LA BUENA RECOMPENSA

Nada podía distraer de su pena a la princesa Modesta, y vosotros os habríais compadecido de ella si hubieseis podido verla. No es que se volviese fea a base de llorar, – bonita como era, no podría dejar de serlo, – sino que palidecía cada día más; y era una rosa rosa que se iba transformando en una rosa blanca. En vano sus damas de honor hacían todo lo posible para arrancarla de su depresión; ella no se dignaba a sonreír ni por sus canciones ni por sus danzas; si a la hora de la merienda se le ofrecían pastelillos de perlas, de las que antes era muy golosa, giraba la cabeza con un suspiro; incluso rechazaba con el pie a su bufón favorito que tantas bonitas monerías hacía para su divertimento; entristecida por la alegría de los demás, había hecho abrir la puerta de la jaula de sus periquitos, cuyo cotorreo le molestaba. Incluso no demostraba ningún placer en mirarse, mientras sus damas le ponían en sus cabellos flores de pedrerías. Sería imposible imaginar una desolación semejante a la de la princesa Modesta que hubiese conmovido a corazones de roca. Os dejo imaginar cuan grande debía ser la preocupación del rey que amaba tiernamente a su hija. Él ya no encontraba ningún placer en nada, ya no se interesaba por los asuntos del Estado, bostezaba con los halagos de sus cortesanos; había llegado al punto que asistió un día sin la menor satisfacción a la ejecución de dos ministros, aunque los espectáculos de esa especie habían tenido siempre el privilegio de ponerlo de buen humor. Lo que sobre todo lo afligía era que la princesa se obstinase en no revelar el motivo de su pesar; él perdía la esperanza de curar un dolor del que ignoraba la causa. «Vamos, hija mía, decía, ¿acaso te falta algo?– ¡Hi, hi!, respondía la princesa sollozando,– ¿Quieres un vestido color de estrellas o aurora? – ¡Hi, hi! – ¿Quieres que te traiga guitarristas o famosos cantantes de baladas para mitigar la melancolía? – ¡Hi, hi! – ¿Has pensado lo agradable que sería casarse con algún guapo hijo de un rey, elegido entre muchos? – ¡Hi, hi!» No se podía obtener otra respuesta. Sin embargo en cierta ocasión, a base de tanta súplica, la princesa acabó por confesar que si se lamentaba de su suerte, era a causa de un objeto perdido. «¡Eh!, hija mía, ¡por qué no lo has dicho antes! Lo que has perdido se encontrará. ¿Qué es esa preciosa cosa?» Pero, a esta pregunta, Modesta emitió un grito desgarrador, y ocultó la cabeza entre las manos, como una persona que se avergüenza. «Jamás, balbuceaba, jamás nombraré el objeto que me falta. Solamente debéis saber que era un regalo de muselina de las hadas y que era el más bonito del mundo con sus brocados y encajes de oro, ligeros y luminosos como una nube matinal, que me lo han debido hurtar un día de verano en el que me bañaba con mis damas de honor en el río bajo los sauces, y seguramente moriré si no lo recupero!» Dicho esto, completamente ruborizada, salió corriendo hacia sus aposentos; y al buen padre se le encogió el corazón escuchando sus lamentos a través de la puerta y sus pequeños sollozos a sacudidas.
Aunque las informaciones proporcionadas por Modesta no fuesen nada precisas, y la descripción del objeto desaparecido o robado no fuese de naturaleza tal que evitase confusiones, el rey decidió utilizar el único medio del que disponía para consolar la desesperación de su hija. Unos heraldos recorrieron toda la ciudad, fueron enviados a los más ínfimos barrios y a los más lejanos campos, con la misión de anunciar que la princesa, jugando cerca del río, bajo los sauces, había perdido un objeto precioso, el más bonito del mundo, un objeto de muselina, adornado con finos bordados y encajes de oro, ligeros y luminosos como una nube matinal; y, como recompensa para aquél que lo recuperase, el rey hacía saber que no se echaría atrás ante cualquier sacrificio, que se comprometía mediante un gran juramento a no rechazar absolutamente nada de lo que se le pidiese. Es inútil decir que esta proclama puso en movimiento a todo el país. Las personas que habían encontrado algo lejos del río, no dejaron de soñar hermosos sueños; y aquellos que no habían encontrado nada se pusieron a buscar. Había una gran multitud, de la mañana a la noche, bajo los sauces, a lo largo del agua; hombres, mujeres, niños, inclinados hacia las hierbas, apartando las ramas, jadeantes de esperanzas, imaginándose a cada instante que iban a meter la mano en su fortuna; y, durante toda una semana se llevaron al palacio mil inútiles bagatelas, monedas, trozos de cintas, guantes rotos, que no tenían ninguna relación con la descripción hecha por los heraldos. Cada vez que se le presentaba un nuevo objeto, la princesa volvía la cabeza, haciendo una seña de que no, y se volvía a hundir más profundamente en su melancolía.
Ahora bien, sucedió un día que un joven pescador, muy bien parecido y muy agradable de ver a pesar de sus harapos de paño, entró en la corte del palacio, y dijo, con aire seguro, que quería hablar al rey. El primer pensamiento de los guardias fue echar de allí a ese miserable; no se molestan a las personas coronadas cuando no se tiene en la cabeza más que un mísero gorro de lana roja desteñido por la lluvia y el viento. Pero en el momento que el pescador hubo afirmado con voz altiva que tenía en el bolsillo de su vestimenta con qué despertar la sonrisa en los labios de la princesa, los guardias adoptaron un aire mucho menos beligerante y el joven fue introducido en la sala del trono.
Al verlo, el rey se encogió de hombros.
–Evidentemente, dijo, este no tendrá más fortuna que los demás; una vez más mi hija no obtendrá la satisfacción que espera.
–Señor, dijo el pescador, Su Majestad se equivoca; la princesa Modesta va a dejar de sufrir gracias a mí.
–¿Es eso posible?
–Con toda seguridad.
Al mismo tiempo, el joven pescador, al que no faltaba más que estar vestido con terciopelos o brocados para ser apuesto como un hijo de emperador, extrajo debajo de sus ropas algo ligero que estaba envuelto en un papel rosa.
–Bajo este papel, dijo, se encuentra el objeto perdido por la princesa, y pienso que ella así lo ratificará, si Vuestra Majestad quiere entregárselo.
–Consiento en ello.
A una señal de Su Majestad, un chambelán tomó el paquete rosa y lo llevó a la princesa.
A decir verdad, la tranquilidad del pescador, el tono firme con el que hablaba, habían inspirado alguna confianza al padre de Modesta. ¡Era posible que el joven hubiese encontrado el presente de las hadas! Pero no. Vana esperanza. Quimera. Modesta estaría triste hoy, como los otros días.
De pronto se oyó un estallido de risa, intenso, claro, alegre, semejante a un estrépito de vidrios, y la princesa, rosa de placer, corriendo con aires de bailarina se precipitó en la sala saltando al cuello de su padre. «¡Ah! ¡que felicidad! ¡lo tengo! ¡lo tengo! ¡qué contenta estoy! ¡Ah! ¡padre mío! Mira, me río como una loca, yo que no paraba de llorar!» Algo que sería difícil de expresar era la satisfacción del rey escuchando esas palabras. A pesar del protocolo, él mismo se echó a reír, y, como los cortesanos no dejasen de imitarlo, como los mayordomos y los guardias de la puerta, oyendo que se reía, creyeron bueno reír también, todo el palacio se convirtió en un alegre tumulto de hilaridad tal que el bufón de la princesa no pudo aguantar y se agarró los costados reventando de risa.
Sin embargo el rey se volvió hacia aquél a quién se debía tan feliz acontecimiento:
–¡He comprometido mi palabra real y no me retractaré! ¿Qué deseas? Habla sin temor: Yo te lo concederé.
El joven pescador se arrodilló.
–Señor, podría pediros riquezas, cargos, títulos; debido a vuestro juramento no dejaríais de hacerme rico, poderoso, glorioso. Pero no tengo tales deseos. Dado que he traído a la princesa el objeto desaparecido mientras se bañaba con sus dama de honor bajo los sauces del río, solamente pido que se me entregue su...¡su forro!
–¡El forro! –exclamó el rey lleno de asombro. ¿Se trata entonces de un vestido o un abrigo por lo que mi hija lloraba?
–¡Tal vez, señor! Sea lo que sea, yo pido...
–¡El forro! He escuchado bien. Y te prometo que lo tendrás. Pues al fin y al cabo, tu reserva es digna de alabanza. Cuando te estaría permitido exigir todos los tesoros, todos los honores, te limitas...
Pero esta frase no pudo ser acabada: la princesa, roja hasta los cabellos, se dejaba caer, desvanecida, sobre los escalones del trono. Pues lo que había perdido y vuelto a recuperar, era su camisa; el pescador exigía una extraña recompensa. Además, el rey no pudo negarse, puesto que había dado su palabra, a casar a su hija con el sutil joven; y llegado el día de las bodas, – viendo el marido más apuesto que todos los príncipes bajo un traje de brocados y terciopelos, – Modesta pensó sin demasiado espanto en lo que lograría del muy precioso presente de las hadas adornado de bordados y encajes de oro diáfanos como una nube matinal.

 

Traducción de José M. Ramos
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