LA BUENA ESPOSA
Una vez,
estando a sus rodillas, me dijo:
– Muy a mi pesar os amo.
–¡Magnífico!–exclamé yo.
Y ya, colmado de orgullo por el triunfo, me disponía para las supremas audacias,
– el lugar, el saloncito, la postura, el arrodillamiento, en definitiva
ofreciendo facilidades, – cuando la muy cruel abrochó su blusa como durante un
asedio se aprovecha la hora en la que el enemigo reúne sus fuerzas, para volver
a defender una fortaleza apenas desmantelada; y me dijo cruzando enérgicamente
las piernas:
–¡No! ¡no esperéis nada! A pesar de la ternura que mi débil corazón siente hacia
vos; a pesar del muy probable placer que debería al roce, al principio ligero,
de vuestro moreno y abundante bigote con el insensible bozo rubio,– tan sensible
sin embargo– que adorna la parte superior de mi labio, ¡no obtendréis de mí
ningún favor realmente decisivo!...
–¡Oh!– exclamé.
–A menos... –continuó ella.
–¿A menos qué? ¡Hablad!
Ella dudaba, pero acabó, estrechando cada vez más las piernas bajo la tela
extendida donde se apreciaba la gruesa línea de la cadera, donde se precisaba la
forma nítida de la rodilla:
– A menos que me digáis francamente, con toda sinceridad, ¡qué pensáis de mi
marido!
Habría podido hacerle observar que había algo de insólito, incluso de fuera de
lugar, en evocar en semejante momento la idea del insoportable imbécil con el
que ella había consentido compartir alegrías y desgracias. Pero el estado,
realmente lastimero, en el que me había sumido el medio éxito de las primeras
temeridades, no me permitía esa lucidez de inteligencia que se regocija en las
escaramuzas de la discusión; y gemí desesperadamente:
–¡Voy a deciros lo que pienso de vuestro marido!
–¡Bien, escucho!
Iba a dar mi opinión sobre ese botarate, ¡se lo iba a decir! Que era viejo,
calvo, feo, bruto, igual a todo lo que es detestable y burlesco, ¡eso iba a
proclamar!
Pero hay instantes, – demasiado raros, – en los que uno se las tiene que
ingeniar.
¡Fue uno de ellos!
–Señora –exclamé– vuestro marido es uno de los hombres más encantadores que sea
posible imaginar.
–¡Muy bien! ¡muy bien!–dijo con entusiasmo.
–¡Los que creen que tiene sesenta años se equivocan!
–¡Sí, sí, se equivocan!
–¡Incluso tiene cabello!
–¡Desde luego, muy poco, pero lo tiene!
–Por otra parte, pese a no ser tan joven como Hylas, la delicadeza y armonía de
sus rasgos son una llamada de atención para todas las mujeres con buen gusto.
–¡Sí, sí, desde luego!
–Además, sus talentos son completamente extraordinarios. ¡Si fuese diputado,
sería elocuente! ¡Si fuese ingeniero, sería sabio! ¡si fuese poeta, sería
sublime!
–Añadid que cometo un gran error al no adorarlo con una incomparable pasión, que
él es completamente superior a los jóvenes que me turban con sus homenajes,
¡superior a todos! ¡incluso a vos!
–¡Incluso a mí! – dije.
Ella me saltó al cuello, luego cayó muy rápido completamente entregada, – tan
mal abrochaban los corchetes,– sobre el diván donde el estricto cruce de las
piernas, en el azar de la caída, habría sido completamente imposible de
mantener; y dijo:
– ¡Ah! ¡qué bien me sienta hablaros de esto! Pues nunca habría podido tener un
amor sin remordimientos por un hombre que no hubiese tenido por mi marido tanto
respeto y estima como yo misma tengo, y al fin y al cabo...
Yo le besaba los labios.
–... Y al fin y al cabo, ¡nosotros se lo debemos! – dijo ella para finalizar.
Traducción de
José M. Ramos
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