LOS CABELLOS BLANCOS

La discusión había comenzado a propósito de una mujer que entraba en el vagón reservado solo para las damas, de aspecto bastante juvenil, con los cabellos de nieve bajo la oscura transparencia del velo.
–Caramba, mi querido Tristán, – exclamó el Sr. de Cléguèrec, golpeando con su bastón las losetas del andén, hay que ser muy obstinado para negar algo tan singular, lo reconozco, pero bastante frecuente, y que ha sido cien veces constatado. Todo el mundo sabe que, bajo el impacto de una violenta desesperación, – una alegría inmensa produciría tal vez el mismo efecto, – los cabellos pueden encanecer en una noche, en una hora, incluso en menos tiempo.
–Todo el mundo, excepto yo, – dijo el vizconde Tristán.
A esta respuesta, el Sr. de Cléguèrec,– un pequeño quincuagenario ventrudo, cuyo rostro se congestionaba muy pronto, – enrojeció como la bola roja del billar
–¿Cómo? ¿No sabe usted que se han visto hombres jóvenes, condenados a muerte, despertarse de su último sueño en este mundo, con el cabello de un anciano? ¿No sabe usted que, por haberse enterado bruscamente de la muerte de sus hijos o de sus maridos, hay mujeres que de pronto se ven con mechas blancas en sus cabellos morenos o rubios? Pero, cosa más extraordinaria y no por ello menos cierta, no son únicamente los cabellos de la cabeza los que pueden decolorarse de ese modo, casi instantáneamente.
–¿Cómo? – preguntó el vizconde.
–¡El hecho está reconocido, os digo! A menudo ocurre que algunas esposas, algunos jóvenes, tras una gran sacudida moral…
Esta vez, el vizconde prorrumpió en carcajadas, lo que no apaciguó al irascible hombrecillo; y desde luego, no hubiese dejado de congestionarse hasta la apoplejía, si un empleado no hubiese gritado: «¡Al vagón, caballeros!»
–Vamos, buen viaje, mi querido Cléguèrec.
–¡No me doy por vencido, al menos! Retomaremos esta conversación.
–Sí, sí.
–A mi regreso…
–¿Dentro de un mes?
–Dentro de un mes. Os demostraré…
–¡De acuerdo! Márchese. Va a perder el tren.
Y, como la locomotora silbaba, el Sr. de Cléguèrec subió a su vagón; pero con la cabeza fuera de la portezuela, mientras el convoy arrancaba:
–¡Es igual, gritó, puede usted vanagloriarse de ser un perfecto cabezota!
A decir verdad, no me atrevería a afirmar que el vizconde Tristán tuviese mucho interés en esa discusión sin importancia; contradecir, en relación con no importa qué, pensando en otra cosa, ayuda a matar el tiempo; y no podría afirmar que hubiese acompañado al Sr. de Cléguèrec a la estación del Norte por puro afecto. ¡Tal vez algún misterioso motivo lo había empujado a constatar con sus propoios ojos la partida del viajero! Lo que es cierto es que, una vez el último vagón estuvo fuera del embarcadero, atravesó, casi corriendo, el andén, la sala de espera, la gran sala de la estación, el patio, ganó una calle vecina, abrió la portezuela de un fiacre que estaba allí, y saltó en el coche gritando: «¡Ya se ha ido! – ¡Dios sea alabado!», respondió bajo un ruido de besos la vocecita del la Señora de Cléguèrec.

***

Al cabo de algún tiempo, en un dulce minuto de amor, una lámpara con luz tenue, veía las más bellas cosas del mundo en la habitación del vizconde Tristán. El domicilio de un hombre que ama se feminiza adorablemente; sin que se cambien los muebles ni las cortinas, se vuelve diferente, apaga sus colores duros, se difumina como una nube de caricias esparcidas, se enternece, tiene el aire de extasiarse en cada rincón; y se diría que los espejos conservan la memoria de los abrazos reflejados. Pero no era la habitación de Tristán en lo que la lámpara disfrutaba mirando; ella iluminaba sin placer los bibelots de la chimenea, las cortinas de matices cambiantes, los dos sillones cerca de la chimenea, –¿por qué uno de ellos estaba volcado? – la gran alfombra blanca, hecha de vellón de cabras del Tibet, suave, profunda, parecida a un mouse de nieve. Lo que admiraba la lámpara, era a la mismísima Madame de Cléguérec, tan poco vestida, ¡ah! tan poco, y tumbada, como una bañista en la arena, sobre el mullido y liso tapiz donde se dispersaban sus cabellos morenos. De rodillas, junto a ella, Tristán se extasiaba con gozo de esa blancura viviente, un poco rosa aquí y allá. Ella, segura de su perfecta belleza, radiante de no negar nada a la mirada de su amado, quería en ocasiones girarse lentamente, hundiendo su rostro en el espesor de las lanas,, –¡oh! ¡el admirable verso de una hermosa página! Tanto fue así que finalmente la lámpara se apagó, como un ojos que se cierran deslumbrados.
–¡Señor! ¡señor! – dijo una voz a través de la puerta.
Los amantes se levantaron, espantados.
–¡Qué el diablo te lleve! – gritó el vizconde.– ¿Y bien, Justin, que sucede?
–El ama de llaves de la señora está aquí. Acaba de llegar un despacho a casa de la señora. El marido de la señora regresa hoy, a las cinco de la mañana.
Cuando la lámpara se encendió, ella no tuvo tanto placer como pocos instantes antes; pues no tardó en ver a la Señora de Cléguèrec vestida apresuradamente y escapando con un beso de despedida.

***

Esa noche, el vizconde Tristán durmió mal; y, por la mañana, no dejaba de estar muy inquieto. ¿Había tenido tiempo de regresar su amiga a su casa ante del regreso del viajero? La posibilidad de un escándalo lo espantaba, no por él, sino por la querida joven, cuyo buen renombre debía permanecer incólume. De modo que se levantó de bastante mal humor, y pensó en los medios de saber sin demora lo que había pasado, cuando Justin le advirtió que el señor de Cléguèrec estaba allí, con aspecto excitado, y solicitando ser recibido de inmediato.
¡Vaya! ¡Ya está! El marido lo sabe todo.
Tristán entró en el salón, con ese aire de calma sorpresiva, no desprovista de alguna desconfianza, como conviene adoptar en semejante circunstancia. ¡Pero el distendido rostro del Sr. Cléguèrec acabó de sorprenderle!
–Buenos días, Tristán. Soy yo. Sí, sí, acabo de llegar esta mañana. Sentémonos y charlemos.
¿Qué quería decir eso? Una tal bonhomía tenía algo de extraño, tal vez de temible.
-–Señor, – dijo el vizconde…
El otro le interrumpió, y, riendo, con gran carcajada:
–Espero que no haya olvidado nuestra discusión en la estación del Norte. ¡Ah! ah! ¿Continúa negándose a creer que los cabellos de un hombre o de una mujer pueden encanecer en algunas horas debido a una emoción excesiva, desesperación o alegría? ¿Usted se burló cuando yo añadía, – después de la opinión de muchos sabios, – que no solo los cabellos de la cabeza son susceptibles de decolorarse de ese modo, casi de repente? Pues bien! No se lo tome a mal, pero está usted muy equivocado burlándose. ¿Sabe lo que le traigo? Un testimonio irrefutable; y va a quedar plenamente convencido. Fíjese, mire, ¿qué dice usted de esto?
Lo que el Sr. de Cléguèrec tenía entre el pulgar y el índice, eran algunos hilillos blancos, sedosos, parecidos a cabellos finos y cortos.
El vizconde apenas pudo vencer un estremecimiento. Esos hilos deshilachados, no podía dudarlo, provenían de la alfombra de su habitación. ¡El buen humor del marido engañado no era más que un juego terrible! Todo estaba perdido.
–Señor, – balbuceó Tristán, – no comprendo…
–¡Va usted a comprender! – dijo el Sr. de Cléguèrec agarrándose las costillas. He regresado esta noche un poco de improviso, y la alegría de mi mujer cuando despertó sobresaltada, – usted sabe lo que me ama mi esposa – ha ido más allá de todo lo que se pueda imaginar. ¡No, no se podría hacer una idea, se lo aseguro, de una emoción semejante! Yo me preguntaba si no caería enferma. Felizmente solo le han salido tres o cuatro canas. Sí, señor, ¡cabellos blancos! Mire. No me dirá que son morenos, ¿verdad? Y quiero creer que después de tal prueba, no se le ocurrirá a usted hacerse el incrédulo o el burlón.

 

CATULLE MENDES
Publicado en Gil Blas 14 de octubre de 1884
Traducción de José M. Ramos
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