LA BELLA DURMIENTE EN LA CAMA
Hacia el final
de la cena, Lili Luce, tumbada en el sillón, muy escotada y serena, – como una
persona segura de su pecho,– entretenía la punta de su lengua rosada en la
espuma de una copa de champán; y nada era más bonito que ver ese colear en ese
burbujeo. ¡No solamente era bonito! Era enternecedor sin duda, pues al verla
ocupada en el cáliz con las burbujas de espuma, las mujeres, que estaban con
nosotros: Lise de Belvelize, marquesa desposeída de su marquesado, Anatoline
Meyer, Constance Chaput, bella y salvaje como los cisnes, esas ocas de nieve, y
Malva, así llamada por una fácil antítesis, a causa de sus ojos negros, – tenían
en los párpados lágrimas de amistosa aprobación, y, se hubiese dicho que también
de reconocimiento.
Pero de repente, Lili Luce dejó la copa sobre la mesa con un gesto de cólera:
uno de los invitados, no sé quien, había hablado de Zo, de la adorable Zo, en
términos casi irreverentes:
–¡Todo! –exclamó Lili Luce – ¡permito todo! ¿Quién de vosotros se atrevería a
decir que yo le haya prohibido jamás algo? Pero no permitiré que se falte al
respeto a Zo; pues ella me ha hecho el más significativo de los favores, un
favor tan importante, que una alma bien nacida le estaría eternamente
agradecida; ¡e incluso vosotros, si, todos vosotros, sois increíblemente
ingratos hacia aquella a la que debéis las sonrisas después de medianoche y los
demás paraísos nocturnos que yo no os niego!
Quedamos sorprendidos, le preguntamos y ella continúo con una lentitud casi
solemne:
–¡Escuchad! Hace un año, yo era exquisitamente bonita; tenía, como hoy un
destello de nácar entre la rosa de mi boca y la languideciente perversidad que
distingue de todos los ojos mis ojos tan cruelmente verdes; yo tenía y no
ocultaba los radiantes senos que han igualado mi gloria a la de Frinea de
Atenas, y a la de la señorita Léa-Léo, modelo en los Batignolles; pero a pesar
de esos dones naturales, de los que me sentía orgullosa, era indigna de merecer
la estima de las personas cuya opinión, en materia de amor, tiene un valor
realmente serio. ¿Por qué? ¡Porque dormía en la cama! Sí, era joven, bella,
blanca como las flores de lis, y dorada como el sol donde conviene, ¡pero dormía
en la cama! Apenas las últimas batistas caídas ante el legítimos entusiasmo de
aquél que me acompañaba, me deslizaba bajo las sábanas y un sueño irresistible
me cerraba los párpados envolviéndome completamente de una inmovilidad rígida,
opresora y anestesiante. Y aunque el mismo dios Eros, guerrero tumultuoso que
derriba las más inquebrantables fortalezas y que finalmente reemplaza a las
antiguas catapultas por inventos más modernos, hubiese disparado un cañón en mi
alcoba, yo no lo habría oído ni me hubiese sobresaltado, no. – ¡al igual que una
blanca rosa helada a la que el furioso viento no podría hacer temblar ni un solo
pétalo!
A esta confesión, todos aquellos y aquellas que cenaban se echaron hacia atrás
llenas de espanto, luego se acercaron llenas de piedad.
Lili Luce continuó:
–¡En vano trataba de vencer esa detestable fatalidad! En vano estaba convencida,
como todo el mundo, que una enamorada digna de ese nombre no puede dormirse en
su palco de los Bouffes, en su coche en el Bosque, sobre su reclinatorio en la
iglesia, pero que, nunca, bajo ningún concepto, en ningún caso, debe – sino dos
horas después del alba, – ¡dormirse en su cama! En vano hubiese querido ser
misericordiosa a los tiernos ruegos de aquellos que de decían de rodillas: «¡Oh!
¡esta noche permaneced despierta! » Todos mis esfuerzos y todas mis súplicas
quedaban sin efecto. Que el invencible hábito de dormirme me quedaba de los
tiempos en los que, cigarrera en Nancy, regresaba fatigada por las noches a mi
choza, es posible, no lo sé, ¡que importa! Lo cierto es que el sueño se apodera
de mi victoriosamente desde que me acuesto. Y no tengo necesidad de deciros la
desconsideración de la que era objeto a causa de eso. ¡No contaban para nada el
nácar de mi sonrisa entre mis labios de rosa, ni mis ojos perversos, ni mis
radiantes senos! Dormía en la cama, ¡dormía en la cama! ¡El sueño era el celoso
y inexorable tesorero de mis inútiles encantos! Estaba destinada a una vida sin
gloria.
Lili Luce se levantó.
–¡Pero conocí a Zo! – dijo con entusiasmo. Le revelé la deplorable incapacidad
que anulaba las gracias más preciosas y las más buenas intenciones con las que
fui dotada; incluso no vacilé en confesarle que las tentativas, para hacerse
abrir mis párpados, de las personas más metódicas o las más desenfrenadas, no
había hecho más que fallar. Ella sonrió, con un alzamiento de hombros, como
compadeciéndose de esas personas; y, tras haberse asegurado, sin ninguna
resitencia por mi parte, – ¡pues en la esperanza de la curación, yo estaba
decidida a todo! – que mi ahorro de misteriosos atractivos valía en efecto ser
disputado a la avaricia del sueño... ¿Pero para que añadir una sola palabra? Zo
es la más incomparable de las amigas, y el recuerdo de sus favores me sume en
excesos de devotare gratitud.
La bonita conferenciante se tranquilizó, volvió a tomar la copa donde espumeaba
todavía el champán.
–¡No! ¡no! ¡no te callarás ahora! – dijo Malva.
–¡Tenemos que saber – dijo Anatoline Meyer, – mediante que raro y útil servicio
Zo merece los elogios con los que tú proteges su nombre!
Lili Luce, tumbada en el sillón, entretenía la punta de su lengua rosada en el
burbujeo de la copa.
–¡Os bastea saber – murmuró con sorna – que la Bella durmiente de la cama se
despertó para siempre; en la alcoba jamás cierro los ojos, sino bajo labios que
besan mis párpados; e incluso agotada de las más tiernas tareas, bastaría el
nombre de Zo, proferido en un suspiro, o de su recuerdo, para ponerme alerta y
más despierta que una pelea de jilgueros que se picotean en las frescas espinas
bajo una clara mañana de abril.
raducción de
José M. Ramos
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