UNA BUENA JORNADA

Es ese frágil rayo de sol en el cristal lo que me produce la añoranza del exilio lejos de las ciudades y las brumas. ¡Es hora de renovarse! Que las Providencias me den el corazón de un niño y el alma de un poeta, con las infatigables piernas de un cazador vasco de gamuzas; que añadan a esos preciosos dones, si su generosidad es inagotable, los cinco centavos siempre renovados del perpetuo Ahasverus, el cual, suponiendo que meta la mano en el bolsillo una vez por hora solamente, no ha gastado, desde que comenzó su camino, menos de ¡cuatro millones cincuenta y nueve mil ciento noventa y cinco francos! No me detendré un solo instante en corregir las pruebas de mi próximo libro, ni incluso en acechar a mi vecina de enfrente, que va y viene en su cuarto de baño detrás de las dos muselinas igualmente transparentes de su cortina y su camisa: pero, con el bastón en la mano, me iré con la mochila al hombro, – para no regresar, – más allá de las afueras, a través de los campos llenos de sol dónde, a lo largo de las frescos surcos dan saltitos los aguzanieves, a través de los bosques misterioso y claros, donde la siesta se duerme tan rápido, con los riñones sobre el musgo y la nuca sobre una raíz de árbol, en la brasa vaporizada del aire, entre el vuelo de las moscas verdes y doradas.

I

De todo lo necesario para ser un feliz vagabundo, no le faltaba nada a Philippe, – lo de los cinco centavos vamos a pasarlo por alto. – y abandonó París una mañana azulada entre las chimeneas y gorriones en los tejados.
Cuando estuvo en el campo se detuvo un instante, levantó un dedo mojado para saber hacia donde soplaba el viento y comenzó a andar en esa dirección. Pues la brisa es buena consejera de los itinerarios bohemios, y es a ella a quién se le debe solicitar el camino; a menos que uno prefiera informarse con la primera golondrina que pasa. El cielo estaba tan despejado de nubes, y era de un azul tan diáfano, que Philippe esperaba ver a lo lejos, transparentarse ligeros vuelos de ángeles; y, a fuerza de aspirar a pleno pulmón el frescor luminoso del aire, le pareció por fin que poseía, en su corazón dilatado por el goce, ¡ese cielo con su inmensidad y con sus ángeles! Cuando caminaba por el lindero de un bosquecillo, vio entre las más altas ramas de un árbol, a un hombre muy joven, pálido, flaco, de cabellos largos, quién, con la cabeza inclinada, parecía hablar en voz baja entre las hojas a alguien oculto o invisible. «¿Qué hace usted ahí, señor? preguntó Philipe. – Señor, respondió el que estaba en el árbol, Plinio el naturalista, para establecer que los ruiseñores son aptos para imitar la voz humana y además están dotados de una memoria muy notable, cuenta que, en un albergue de los alrededores de Roma, varios de esos pájaros tenían la costumbre de contarse los unos a los otros, en sus jaulas por las noches, las disputas políticas mantenidas durante el día por los cocheros sentados a la mesa. Ahora bien, he descubierto en ese roble un nido de ruiseñores, y recito muy bajo rondeles y baladas a las crías todavía sin plumas, para que los canten más tarde en el eco de las noches en el verano. – ¿Compone usted versos, señor? – ¡Cómo! ¿no los escribe? Acabo precisamente de acabar una pequeña elegía primaveral que os recitaría con mucho gusto.» Y el poeta, sin bajar del árbol, declamó lánguidamente estas estrofas frívolas y melancólicas:

De eclosionar la flor ya es hora
El cielo no es azul sin razón,
Pues es abril y es la aurora;
La hora complica la estación.

Todos los labios cerrados largas eras
Tienen deliciosos soplidos;
El perfume de las rosas nuevas
Sube en el aire de los cielos rejuvenecidos.

El azur claro azula el tierno verde
De los arbustos adolescentes
Donde el viento escuchando se pierde
Entre las disputas en los nidos nacientes.

Unidos al vivo despertar de las alas
Su furtivo y palpitante batir,
Los céfiros son unas gacelas
Que no se ven pero se pueden oír.

Entre la hierba y las finas matas
De los iris verdes, bajo un abedul,
Algunas peonías escarlatas
Se miran en el agua azul.

El estallido de su belleza sangrante,
Reflejada por la onda, allí palidece,
Como un amor muy lacerante
Cuyo recuerdo se desvanece;

Y hacia el fondo claro de una avenida,
Donde se ilumina una niebla temblorosa,
Pasa, figura larga y escondida,
Una Esperanza vestida de rosa.

Philippe se alejó sonriendo sin decir una palabra, por temor a que la prosa desvaneciese el ritmo ligero de las estrofas, todavía esparcidas en el aire. Pero cuando estuvo más lejos se volvió hacia el lindero del bosque: el poeta en el árbol agitaba suavemente, hacia el vagabundo, como se hace con un pañuelo diciendo adiós y deseando buen viaje, la endeble rama donde estaba el nido de ruiseñores.

II

Cuando dieron las doce bajo las pizarras de un fino campanario deslumbrante por el sol, hacía tres horas que Philipe tenía hambre. Si no había entrado en aquel albergue no era porque hubiese falta de albergues, – el último que había encontrado le enviaba por la ventana un agradable olor a tocino y coles, pudiendo oírse los chisporroteos de la fritura en la sartén – pero acontecía que no tenía con que pagar el modesto ágape. Tenía el bolsillo tan vacío como el vientre. Y el hambre, siempre aumentando, se hacía imperiosa. Ahora bien, una cabra pacía en el césped de una cuneta, blanca, pequeña, frágil, con saltitos que espantaban a las libélulas y a las moscas. Una feroz idea atravesó el ánimo de Philippe: apoderarse de la cabra, llevársela al bosque profundo, degollarla, asarla, carne, piel y vellón, sobre una pira de ramas ardientes, o devorarla cruda. Pero el bonito animal se acercó en tres brincos y se sentó sobre sus cuartos traseros; luego, levantando sus cuernos que eran dorados, se puso a mover muy rápido las patas delanteras, como un conejo tocando el tambor. Philippe encantado, besó entre los ojos a la pequeña cabra blanca sin morderla, demasiado graciosa para ser devorada, y le hizo una señal para que se acercase más a él. La cabra así lo hizo y caminaron juntos, ella con saltitos, él, un poco lento, alicaído, ella, masticando aquí y allá en las zarzas, él ¡envidiándola con rabia! Pues su hambre en ese momento era superior a sus fuerzas, no atendía a razones, se burlaba de las bellas llanuras y el luminoso horizonte, – ¡el horizonte no se come!– habría tragado espinas y flores, las rosas silvestres del camino, no sabía que le retenía el masticar incluso la corteza de viejos olmos. Pero, de pronto oyó unos gritos de alegría y observó gestos de todos los colores. «¡Aquí está! ¡mirad! ¿Es ella? Un señor nos la trae. ¡Ah! ¡pequeña bribona! Aquí está. ¡Gracias, señor!» Y los saltimbanquis cuyo almuerzo interrumpido mostraba, al lado del carromato, sobre el mantel verde de la hierba, la carne roja, tomates crudos y botellas medio llenas de vino tinto, exigieron que el viajero participase de su comida. Entonces Philippe comió con la glotonería formidable de una boa que engulle un búfalo; luego, entre un payaso rosa y negro, embadurnado de harina, y el tonto que se deja burlar, con un gorro de Tabarin, ¡vació doce veces seguidas su vaso a la salud de Thespis hospitalario!

III

El parque que Philippe miraba a través de la reja a la hora en la que la noche entra, era amplio, apacible, discreto, con sus cuatro macizos en el césped y, a la derecha y a la izquierda, al fondo de una avenida principal cuyas ramas se juntaban en bóveda, se veía brillar como al extremo de un túnel, una clara redondez de pradera todavía soleada. Ante la alta escalera del castillo, donde, en los grandes tiestos de loza azul brillante, crecen enormes plantas, una joven mujer en bata clara, bajo la paja dorada de uno de esos sombreros que, atravesados de luz, proyectan sombra y día en el rostro, tenía un bordado entre sus manos pálidas, y no bordaba, soñadora; mientras un hombre gordo a su lado, – su marido sin duda,– pesadamente sentado en un balancín de cañas, leía un gran periódico completamente abierto. Y esa mujer, esbelta, un poco frágil, que pensaba, ¡era exquisita! Philippe, el viajero sin hogar y sin amor, envidió al dueño del bello castillo y de la bella esposa. Pero ella levantó la cabeza y miró al vagabundo. Lo miró durante mucho tiempo, con una dulzura que casi sonreía; y cuando sus ojos se desviaron un instante hacia el hombre gordo leyendo siempre su periódico, se entristeció de tal modo, bajó la frente, con un suspiro, más soñadora, a causa tal vez del joven paseante que estalla allí, al otro lado de la verja, tan cerca, tan lejos...

IV

Había caminado todo el día, solo, libre, feliz, bajo el sol, al viento, a lo largo de los grandes caminos y por estrechos senderos, sobre los guijarros y las hierbas, atravesando pueblos sin detenerse, no demorándose más que en los bosques para beber en alguna fuente o para oírla cantar, y, cuando llegó la noche, todavía no estaba cansado, de tal modo el aire libre le había reavivado los músculos y vivificado la sangre. Incluso hubiese bailado con gusto con las personas de una aldea que se movían alegremente bajo una cuadra abierta, al son de un violín y de un clarinete. Celebraban una noche de bodas con los gritos y las carcajadas del buen humor aldeano. Boda de un granjero con una granjera. La casada, bella muchacha, era gorda, de rojas mejillas, el marido era fuerte. Siendo besada y abrazada hacían, en la pesada danza, el aprendizaje del apareamiento. ¡A Philippe le faltó moderación! Tomó por la cintura a una de las damas de honor y la besó en el cuello, con la idea de casarse esa noche, él también. Pero su atrevimiento tuvo funestas consecuencias. Todos se abalanzaron sobre él en tumulto, con insultos, levantando bancos, enarbolando horquillas, y huyó a través de la llanura, como el ciervo ante la jauría. Jauría temible, que le ganaba en rapidez, que pronto lo alcanzaría. ¡Se protegió de los bancos en la cabeza y las horquillas en los riñones!, se alejó en la noche con furioso ímpetu. Había que escapar a toda costa. Escalaba laderas, saltó fosas, se lió en las zarzas, librándose de ellas corrió más rápido aún y no se detuvo hasta que, dejando de oír la amenazante persecución de los aldeanos, cayó extenuado sobre el heno de un granero abierto por todos lados. ¡Fuera de peligro por fin! «¿Pero, dónde diantres estoy?– En mi casa», dijo una voz de mujer que no era dulce. «¿Quién es usted? – La mendiga.» Él la arrastró dentro para verla mejor, bajo la claridad de los astros. Ruda y joven, vestida con harapos y mostrando la carne por los agujeros, ella reía con dientes de loba, con los dedos apoyados sobre las caderas. Él la estrechó contra él, con un fuerte abrazo, y aunque ella no le pidiera limosna, ¡él se la dio!

Y durante la hermosa noche cálida, Philippe, lleno de compasión por las personas decentes que trabajan en las ciudades y duermen bajo techo, glorificó el buen azar de las rutas bohemias que le habían dado, en una sola jornada, el saludo de un poeta preceptor de ruiseñores y recitador de versos en los árboles, un lugar donde compartir la comida de los errantes titiriteros, una parte en la ensoñación enternecida de una patricia, y el amor de una pobre, en el heno bajo las estrellas.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes