LA BODA DE
LAS LUCIÉRNAGAS
Cuando
regresaba de la feria, en un rayo de luna vi a un niño que dormía de pie contra
un árbol del camino, al lado de una catedral de escayola, de angostos vitrales
rojos, mucho más pequeña que él. ¿Quién compra esas repugnantes miniaturas de
basílicas, cuadradas, bajas, de donde emerge un largo campanario adornado e
iluminado con un extremo de vela posada sobre el altar? Compadecí al pobre
pequeño feriante que había debido intentar vender su iglesia toda la tarde y no
habiendo encontrado comprador, dormía allí su siesta, soñando tal vez con la
paliza que le esperaba al llegar a su casa. Harapiento y lleno de polvo, bruñido
como un joven napolitano bajo la suciedad de su pelambrera, era sucio y guapo.
Lo desperté, le di algunas monedas, y, para no mortificarlo con una limosna,
acepté la catedral de escayola. Me molestaba en grado sumo bajo el brazo. Caminé
rápido, teniendo prisa por desembarazarme de ella; la arrojaría en algún camino
del parque, donde serviría de espantajo a los gorriones que vienen a picotear
las cerezas. Debía parecer uno de esos personajes llevando consigo, en las
devotas pinturas, la reproducción minúscula de la capilla que han dedicado a San
Timoleon o a san Ildevert, en expiación por sus pecados.
Sonando las doce, todavía no era capaz de dormir, tumbado sobre mi cama, con los
ojos a medio cerrar. Era un insomnio sin fiebre, vago y delicioso, que
refrescaba la noche de luna entrando por la gran ventana abierta y dejando, muy
cerca de mi, en al camino del jardín, sobre los macizos de flores abiertas y
sobre el césped de los arriates, el hechizo de su pálida magia. Sin pensamientos
pero no sin gozo, no sintiéndome vivir, extasiado sin embargo de vivir, yo era,
más que un hombre, como una cosa feliz, realizada. Y el gran silencio, la
inmensa calma dispersa, hecha de lejanías solitarias, de nidos dormidos y de
hojas inmóviles en el aire sin brisa, estaba hecha también de los latidos casi
detenidos de mi corazón y de la dispersión en una paz sin sueño de todos mis
deseos muertos.
Un pequeño ruido me sobresaltó.
Parecía el choque apenas sensible de un objeto muy ligero contra una superficie
poco resistente; y eso sonaba siguiendo un ritmo, a intervalos iguales,
despertando la idea de una campana infinitamente lejana, oída a través de los
cúmulos de nubes.
El ruido no cesaba, importunándome en mi quietud, tan suave, tan imperceptible
como era.
Me levanté, me acerqué a la ventana que es tan baja que la más alta rosa de un
rosal de Bengala sobrepasaba el borde en la que ésta se encontraba medio
deshojada.
¡Llevé una gran sorpresa!
La catedral que al regresar había depositado cerca de la puerta en un estrecho
paseo, – con aspecto de una iglesia en efecto, al final de una avenida, – la
catedral, donde el extremo de la vela se había apagado hacía tiempo ya, brillaba
con un incendio interior por todos sus pequeños vitrales rojos, y como yo me
inclinaba atraído por el ruido más cercano, pude observar que una enredadera de
campanillas coronaba la punta del campanario con una de sus flores temblorosas
donde una abeja de aquí para allá hacía el oficio de campanero. ¿Qué estaba
ocurriendo en mi jardín, bajo la mágica luna? Salí al jardín a través de la
ventana, silenciosamente, y me arrodillé en la sombra de una acacia.
Precisamente en el muro de la pequeña basílica, detrás del coro, había una
grieta por donde pude echar una ojeada: más de cien luciérnagas, semejantes a
calcedonias iluminadas, se colgaban a modo de candelabros en el fuste de las
columnitas, proyectando luz en los areostilos o haciendo de de cirios ante el
altar mayor; y, en la punta del campanario, la abeja tañía siembre la flor de la
enredadera, llamando a los fieles a alguna ceremonia.
La multitud no tardó en llegar, innumerable, procesional. Allí había grillos
venidos de la hierba y saltamontes venidos de los trigales; lo pulgones habían
abandonado las rosas y los zapateros los lis de agua; elegantes escarabajos, con
aspecto de chismorrear juntos, abrían y cerraban el abanico de sus alas; una
mariquita, para no mezclarse con el populacho, se había posado sobre el ala de
una libélula; sacristanes vestidos de blanco, unas mantis religiosas,
predicadoras y oratorias hacían cortejo a una cochinilla vestida de púrpura
cardenalicio; y sin embargo, se producía, sin demasiado tumulto, con la
compunción debida en un lugar sagrado, una confusión de alas vibrando y patas
mezcladas, donde, entre la negrura de las hormigas en frac, atareadas y dignas,
brillaba aquí y allá el zafiro de las altezas y la esmeralda de las cantáridas.
Cuando todos los feligreses se hubieron ubicado, a derecha y a izquierda
metódicamente, un moscón, con un golpe de ala, saltó sobre el balcón del órgano,
y una música solemne, religiosa, sin embargo alegre, llenó la basílica
completamente iluminada de luciérnagas. La ceremonia iba a comenzar. Vi
dirigirse hacia el coro a dos animalillos del buen Dios, uno con aire
victorioso, y batiendo las alas, el otro no se atrevía a avanzar, tímido; supuse
que se trataba de una boda; y no me fue permitido dudar cuando un magnífico
escarabajo con casulla de oro verde, al que asistían otros dos escarabajos con
rosario, ofició ante al altar mayor, girándose alguna vez en un gesto
bendiciendo a las dos cochinillas.
Mirando por la grieta no perdí ningún detalle de la augusta ceremonia. pero
llevé más allá mi curiosidad. Cuando la muchedumbre, habiendo acabado todo,
comenzó a dispersarse, y las brillantes luces se fueron apagando una a una, me
volví sin ruido, casi sin gestos, observando sobre la arena de la clara avenida
a los dos esposos que se apartaban de la multitud y del tumulto. ¿A dónde iban?
Levantarían el vuelo para su luna de miel hacia alguna lejana flor nupcial, bajo
un azur más cálido, bajo más ardientes estrellas? ¿o bien se conformarían con la
primera corola encontrada, abierta a propósito bajo la discreta cortina de una
hoja? «¡No importa a dónde os lleve el deseo y qué los primeros matorrales
rápidamente floridos os sean clementes, dulces recién casados! ¡qué tengáis
mucha alegría en las pocas horas de vuestra única primavera! ¡qué nunca el zueco
de un aldeano, ni la zapatilla de una mujer que sueña bajo las ramas, os
espante, mientras voláis tan cerca el uno del otro sobre los fresales o los
musgos! ¡qué siempre esté perfumado a vuestro gusto la perla de rocío donde
beberéis juntos; que el cáliz preferido no os niegue nunca una olorosa comida!;
y si debéis servir de juguete a la cruel infancia, ¡qué al menos sea la misma
pequeña mano que os tome, a fin de que podáis sufrir y morir juntos!» Mientras
yo hacía esos votos por su felicidad, los dos animalillos del buen Dios no
habían levantado el vuelo; trepaban a lo largo del rosal de Bengala cuya más
alta rosa sobrepasaba el borde de mi ventana, y los vi desaparecer en la flor
medio deshojada, que cerró sobre ellos suavemente lo que le quedaba de pétalos.
Ni por un instante tuve la idea de entrar en mi casa por la ventana, del mismo
modo que había salido, – una agitación de hojas habría turbado, en su primera
intimidad, a los radiantes esposos, – y ya iba a alejarme hacia la puerta,
cuando observé sobre el alféizar de piedra a otra cochinilla que no había visto
antes, que también sin duda, había seguido a los recién casados. ¿Qué hacía
allí? ¿por qué estaba allí? ¿Era una pariente de la esposa?, o, –¿quien sabe?
–¿algún rival del esposo? Hay pocos hombres que no hayan sufrido bajo las
ventanas de una habitación nupcial; y, entre los insectos, tal vez como entre
nosotros, la felicidad de unos se debe a la desgracia de otros. La pobre
bestezuela permanecía inmóvil, orientada hacia el rosal. La toqué con la punta
del dedo, ligeramente. No se movió. Creo que estaba muerta.
Traducción de
José M. Ramos
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