LOS BESOS DE ORO I Ella cantaba canciones que le habían enseñado los pájaros, pero las cantaba mejor que los propios pájaros; él tocaba el tamborín vasco y bailaba como un danzarín del país de Bohemia, pero jamás cíngaro alguno paseó la uña tan levemente sobre la tensa piel donde losas de cobre tintinean; y ambos marchaban por los caminos con su música. ¿Quiénes eran? Esta pregunta los hubiese puesto en un compromiso. Lo único que recordaban era que nunca habían dormido en una cama ni comido en una mesa; las personas que viven en casas o cenan ante manteles no eran de su familia; incluso no tenían familia del todo. Siendo pequeños, tan pequeños que apenas hablaban, se habían encontrado sobre un camino, ella saliendo de un arbusto, él de una cuneta, –¿qué despreciables madres los habían abandonado?– y a continuación se habían tomado de la mano, riendo. Llovía un poco ese día; pero, a lo lejos, bajo un claro, la costa estaba dorada; habían caminado hacia el sol; luego, no tuvieron ya otro itinerario que dejarse ir hacia donde hiciese buen tiempo. Desde luego habrían muerto de sed y hambre si unos arroyos no discurriesen entre los berros y si las caritativas mujeres de los pueblos no les hubiesen arrojado de vez en cuando algún mendrugo de pan demasiado duro para las gallinas. Era muy triste ver a esos niños vagabundos tan delgados y pálidos. Pero una mañana, –ya mayorcitos, – quedaron muy sorprendidos al despertarse en la hierba al pie de un árbol, viendo que habían dormido boca con boca; consideraron que era bueno tener los labios unidos y continuaron, con los ojos abiertos, el beso de su sueño. Desde entonces no tuvieron que preocuparse más de su miseria; les resultaba indiferente ser pobres puesto que eran felices; no hay miseria tan cruel como dulce es el amor. Apenas vestidos con algunos harapos, por donde les quemaba el sol y los mojaba la lluvia, no envidiaban en absoluto a las personas que llevan en el verano frescas telas y en el invierno abrigos forrados; los vestidos, incluso agujereados no tienen nada de malo cuando bajo ellos se agrada a quién se ama; y más de una gran señora cambiaría su más hermoso vestido por la piel de una bonita pordiosera. Yendo todo el día de villorrio en villorrio, se detenían en las plazas, antes las casas ricas cuyas ventanas se abrían a veces, ante los albergues donde los aldeanos bebían y comían de buen humor; ella cantaba sus canciones, él había sonar su tamborín vasco; si se les daba algún centavo, – como ocurría en más de una ocasión, pues se les encontraba agradables de ver y escuchar, – quedaban muy contentos; pero no se apenaban demasiado si no obtenían nada. Estaban acostumbrados a acostarse en ayunas. No es un gran negocio tener el estómago vacío cuando se tiene el corazón pletórico; pero los muertos de hambre no tienen de que quejarse cuando el amor les ofrece el divino regalo de los besos durante la noche, bajo las estrellas. II Sin embargo,
una vez se sintieron espantosamente tristes. Ocurrió durante una temporada en
que soplaba un frío cierzo, y, no habiendo recibido desde hacía tres días
ninguna limosna, ateridos, no encontrando fuerzas para sostener al otro, se
habían refugiado en una granja abierta a todos los vientos. Consideraban bueno
abrazarse, estrecharse tan ardientemente como fuese posible, temblando hasta dar
pena; incluso besándose, sus bocas recordaban que no habían comido. ¡Ah! pobres.
Y con la desesperación de hoy tenían la preocupación del mañana. ¿Qué harían,
qué sería de ellos si las personas caritativas no los socorrían enseguida? ¡Qué
pena! tan jóvenes, ¿deberían morir abandonados por todos sobre un montón de
piedras del camino, menos duras que el corazón de los hombres? III Pasado algún
tiempo ya no era un secreto a voces en el mundo que un duque y una duquesa que
vivían en un palacio tan grande como una ciudad, deslumbrante como un cielo de
estrellas: pues las paredes, construidas con los mármoles más raros, tenían
incrustaciones de piedras preciosas. El esplendor del exterior no era nada
comparado con lo que se veía dentro. No se acabaría nunca si se intentase
inventariar todos los muebles preciosos, todas las estatuas de oro que decoraban
las salas, todos las lámparas de piedras preciosas que brillaban bajo los
techos. Los ojos quedaban cegados mirando tantas maravillas. Y los dueños del
palacio daban festines que se juzgaban incomparables. Mesas tan largas como para
que un pueblo entero pudiese tomar sitio en ellas, estaban cargadas de las
viandas más delicadas y los vinos más famosos; los escuderos trinchaban los
faisanes de Tartaria en platos de oro y los criados servían el vino de Canarias
en copas hechas de una sola piedra fina. Si algún pobre diablo, – no habiendo
comido desde el día anterior – hubiese entrado de golpe en el comedor, se habría
vuelto loco de asombro y alegría! Los invitados no dejaban de admirar y alabar
de todos los modos posibles a los anfitriones que los trataban tan regiamente.
Lo que no contribuía un poco a poner a las gentes de buen humor, era que el
duque y la duquesa, desde que abrían sus bocas para comer o hablar, dejaban caer
piezas de oro que sirvientes recogían en cestas y distribuían, después de los
postres, a todos los presentes. Traducción de José M. Ramos |