BORRACHERA

Coelia y yo llegamos a la orilla de un verde río, de donde subían frescores, y estaba completamente salpicado de sauces que se inclinaban desde el borde. A nuestro alrededor teníamos la soledad soleada del mediodía en el campo.
–¡Oh! ¡que dulce sería nadar en esta agua diáfana y sin embargo misteriosa! – dijo Coelia.
Ella ya había colgado en un árbol su chal de paja donde florecen unas peonías; comenzaba a desabrocharse la parte superior de su blusa. Pues tiene la costumbre de no dejar nunca ningún intervalo entre la expresión y la ejecución de su deseo.
Yo exclamé acosado por los celos:
–No, no os bañaréis a pleno día tan cerca de un camino donde pueden pasar personas; e incluso aunque no pase nadie, ¿acaso pensáis que yo os permitiría revelar al día que brilla, al viento que pasa, los adorables tesoros donde solo yo tengo el derecho de adorar la realización de mis pensamientos?
Pero Coelia se alzó de hombros, – unos hombros pálidos, ya al desnudo, – y continuó desvistiéndose, sin decir ni una palabra; porque ella sabe bien que el silencio es suficiente para responder a todas las objeciones; y hace mucho tiempo que me he resignado a ser de su misma opinión, en cualquier ocasión.
Así pues, a orillas del fresco río salpicado de sauces, ella estuvo desnuda; ante mis ojos extasiados, yo tenía – todas las batistas caídas en un níveo amontonamiento, bajo sus pies blancos que las pisoteaban,– el milagro de su esbeltez desnuda, fina como un abedul, y tan femenina en su alargamiento. Levantaba sus brazos hacia el agua en un bostezo de deseo.–sus brazos bajo los cuales se enredaba en cortos rizos un nido de suaves fragancias. Luego, deslizándose sobre el terciopelo de la hierba, se insinuó en la envolvente caricia del agua; y el río, sobre el que ella nadaba, discurría. ¡Ah! ese cuerpo en la transparencia de la onda, esa blancura apenas rosada en la húmeda fluidez de la ola, ¡si alguien hubiese aparecido! ¡si alguien la hubiese visto! me invadió la rabia, rabia que crecía con los encantos vistos. Finalmente salió del agua, semejante a una estatua de ninfa adolescente, a una estatua sobre la que ha llovido, y, cuando la hube secado con hierbas y hojas, con flores también, ella se vistió muy aprisa. Regresamos al camino; ella tenía, apoyándose en mi brazo un poco cansada, ese aire delicado y apacible, un poco orgulloso, que sabe darse en el Bosque o en su coche con un cojín bajo los pies y un cojín bajo los hombros. Pero yo, yo estaba mucho menos tranquilo; caminaba con dificultad, titubeando.
–¿Que os ocurre? – me preguntó – Se diría que estáis borracho. ¿Borracho? ¿Por qué? En el albergue donde almorzamos apenas habéis bebido dos vasitos de vino suave; y recuerdo que, en nuestras locuras nocturnas, sois capaz de vaciar sin alteraros, tres o cuatro botellas del borgoña más peleón.
–No estoy borracho!– dije.
–¡Claro que sí! – dijo ella.– Apenas podéis manteneros derecho; yo tengo precisamente todo el aspecto, en este gran camino, de una persona que daría el brazo a un borracho.
Es cierto que mi marcha era muy inestable; hubiese sido absurdo negar la embriaguez que ella me reprochaba; de modo que me vi obligado a confesar.
–Si, estoy achispado, – le dije.
–¡Eh! ¿por qué?
Yo todavía dudada aún, por fin dije:
–¡Porque antes, mientras abrochabais vuestra blusa, he bebido en el hueco de mi mano un poco del agua donde os habíais bañado!

Traducción de José M. Ramos
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