LA BUENA EXCUSA

¡Que las bellas jóvenes, lectoras de estas líneas tan serias, no se ofusquen de entrada contra la aparente impertinencia de las palabras que voy a escribir! Pero, como el tiempo de pasar una borla sobre una mejilla desmaquillada, que se dignen a concederme una benévola atención; pues, bien lejos de querer, lo juro, ofender aquí su natural pudor, tengo por único objetivo – a pesar de aparentar lo contrario – proporcionar una muy válida justificación a algunas infracciones en las que ellas ponen en tela de juicio tan frecuentemente, tan involuntariamente también, la perfecta virtud, que es, como se sabe, su misma esencia. Sin duda no podré negarlo: las más ingeniosas señoritas y las más decentes damas se comportan en repetidas ocasiones, éstas, como si no fuesen decentes del todo, y aquellas, como las menos ingenuas del mundo; por no precisar más que un caso, la experiencia demuestra que las celosas faldas, – quiero decir con faldas, los faldones de seda blanca o de blanca muselina, y las camisas de gasa, más diáfanas que el aire, y los pantalones, más transparentes todavía, – mantienen mucho menos sólidamente los diversos encantos que ellas tapan, que la túnica de Nessus sobre los hombros de Heracles ( al respecto, algunos insinuaron que si Deianeira no usó ella misma esa túnica, fue tal vez por que no se la podía quitar) y está fuera de toda duda que, desde el mes de junio, se ven, entre las ramas, dispersarse con las brumas matinales, muchas ligeras ropas interiores femeninas mal sujetas por complacientes resistencias; de igual modo que en cualquier estación se pueden contemplar, en la penumbra de los salones o de las mejores alcobas, tantas pálidas telas caídas que renunciaron a ser obstáculos. Sí, eso es cierto, las jóvenes mujeres – las maduras también, por desgracia – parecen tener, incluso a las horas en las que no se duermen, una extraña propensión a desnudarse por amantes solícitos; se diría, en verdad, que ¡no se visten más que para desvestirse! y, una vez dicho esto, las personas malintencionadas o poco al corriente de las situaciones no dejan de extraer consecuencia odiosas para la fama de las más irreprochables personas; hasta se llega a suponer que, si ellas dejan caer o echar a volar, demasiado aprisa las íntimas prendas, es porque experimentan algún placer en ser abrazadas desnudas por brazos apasionados. ¡Oh! ¿Por quién las toma usted? Para nosotros, los hombres, seres groseros, ¡es bueno frecuentar el tacto estremecedor de la carne bajo la carne!, pero ellas están muy alejadas de sucumbir a tales deseos; y si, a veces, se muestran tan desprovistas de modesta envoltura como un lis sin hojas o una tórtola sin plumas, es que, victimas de una ley fatal, no pueden actuar de otro modo. ¿Qué ley? ¿e impuesta por quién? Yo se lo diré para restablecer el honor de tantas jóvenes mujeres injustamente sospechosas de lujuriosas condescendencias.

En tiempos muy remotos, la nieve no caía solamente durante los fríos días de invierno. Cuando era primavera, o verano, o otoño, se extendía sobre las cumbres, los busques, los jardines e incluso bajo el ardiente sol no se fundía, confundida con las con las cidronelas de los senderos y con los jazmines de los parterres. Radiantes de tanta nieve y de tan níveos cálices, que eran para ellas como espejos, las palomas volaban sobre este candor gemelo, y del mismo modo que la nieve no se fundía, las blancas flores nunca cesaban de florecer, ni de planear los blancos pájaros. De modo que por todas partes, para desprecio de ojos y dedos, había por doquier una exquisita blancura: se tomaba por una ala una tela ondeante; quien pensaba recoger flores de lis, hacia un ramo de copos. ¡Pensad que bonita era la tierra en esa época y cuantos amantes poetas hubiesen estado felices de encontrar sobre todas las planicies, en todas las ramas, la semejanza de la frente de sus enamoradas! Parecía que el pudor de las primeras Evas se hubiese desplegado por todo el mundo; donde se ponían los labios, se besaba la albina luminiscencia de un seno virgen. Pero el hombre se cansa de los más encantadores espectáculos, de las más adorables delicias. Muy pronto, los que vivían en esa antigua época, dejaron de experimentar placer en el pálido esplendor siempre igual a sí mismo; por la visión de una sola gavanza un poco rosada, habrían dado toda la nieve, todas las flores de lis, todas las palomas, y decidieron dar a conocer su tedio y plantear sus quejas a Aquel que había establecido y que mantenía la universal blancura. Ahora bien, en esos lejanos días, tan cercanos a la primera hora, el Señor Dios, al que aún no habían importunado tantos obsesivos ruegos y votos hipócritas, se sentía muy inclinado a atender las súplicas; acogió con gesto animoso la embajada humana, y, porque sabe todas las cosas, se percató, desde las primeras palabras, de lo que se trataba.
– Si os entiendo bien, – dijo – ¿queréis que la nieve se funda apenas caiga?
–Sí, Señor, a fin de ver la hierba verde de los campos.
–¿Y que los jazmines, los lis, las cidronelas, apenas florecidas, se marchiten?
–Sí, Señor, a fin de recoger, en su lugar, malvas, botones de oro y amapolas.
–¿Y que las palomas, apenas posadas, levanten el vuelo?
–Sí, Señor, a fin de admirar, en su lugar, arrendajos, abubillas, pájaros del paraíso.
– Pues bien – dijo la divina Complacencia– será como deseáis; volved a la esfera que yo os he dado: a partir de ahora las blancuras no permanecerán más que un instante allí donde tenían por costumbre permanecer siempre.
Lo que un Dios promete se cumple sin demora. ¡La superficie terrestre apareció salpicada de todos los colores a los encantados ojos de los hombres! Si nevaba, los copos rápidamente desvanecidos se dejaban calentar al sol esmeralda; si unos lis se abrían, o lo hacían unos jazmines, enseguida se marchitaban, siendo sustituidos por amapolas o sangrantes rosas; cuando aquí o allá se posaba una paloma, huía tras dos aleteos ante el brillante vuelo de mil pájaros con alas de pedrerías. Naturalmente, fueron sobre todo las jóvenes mujeres las que más se extasiaron con tantas brillantes diversidades. Pero no tardaron en percatarse de que esos cambios no se producían sin algún perjuicio para la honrada fama que, ya, en esos tempos antiguos, habían sabido adquirir; pues el Señor Dios, de quien el universal pensamiento no sabría inquietarse por detalles nimios, había dicho:
– Las blancuras no permanecerán más que un instante...
Y hete aquí que, apenas abrochadas, desaparecían, – como los copos, y las blancas flores, y las blancas alas, – las faldas de seda blanca o de blanca muselina y las camisas de gasa más diáfanas que el aire y los pantalones más transparentes todavía.

Supondría pues una flagrante injusticia hacer a las damas y a las señoritas responsables de la precipitación a veces extraña con la que, por el rapto de nuestros ojos y el éxtasis de nuestros labios, dispersan sus más intimas vestimentas. Merecen compasión en lugar de censura. Les cuesta no tener esos velos y les gustaría tenerlos herméticamente cerrados, pero ¡que le vamos a hacer!, hay que obedecer una ley de la Providencia. ¡Oh! con que dolorosa resignación se desnudan, porque un Dios lo ha querido; y es su turbadora desesperación pensar que tal necesidad, – que tan penosa les resulta – se perpetué tanto como que la nieve se funda apenas caída, y que apenas abiertos se marchiten los lis, y que las palomas, apenas posadas, levanten el vuelo.

Traducción de José M. Ramos
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