BUENOS EJEMPLOS

Ese día yo tenía dieciséis años y me paseaba por los caminos con el dios Amor.
Nos encontramos con un pobre diablo parecido a un vagabundo o a un facineroso, despeinado, hirsuto, horrible, de esas personas a los que los policías tratan rudamente y expulsan con cajas destempladas. Me acerqué al miserable. Me pareció que en sus ojos oscuros todavía le quedaba un recuerdo de una dicha. Le pregunté que había hecho para merecer estar en tal lamentable estado.
–He amado – me dijo.
Un poco más lejos, sobre el mismo camino, fuimos al encuentro de un mendigo lisiado. Una muleta bajo cada axila, arrastrándose penosamente en sórdidos harapos; no tenía cabellos, no tenia dientes y sus ojos estaban muertos, aunque tal vez no fuese tan viejo como un centenario. Me aproximé al mendigo. Me pareció que sobre sus pálidos labios quedaba aún un resto de sonrisa. Le pregunté lo que había hecho para haber alcanzado ese grado de ruina y abyección.
–He amado –me dijo.
Al girar en un sendero vimos a un hombre con una cuerda al cuello que estaba colgado de unas ramas. Estaba espantoso en la bella mañana, tenía el rostro violáceo, la lengua colgando le salía de la boca, y, aunque todavía no estaba completamente muerto, era más horroroso que un cadáver. Me aproximé al ahorcado. Me pareció que en su frente todavía había como un destello triunfal. Le pregunté que aventura le había incitado a desear y a buscar la muerte.
–He amado. – me dijo.
Entonces el joven dios con el que me paseaba por los caminos se volvió hacia mi y me interrogó de este modo:
–Tú, que tiene dieciséis años, tú que entrarás mañana en la misteriosa vida ¿que harás en la vida, muchacho?
–Amaré –le dije.

Traducción de José M. Ramos
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