LA BOLSA DE CARAMELOS

 

LAS FRESAS FONDANT

 

I

 

LA PRIMAVERA EN SU CASA

 

–Junio ilumina el cristal de su sonrisa de oro, y, antes, sobre el balcón, una avispa libaba en la campanilla de las amarilis. ¡Ponte, sin corsé, el vestido que se desabrocha tan rápido y el bonito sombrero de paja y de muguetes que tiene ese aspecto arrugado y loco de un gorro recogido al otro lado de los molinos! Pues es el tiempo y la hora, querida, de irse a los bosques.

–Nuestra habitación – dijo ella, - dónde recuerdos de besos circulan entre las cortinas de seda pompadour, también está perfumada y florida como el bosque de Meudon o de Ville-d’Avay.

–Sí. Pero es más lejos, más allá de las claridades, bajo la frondosidad que se ensancha, tras las retiradas misteriosas en las que el sueño, después del abrazo, es tan dulce sobre el musgo.

–El misterio de la alcoba, con su cálida ensoñación, no es menos propicio al reposo bien ganado.

–Sí. Pero la urraca de cabeza negra mezcla su ligero trino con el roce de las hojas soleadas.

–Mi voz, en la sombra de oro de mis cabellos, murmura tan deliciosamente como las locas urracas.

–Sí. Pero las eglantinas apenas abiertas son como ramos de jóvenes sonrisas a la vuelta de los senderos.

–A mi boca, que, incluso abierta, parece medio cerrada, pues es más pequeña que la rosa de los bosques, le gusta sonreír bajo tus besos.

–Sí. Pero, aquí, no veré la rama de los pinos henchirse en montones de nieve aromática, inclinándose hacia los surcos.

–La nieve de mis senos es más redonda y más fragante que las matas de los abetos.

–Sí. Pero, aquí, no puedo coger la bonita fresa madura, toda encantadora, furtiva, y húmeda de rocío, que muestra apenas su fina punta rosa bajo el enmarañamiento del celoso fresal.

–¡Ah!–dijo ella enrojeciendo un poco, es que no sabes buscar.

 

II

 

LAS PIERNAS DECENTES

 

Era en el despacho de ese director teatral que ha hecho representar tantas obras fantásticas y que finalmente no encuentra más piezas que estrenar, y que, un día, como alguien le reprochase –¡oh, el quimérico reproche!– no montar obras en verso, respondió golpeando dos veces sobre el maillot de su más gorda actriz: «¿Me dices pues, que eso no rima, esas dos caderas?»

Apenas introducida en el despacho, la señora Bertillot – ¡irreprochable entre las esposas burgueses! llevando el sentimiento de sus deberes hasta la adoración de un quincuagenario ventrudo y calvo y hasta la confitura de membrillo, orgullo de las comidas familiares, – exclamó con voz suplicante:

–¡Señor, la felicidad de mi vida está en sus manos!

–¿Hein?– exclamó el director.

–¡Mi marido tiene un defecto, señor! Habla en sueños. Y bien, toda la pasada noche, –¡ah! ¡por qué habría tenido la curiosidad de conocer la opereta mágica que se representa en su teatro! – toda la noche pasada, en las agitaciones de un sueño culpable, no ha dejado de pensar en la Señorita Constance Chaput, – sí, en esa gordita que representa, en el tercer cuadro, el rol de la Reina del Carnaval, y que se aprovecha de un vestido de baile de disfraces para no ocultar más que su rostro. ¡En qué términos se dirigía a ella! Siento que me suben los colores con tan solo acordarme de ello. Usted no exigirá que yo se las repita, y le bastará saber que el Sr. Bertillot, – cuyas costumbres, señor, siempre habían sido hasta ese día de una austeridad ejamplar – está, por desgracia, totalmente enloquecido por las piernas de esa señorita.

–¡Eh! ¡eh! ella no está mal constituida, en efecto, la gordita Constance.

–Ella no es la única, – dijo la esposa irreprochable dejándose ver a medias dos peonias sonrosadas bajo su velo.

–¡No lo dudo, señora!– respondió el director, galantemente. Pero todavía no veo…

–¿Lo que puede usted hacer por mí? Todo. Y añadió, con aspecto de arrojarse por la ventana:

–¡Déjeme representar, esta noche, el rol de Constance Chaput!

–¿Usted quiere, usted, señora?...

–¡Lo quiero! Y nada es menos imposible, puesto que la Reina del Carnaval, que no tiene ni una palara que pronunciar, se limita a mantenerse de pie sobre el escenario bebiendo champán, y puesto que en todos los actos nunca quita su máscara.

–Pero, que el diablo me lleve si comprendo…

–¿Mi intención? Escúcheme. Esta noche el Sr. Bertillot vendrá desde luego al teatro, solo, para volver a ver las piernas de la señorita Chaput, y, esta noche, en sus sueños, el hablará aún de esas piernas! Entonces yo lo despertaré, y le diré: «No era ella, era yo!» Y entonces tendrá que reconocer la estupidez de los hombres a los que se les va la cabeza a causa de las telas de todos los colores, de la luz eléctrica, y que no prestan atención a las piernas más que por el maillot.

–¡Una buena broma! –dijo el director riendo con grandes carcajadas, y a fe mía…

–¿Consiente usted?

–Para serle agradable, señora.

Tal fue el concurso de circunstancias, gracias a las cuales la señora Bertillot, – ¡la más irreprochable de las burguesas! – bebió champán, de pie sobre un escenario, con un pie en el aire, y en un envoltorio de oropeles, en medio de los ¡olé¡ ¡olé!, de una multitud carnavalesca, mostró a mil quinientas personas unas piernas que su propio espejo jamás había visto, pues, todas las noches, retirando sus medias, ella tenía la decente costumbre de mantener su camisa púdicamente bajada.

Cayó el telón, se volvió a vestir aprisa, se introdujo en un coche, fue de regreso, antes de su marido, al domicilio conyugal. ¡Oh, cómo iba a triunfar, dentro de un rato! ¡Cómo se burlaría de él! Seguramente, sería una excelente lección; y él no se atrevería a decirle más cuando fuesen al teatro juntos: «¡Pásame los anteojos, querida!»

El Sr.. Bertillot regresó por fin; antes que ella hubiese dicho una palabra, el se arrojó a las rodillas de su mujer.

–¿Qué ocurre pues? – preguntó ella.

–Hay algo, – dijo él con la cabeza baza, y tono de arrepentimiento – de lo que soy culpable e imploro tu perdón. He tenido malos pensamientos, mi querida, a causa de una figurante, tú sabes, en el teatro mágico. Pero te juro que eso no volverá a ocurrir más.

–¡Ah! ¿bah? – dijo ella, asombrada.

–¡Nunca jamás! Tenía que estar loco. Tal vez fuese el chambertin que hemos bebido en la cena. Pero, – añadió con aire piadoso, – la he vuelvo a ver, esta noche, ¡y si supieses las piernas que tiene!....

 

III

 

LA RELIQUIA

 

 

 

 –¡Señora, es el alguacil!

–¡Eh! ¡qué entre! – dijo Colette Hoguet, y saltando de la cama, se envolvió en un camisón de seda color carne.

–¡Adelante, adelante, caballeros!

Luego, mientras el alguacil, caminando por la habitación, dictaba a uno de sus ayudantes las frases acostumbras, ella se dejó caer en su sillón, cruzó las piernas, tomó un cigarrillo, lo encendió y, con la cabeza inclinada sobre el dosel, con todos su cabellos pelirrojos deshechos, reía con una sonrisilla silenciosa, lanzando de cuando en vez algunas bocanadas de humo, en aros, muy divertidas, que parecían burlarse ellas también.

No, eso no le hacía gracia realmente. Los bibelots exquisitos de la chimenea y la estantería de madera de las islas, quimeras japonesas, pastoras, abanicos, quemadores de perfumes, podían tomar todo, no le parecía mal. ¡Que diantres, se compraría otros! Y los cuadros también, las cortinas, las alfombras, – que habían costado tan caras sin embargo, mas de veinte mil francos en una sola habitación, – ella veía como todo se iba sin pena. ¡Escribid, verbalizad, coged, vended! ¡A  vuestra disposición! Era una ocasión de renovar su mobiliario. Y las bocanadas de humo siempre tenían aire de burlarse en el aire.

Pero se volvió seria y un poco pálida, de repente, en el momento en el que el alguacil dictaba:

Item, una chaise longue, en bastante mal estado.

–¡Oh! señor, – dijo ella levantándose, ¿está obligado a tomar esto también? Hay tantas cosas en el apartamento.

Ella había adelantado el brazo y ponía la mano sobre el mueble, como para defenderlo; en sus ojos, tan alegres antes, había una tristeza húmeda que tal vez iba a convertirse en lágrima.

–¿Cómo? – dio el alguacil, –¿usted se aferra a esta chaise longue? Es curioso, no es bonita sin embargo, y no vale gran cosa. Fijes, incluso está rota.

–Precisamente, – dijo Colette Hoguet; y, en sus ojos ahora había una pequeña lágrima.

 

CATULLE MENDÈS

Publicado en Gil Blas 15 de junio de 1883

Traducción de José M. Ramos González. Octubre 2013

En exclusiva para http://www.iesxunqueira1.com/mendes