LA BUENA TÍA

La Señora Amédine de Trénis, – tía Amédine, como se la llamaba – se acurrucaba, regordeta y mullida, entre las sábanas bordadas con punto inglés. Iba a dormirse, con una risilla de satisfacción en los labios. ¡Había estado radiante! En la jornada, la señora de Trénis había casado a su sobrina a la que adoraba, y realmente todo había salido muy bien. ¡Cuántas personas en la iglesia! Todo París, el París importante. Talazac había cantado como los ángeles. Ahora los recién casados estaban solos, en el segundo piso del hotel, en la suite nupcial. ¡Oh! sin duda, Jane estaría feliz. A pesar de su cintura demasiada alta y su complexión un poquito demasiado pesada – con aspecto de robusto patán – el Sr. de Cardan, joven, con los ojos azules y los cabellos negros, era un muy apuesto muchacho, y pasaba por ser el más galante de los hombres. «¡Hummm! feliz, ¿lo es ya tal vez?» Tía Amédine pensaba en esas cosas con complacencia, en el suave lecho profundo que cada vez estaba más tibio. Lo que la había puesto de tan buen humor, disponiéndola para tan bellos sueños, era que ella había tenido su parte, absolutamente personal, en los éxitos de la jornada. A los treinta y seis años, una no es vieja, sobre todo cuando se es blanca, y, para la blancura, ella no se detenía ante nadie, ni siquiera ante su sobrina, de una palidez menos intensa, un poco más fría: Jane era como la nieve, «yo soy la crema»; de modo que durante la ceremonia, todas las miradas no habían sido para la novia y, en la sacristía, un hombre joven al pasar había dicho en voz baja, de un modo un poco brutal, pero no sorprendente «¡Caramba! yo me conformaría muy bien con la tía.» ¡No era desagradable! Más de uno pensaba como él. Sin ir más lejos, por ejemplo, ella a menudo había observado que el mismo Sr. de Cardan – ¡el novio! ¡casi marido! – la miraba con buenos ojos. ¡Qué hombres esos! Pero, gracias al cielo, ella estaba de vuelta de todas esas locuras. Viuda desde hacía cinco años, habiendo tomado seriamente sus responsabilidades familiares, estaba muy alejada, incluso después del matrimonio de Jane, de abandonarse a ridículas ideas; y el hombre más enamorado del mundo habría tenido los ojos azules y los cabellos negros del Sr. de Cardan...
–¡Tía! ¡tía Amédine! ¡tía!
La puerta sonaba con cortos golpes propinados por un puño, intensos, temibles, que daban la impresión de ser los redobles de un tambor.
La señora de Trénis saltó de la cama, abrió la puerta, y la recién casada, en el caos del miedo y la huida, con los cabellos despeinados y la manga del camisón subida, se arrojó al cuello de su tía, sumida en llanto y cien frases a medio pronunciar. «¡Era espantoso! El Sr. de Cardan... ¡Ah! Dios, si lo hubiese sabido... Completamente espantoso... Pero se quedaría aquí, se ocultaría aquí. ¡Oh! desde luego no volvería con su marido. Era necesario cerrar la puerta, construir una barricada con todos los muebles...» De entrada, la tía Amédine tuvo ganas de reír. ¡Esas inocentes se asustan muy fácilmente! Sin embargo cuando vio que Jane no se calmaba y seguía llorando, rechazando enérgicamente regresar a la suite nupcial, se puso seria. Recordaba historias que le habían contado. A veces los recién casados se comportan de un modo brutal, bien transportados por el ardor de su pasión, o bien que... ¡Su deber de cabeza de familia la conminaba a saber la verdad! Se envolvió con una bata de terciopelo negro que hacía resaltar la blancura del cuello y del mentón, y salió diciendo muy seriamente a su sobrina:
–Espérame, voy a hablar con tu marido.
Pero, una media hora después, cuando bajó, ya no estaba tan seria. Y con una sonrisa dibujada en sus ojos y labios, dijo a la esposa que todavía se encontraba horrorizada:
– ¡Vamos, pequeña, regresa con tu marido!
Como Jane vacilase todavía, no queriendo y negándose, la tía Amédine añadió:
– ¡Me ha dado todas las explicaciones deseables, y te juro que las equivocaciones son todas tuyas!

Traducción de José M. Ramos
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