UN BUEN
HALLAZGO
El funcionario
de la oficina de Objetos Perdidos, no dejó traslucir el menor asombro cuando,
habiendo levantado la plancha del mostrador, vio frente a él, en el corredor
amarillo y negro, a un joven apuesto como un amanecer de primavera, únicamente
provisto de una aljaba de oro sobre los hombros y una cinta púrpura sobre el
ojo; y ese joven no estaba sólo, pues tenía a su lado una dama, la más hermosa
del mundo, que hubiese parecido completamente desnuda si no hubiese estado
vestida de flores de lis y rosas que florecían en su piel; además tenía una
estrella de diamantes en los cabellos. El funcionario, ya lo he dicho, no
manifestó ninguna sorpresa; no valdría la pena ser un viejo parisino si hubiese
que sorprenderse de cualquier cosa.
Así pues, miró a los recién llegados con aire de quien demuestra la más perfecta
indiferencia; y, muy profesional, preguntó:
– ¿Habéis perdido algo?
–Así es. – respondió el joven vestido con la aljaba.
–Sí. – contestó a coro la joven dama cuya piel estaba cubierta de rosa y blanco.
–¿Vuestras ropas, quizás?
– ¡Jamás he tenido!
–¿No sería un error tenerlas?
El funcionario gruñó:
–Ciñámonos a los hechos, no tengo tiempo para perderlo en diálogos. ¿Qué habéis
perdido?
– Tal y como podéis ver, yo soy el Amor...
–¡Al grano!
– Tal y como podéis ver, yo soy la Belleza...
–¡Al grano!
–Hemos perdido el respeto y la adoración que la raza humana nos había profesado.
–¡Hum! ¡hum!: esas son cosas que será difícil encontrar. Sin embargo, veamos,
razonemos. ¿Recordáis los lugares en los que os encontrabais cuando ocurrió ese
contratiempo?
El dios y la
diosa trataron en vano de disimular su apuro.
–Han transcurrido muchos días y he estado en más de un lugar desde que abandoné
la tierra de Cítara por la ciudad que se erige en los alrededores de Bougival y
de Asnières. – dijo el dios.
– No fue ayer – dijo ella – cuando salí de las olas bajo el pudor de mi
cabellera; y hace mucho tiempo que habito en la capital llamada París.
– Yo he pasado noches en los salones de las ilustres mundanas y de las coquetas
menos importantes.
–No he desdeñado mostrarme en los bailes, en las fiestas, detrás de las
barandillas de los teatros y de los cafe-concert.
–Yo he formulado mil juramentos que no he mantenido a los pies de tantas
enamoradas...
–Yo me he ofrecido, me he entregado, tantas veces, en noches de caprichos y
tormentosa lasitud...
–Yo me he rebajado, por el placer de las caricias, hasta el olvido de los sanos
celos, hasta la sacrílega aceptación de los repartos.
–Me he vendido por collares de perlas y de amatistas, y por billetes de banco a
montones.
El funcionario exclamó:
–¡Caramba! si que la habéis hecho buena; unas personas tan considerables como
vos lo sois habrían debido mostrar más continencia y no llevar esa vida de
Polichinelas. Es culpa vuestra, confesadlo, si habéis perdido el respeto y la
adoración de la raza humana; y, entre nosotros, creo con toda seguridad que no
los encontraréis. ¿Creéis que los cocheros más desinteresados devuelven objetos
de ese tipo? ¡Ah! si hubieseis vivido en provincias, en las pequeñas ciudades o
en los pueblos donde se eternizan los noviazgos puros, tal vez tendríais alguna
oportunidad de reconquistar lo que os falta. Pero, en Paris, después de tantas
aventuras... En fin, vamos a ver, tened la bondad de esperarme un instante. Voy
a buscar.
Esperaron mucho
tiempo, pues ese funcionario era un hombre infinitamente concienzudo. Registró
todos los cajones y todos los armarios; vio anteojos que habían codiciado lo que
las faldas tapaban en bailarinas y la palpitación de los pechos en el nacimiento
del corsé; abanicos detrás de los cuales la hipocresía de los besos habían
prometido eternas ternuras; espejos donde se había mirado el maquillaje de los
labios mentirosos; vio, en las carteras perdidas en los clubs masculinos,
cheques que habrían pagado sonrisas, y, en los portamonedas perdidos por las
putas, unas piezas de oro mendigadas entre dos estertores de éxtasis; y había
allí, en la confusión de tantas cosas diversas, virtudes, pudores, encontrados
sobre cojines de fiacres, olvidadas en las habitaciones de hoteles, caídas en el
arroyo de alguna callejuela donde las recogió, con otras inocencias envilecidas,
el gancho de algún buhonero; había también virginidades de niña arrojadas a la
concupiscencia innoble de los viejos, y que, al día siguiente, había barrido
hacia el montón de basuras, la sirviente de la alcahueta. Pero el honrado
funcionario no pudo encontrar el respeto y la adoración que habían perdido el
Amor y la Belleza; y regresó a su mostrador diciendo: «Lo lamento, pero no
tenemos lo que os falta.»
Entonces la
Belleza y el Amor mostraron la mayor de las desolaciones. De qué le serviría a
ella ser el encanto y el deslumbramiento de las miradas; de qué le serviría a él
ser el único dispensador de embriagueces únicas, si la estima y el fervor de las
almas se alejaban de ellos a partir de ahora? ¡Eran dioses repudiados por sus
sacerdotes!
Hemos de convenir que esa situación tenía algo de enojosa.
–¿Que queréis que haga yo? – dijo el funcionario con la pluma en la oreja;
deberíais conduciros como divinidades honradas.
Pero una gran voz, grave y alta, gritó:
–Vamos, vamos, no desesperéis ¡qué diablos! Hay remedio para todo.
Aquél que acababa de entrar en el corredor amarillo y negro, era un cochero de
la Compañía; tenía una nariz ganchuda y una boca enorme, con aspecto de estar un
tanto ebrio; traía sin duda algún objeto olvidado en su coche.
–Sí –continúo – quiero proponeros un negocio. ¿Sabéis lo que he encontrado hace
un rato sobre los cojines de mi coche? Mirad, mirad,–¡esto! las ilusiones de una
pobre chiquilla, fresca como las flores y bonita como los pájaros, subida en mi
fiacre ayer, muy alegre, con un buen muchacho que la llevaba por la cintura;
pero lloraba cuando se apeó. Las ilusiones que hacen ver estrellas en pleno
cielo negro y rosas en pleno invierno, tomadlas, llevadlas, ¡os las doy! dad un
regalo a los hombres y metédselas en sus ojos, sus corazones, sus cabezas, y,
toda la raza de los imbéciles mortales os profesará respeto y adoración, a tí,
el Amor, como si nunca te hubieses deshonrado con traiciones ni desenfrenos, y a
tí, la Belleza, como si nunca, ángel ignorante de los reservados, no tuvieses la
pierna fuera del pantalón, y un poco de carne encima de la liga, bajo la tenue
luz del gas, haciendo saltar con el extremo del botín el sombrero de un
provinciano deslumbrado.
Traducción de
José M. Ramos
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