EL BUEN CALCULADOR
Cuando ella
estuvo completamente desnuda:
–¡Oh, delicioso tesoro! – exclamó él, tambaleándose de deslumbramiento y
embriaguez.
Pues él amaba apasionadamente a la joven muchacha que durante tanto tiempo se
había mostrado tan cruel, tanto tiempo deseada con sollozos y lágrimas, y que
ahora consentía por primera vez en despojarse de sus prendas, de sus encajes y
de sus crueles negativas. ¡Oh, incomparable triunfo! ¡La veía, la poseería!
Pensaba: «Soy un dios.» Sin embargo no se precipitó con el furioso transporte al
que ella estaba dispuesta a asumir; se dirigió hacia un pequeño mueble de estilo
renacentista con incrustaciones de marfil, tiró hacia sí de uno de los cajones y
extrajo una cinta de seda que era un metro, y acercándose a su amiga se inclinó
hacia ella, le tomó un brazo y lo estiró, con diligencia, con esmero, pareciendo
un dependiente que midiese un satén blanco, tan vivaz y casi rosa.
–Pero, Señor!... – dijo ella, estupefacta.
–¡Permítame! – dijo él con gesto que le suplicaba que permaneciese inmóvil y
guardase silencio.
Desde la olorosa raíz de los cabellos al óvalo rojo del pulgar del pie, de un
hombro al otro, de una cadera a la otra, la medió completamente,
interrumpiéndose algunas veces para dedicarse, con la frente arrugada por un
esfuerzo, a algún cálculo mental; tanto midió que finalmente profirió en alta
voz:
– ¡Seis mil cuatrocientos!
–¿Seis mil cuatrocientos? – repitió ella, creyéndole loco.
–¡Salvo error! Es decir que la superficie de vuestro divino cuerpo, al no
considerarlo más que por un solo lado por desgracia (¡pues hay que reservar algo
para el futuro!) se compone de seis mil cuatrocientos centímetros de piel más
fina y mejor perfumada que un pétalo de rosa. De modo que,– continuó ese hombre
apasionado pero metódico –si un beso pudiese cubrir al mismo tiempo tres
centímetros de vuestra exquisita carne, entonces, sin desperdiciar nada, mis
labios deberán posarse sobre ella dos mil ciento treinta y tres veces
aproximadamente. ¡Exquisita obligación! Suponiendo que cada uno de los besos
dure una hora o dos ( algunos tal vez sean menos breves…)
–¡Pero no acabaremos nunca! – dijo la joven echándose a reír.
–¿Acaso nuestro amor no durará – dijo él – desde este momento hasta el último
minuto de las edades?
Luego se arrodilló, y, comenzando, besó cerca de la uña el pequeño dedo rosado
de un delicado pie desnudo que pendía. ¡Menos de un centímetro! racaneaba, para
eternizar las delicias.
Traducción de
José M. Ramos
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