EL BUEN
ALMANAQUE
I
Cuando pensaba
en el poema que, aunque solamente soñado, apenas me encantaba y no me gustaría
del todo cuando lo hubiese escrito, el cartero entró en mi habitación y, tras
los saludos de rigor, me entregó el calendario del año próximo. Le di los
aguinaldos acostumbrados, y, una vez que el hombre se fue, después de los
agradecimientos al uso, eché un vistazo al pequeño cuadrado de cartón con letras
rojas y letras negras, bordeadas en papel dorado. Lamentablemente ¡qué poco
difiere del almanaque anterior, este nuevo almanaque! Santos y más santos (¡que
nunca celebramos!) fechas, días, fiestas, y fases de la una. En la duración, –
duración de ayer o la de mañana, – nada cambia, o todo no cambia demasiado; el
tiempo se parece al tiempo. Me puse a pensar que los acontecimientos de los doce
meses venideros serán más o menos parecidos también a los sucesos de los doce
meses pasados. Siempre el mismo retorno a las vanas esperanzas, a las falsas
alegrías, a las verdaderas decepciones, siempre el banal volver a comenzar a
vivir; y no vale realmente la pena aspirar y expirar el aire. Yo apoyaba mi mano
en el trozo de cartón helado, donde nada deseable me era prometido; en la
melancolía de una función tantas veces cumplida ya, y comenzaba a escribir el
poema nuevo que no sería mejor que mis versos de antaño; y cuando, a veces,
levantaba la cabeza hacia el espejo, veía en mis ojos esa mirada seca que es más
triste que las lágrimas.
II
Pero, en los
frescos rayos de sol invernal, que atravieses los abalorios del estor japonés y
tiñéndose de mil colores, una forma ligera, un poco blanca, un poco rosa, un
poco azul, un poco dorada también, se esbozó, se animó, creció, era una pequeña
mujercita estremecida y de pie sobre un chorro de claridad, toda de etérea y de
luz, ¡que tenía algo de bailarina y de libélula! Habría sido necesario no
haberse dormido nunca en el eterno bosque de Brocéliande, para no adivinar que
era una hada; y tenía bajo los párpados todo el azul claro de las primeras
esperanzas; y la rosa de su sonrisa estaba hecha de todas las gavanzas de la
juventud.
– Hola, hada Ilusión! – le dije.
–¡Eh! compañero, ¡no eres tan viejo como se podría creer, puesto que todavía me
reconoces! – dijo ella sacudiendo sus cabellos, de donde se esparcieron sobre el
suelo de madera muchas estrellitas blancas que parecían margaritas de nieve;
estrellas o margaritas que se apagarían o se fundirían rápido.
Ella dio un salto hacia la hoja donde yo escribía, y, posándose con su dedo del
pie, tan ligero que no emborronó siquiera la tinta de la última rima, dijo con
una risilla balbuciente como un nido de pájaros bengalis :
– ¡Qué bien has hecho en rechazar el calendario que el cartero de dio a cambio
de alguna moneda! ¿Es que eso existe, todo eso es cierto? Habrías sido un tonto
haberte preocupado de los meses, de las semanas, de los días. Tú eres, gracias a
mis consejos, alguien que no tiene reloj de péndulo sobre su chimenea, ¡por
miedo a saber la hora que es! Yo, yo te traído el único almanaque que vale tus
desvelos, el adorable almanaque que complace al sueño de las jóvenes mujeres y
los poetas. ¡Vamos, toma, compañero, mira!
Lo que me mostraba, era una hoja de rosal, que debía estar marchita, puesto que
estamos en invierno, pero que parecía verde ya que me era entregada por el hada
Ilusión. Y, sobre esa hoja, entre los nervios, no había nombres de santos o
santas, ni lunes, ni martes, ni fiestas, ni las fases de la luna; pero se leían
estas palabras, que poco a poco fueron trazadas por las patas de una cochinilla
mojadas en una gota de rocío, estas adorables palabras: ¡Inocencias, ternuras,
primeras citas, confesiones, marchas, regresos, besos en los ojos, besos en los
labios, amores fieles, felices himeneos, risas de encanto y lágrimas de delicia!
y otras palabras más delicadas todavía.
Pero yo sacudí la cabeza, y dije:
– No más que el calendario real quiero yo vuestro almanaque, ¡exquisita y cruel
hada! Conozco, – desde hace tiempo, por desgracia, las mentiras de vuestras
alegrías y la amargura de vuestras dulzuras. Id, id a engañar a algún joven
corazón que no haya sido decepcionado todavía; y no lo envidio demasiado, pues
conozco las maravillas por las cuales lo haréis mas sensible a la desesperación.
El hada ya no estaba allí; una nube había pasado por el cielo invernal, detrás
del estor japonés con los abalorios ya apagados.
Publicado en Gil
Blas, 13 diciembre 1887
Traducción de
José M. Ramos
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