ¡Regresó lleno de quemaduras! La princesa quiso aceptar la fina piedra pero del meñique prometido nada de nada. En otra ocasión exigió que fuese a recoger para ella, en las tierras de un temible hechicero, una flor que cantaba como un ruiseñor, y esa flor crecía en el claro de un inmenso bosque en el que todas las ramas eran lanzas en posición defensiva. Él regreso atravesado por mil impactos, completamente enrojecido por las heridas, ¡casi moribundo! La princesa consintió en escuchar la canción de la flor; pero de decir al sobrino del emperador: «Aquí tenéis mi uña rosada», no tuvo la menor intención. Y él no se quejaba, feliz tal vez por sufrir, incluso sin recompensa, siempre triste y dulce, por esa princesa tan cruel.

IV

Una mañana, cuando ella jugaba a las cuatro esquinas con sus damas de honor – era un juego que, en aquella época en la corte no estaba menos de moda que el escondite, – escuchó a dos oficiales del palacio hablar, tras la cortina de una puerta, de una muchacha más exquisita que todas las mujeres y todas las hadas; un gigante africano la mantenía cautiva en un castillo de bronce. Era tan perfecta que le llamaban «Bella del mundo», sencillamente para expresar que no había nadie sobre la tierra más bello que ella. Y los oficiales, pensando que no se les podía escuchar, comentaron que Amarante, comparada con esa joven, no era más que una especie de adefesio. ¡Cuatro jarrones chinos se rompieron en pedazos bajo los pequeños puños furiosos de la princesa! Una muchacha viva más bonita que llea, ¡eso era algo que no podía tolerar! Se apoderó de ella la idea de hacer perecer entre los más horrorosos suplicios a aquella que había tenido la rara osadía de competir con ella en belleza.
Volvió a llamar al sobrino del emperador de Trebizonde:
– Señor, iréis, por favor, a buscarme a la Bella del Mundo que un gigante africano mantiene cautiva en un castillo de bronce, y si lo conseguís, yo os juro que esta vez, no rechazaré vuestros labios en la uña rosa de mi dedo meñique.
–¡Oh!, señora, exclamó una dama de honor, ¿no sabéis que en ese lejano castillo, Bella del Mundo está custodiada por mil guerreros con cabezas de león y tigre, que despedazan y devoran, en menos tiempo del que necesita un buitre para zamparse una alondra, a los insensatos que merodean por las cercanías? Un ejército innumerable de héroes, blandiendo en lugar de lanzas, el rayo y el trueno jamás vencerían a esos monstruos que nunca duermen. No sería culpa del príncipe que se negase a obedecer vuestro capricho.
Amarante resopló sobre las dos mejillas de la compasiva dama de honor. Luego, volviéndose hacia el príncipe, dijo:
–¡Y qué, señor, ¿todavía no habéis vuelto?
Él bajó la cabeza y salió. Pero fue solamente después de una ausencia de varios meses cuando él se mostró de nuevo ante la princesa en el momento que ésta atravesaba el patio del palacio. ¡Él estaba en un estado que hubiese conmovido a los más atroces corazones! Su traje colgaba en desgarrados harapos; profundas heridas laceraban toda su carne; le faltaba uno de sus brazos; sin duda lo había dejado en las fauces de uno de los guerreros con cabeza de león o tigre. Pero el orgullo de la victoria brillaba en sus ojos y flotaba en su cabellera esparcida y ¡estaba soberbio y magnífico! y, tras él, entre unos esclavos negros, sobre el lomo de un elefante, había un palanquín de terciopelo amarillo con largos flecos de oro.
–¡Sed bienvenido – dijo la princesa Amarante, – si traéis a Bella del Mundo!
–La traigo – dijo él.
–¿En ese palanquín?
–Sí.
–¡Daos prisa pues en hacerla apearse!
El príncipe se acercó al elefante que se había arrodillado, y una vez apartado el terciopelo amarillo, los que estaban presentes vieron a una persona tan admirable, vestida de nieve y oro, que permanecieron aturdidos como cuando se mira la magnificencia del sol. ¡La princesa Amarante emitió un grito de alegría y de rabia! pues tan feliz estaba de tener en su poder, para hacerla juguete de su odio, a la que de ella se burlaba por medio de tan incomparable belleza. Y, sea que su terrible alegría la disponía a alguna mansedumbre hacia todo lo que no fuese Bella del mundo, o bien porque no pudiese finalmente impedir admirar la obediencia y la victoriosa valentía del príncipe, que exclamó:
–¡Señor! no es solamente mi meñique lo que os daré sino mi mano entera, toda mi persona a cambio de la Bella que habéis conquistado! ¡Seréis el rey de mi reino y el esposo de mi lecho!
Y ya hacía una señal a los oficiales y a los sirvientes para que le fuese entregada la prisionera, cuando el príncipe dijo:
–Yo he conquistado a Bella del Mundo, en efecto; únicamente, señora, la he conquistado para mí, no para vos; para mi amor, no para vuestro odio. Porque, cómo demasiado a menudo vuestra barbarie, después de tantos trabajos en los que habéis expuesto mi vida, me negó la uña de vuestro dedo meñique, no quiero toda vuestra persona y llevo a Bella a mi palacio de Trebizonde, más hermosa que vos, ¡que es conmigo tan dulce como cruel fuisteis vos!
Dicho eso subió al palanquín cuyas cortinas se cerraron, y el enorme elefante, rápido como los ligeros antílopes, – pues creo que era algún elefante encantado,– desapareció entre la polvareda soleada del camino, mientras la princesa Amarante, para mitigar su rabia mordía con sus bellos dientes los brazos y los hombros de sus damas de honor.

Traducción de José M. Ramos
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