LA BELLA
TRAGONA
Durante su
última estancia en Varsovia, el pianista Golvinat recibió, de la princesa
Saratoff, una invitación a cenar. Se quedó un tanto perplejo. ¿Aceptaría,
rechazaría? Desde luego, robusto, y de formas colosales, dotado por la
naturaleza de un estómago difícilmente saciado, por lo común se sentía seguro de
sí mismo. Pero la princesa tenía fama de ser una tragaldabas desenfrenada. Era
una incomparable devoradora de las más pesadas vituallas; y nunca, hasta el
presente, había encontrado un invitado capaz de hacerle sombra. ¡Esa cena sería
un duelo! En el momento de medirse con tal adversaria, él vacilaba. Finalmente,
el deseo de la victoria fue superior al temor de la derrota; después de haberse
preparado para la lucha con dos días de una conveniente abstinencia, se rindió a
la invitación de la princesa, sin demasiada preocupación, decidido a realizar
esfuerzos supremos.
Ella esperaba, ya sentada, ante una mesa repleta de manjares y botellas.
Desde que la vio, él se tranquilizó completamente.
Joven como las gavanzas, más frágil que los temblorosos rosales, y tan pálida,
tal vez tísica, – Ophelia en realidad, – la princesa Saratoff debía estar
saciada desde el segundo servicio. Vamos, que se habían exagerado las cosas; él
triunfaría fácilmente.
La comida comenzó casi sin palabras.
¡Ophélie, sí, sino Gargamelle1 ! Todo, todo, los pescados, las
carnes, las piezas de caza, las legumbres y los densos patés también, ella los
probaba, ¡probaba de todo! Asombrado, él no se amilanó. No era el momento de las
vacilaciones. Había que vencer o morir. Se mostró extraordinario. Durante tres
horas, – sin cambiar de plato, ¡la princesa no le daba tregua! – él engullía
tantos víveres que bastarían para alimentar, todo un día, a la mitad de un
regimiento en campaña. Se interrumpió durante un minuto, pero viendo que ella
todavía comía, él siguió comiendo, furiosamente. Y las lonchas de salmón, las
lonchas de jamón, las lonchas de paté, los zancos de pollo, las alas de perdiz,
estaban en su boca como esas hojas muertas que un viento de tormenta reúne,
girando en torbellinos, en un agujero. Por fin se detuvo satisfecho de sí mismo;
y miró a la princesa, como un hombre seguro de su victoria.
Ella tenía la mirada llena de admiración enternecida; el se pavoneó; era cierto:
¡había ganado!
Pero entonces – mientras él respiraba, hinchado, enorme, sin poder más, – ella
se levantó, abrió una puerta, indico con el dedo a su huésped otra habitación,
donde había otra mesa completamente cubierta de una abundancia de vituallas,
luego, arrastrando hacia el mantel blanco como las sábanas de una alcoba, al
espantado invitado, dijo: «¡Y ahora, cenemos!» dijo ella sonriendo.
Traducción de
José M. Ramos
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