EL CAMINO DEL CORAZÓN

I

Es una vieja costumbre muy conocida por todos los poetas (¡pues los poetas no ignoran nada!) que antes de recibir el Arco y las Flechas con las que encantará y desolará a los humanos, – antes de, como se diría, ser armado Caballero, Caballero de los tiernos Combates y las libertinas Búsquedas, – cada joven dios Amor debe salir victorioso de una prueba donde se valoran su sutilidad y su destreza en ejercer su cometido; ¿y quién es el juez que determina si triunfa o no? el real y ancestral Eros, saciado de presas y glorias, ebrio de sollozos e himeneos que, en la isla materna, entre la mirra amarga y dulce hecha de todas las desesperaciones y de todos los éxtasis, sueña sobre un trono de oro con sus cabellos color de rosa blanca, suavemente ondeados por el aire producido por el batir de alas de palomas. Magnífico y augusto, no obstante lánguido, y, – si los dioses mueren, – moría, aunque la multitud de los Deseos lo rodeara de alabanzas, aunque solícitas sirvientas, que son las diosas, le frotasen cada mañana todo el cuerpo con el exquisito sudor de los recientes lechos nupciales, y, bajo sus pies fríos, pusiesen, como agradables cojines, corazones de vírgenes ayer desgarrados. Pero cerca de él tiene, a medio florecer en un frágil ramillete, una gavanza silvestre, no rosa, no fragante; y, al ver esta ausencia de color, al respirar esa flor carente de perfume, sonríe y se reconforta.

II

El otro día, compareció ante el trono de oro, a fin de ser admitido a realizar la prueba, un joven chiquillo, hijo de un fauno de los bosquecillos de Sèvres y de una ninfa del bosque de Meudon; ambos se habían tropezado en el lindero y rodaron por la cuneta.
«Pequeño Amor, dijo el viejo Eros, no seré un Euristeo demasiado exigente; para merecer el Arco y las Flechas te bastará insinuarte en el corazón de una joven que, en el instante en el que hablo, sueña en una ciudad llamada París hojeando una novela del Sr. André Theuriet entre las adelfas del balcón.»
¡Semejante prueba parecía poco difícil! El hijo de un fauno y una ninfa, seguro de ser pronto armado Caballero de los tiernos Combates y las libertinas Búsquedas levantó el vuelo con sus menudas alas de nieve rosada hacia la ciudad llamada París. Pero, sin duda, la tarea que se le había encomendado, a pesar de las apariencias, no dejó se ser bastante complicada; pues, transcurridas dos horas, regresó a la isla de Cítara, no con aspecto victorioso, sino con el gesto tímido y el rostro contrariado, como cuando uno se avergüenza.

III

Eros, sin poder evitar una sonrisa, preguntó:
–¿No has tenido éxito, pequeño Amor?
–¡Que desgracia! ¡qué desgracia! – dijo.
– Sin duda no has tomado la decisión adecuada.
–He hecho todo lo que había que hacer.
–¿Entonces qué ocurrió?
– Resultó que, – dijo el chiquillo,– con las alas apenas cerradas, semejante a una golondrina posada en el borde de un tejado, fui acercándome a saltitos. Vi a la damisela que leía una novela del Sr. André Theurite entre las adelfas del balcón. Pronto estuve muy cerca de ella, y, con una de mis plumas rozando el lugar donde late el corazón, murmuré dulcemente, dulcemente, siguiendo las lecciones que me enseñaron: «¡Eh! ¿qué haces en tu triste soledad, corazón desierto, corazón cerrado, igual que una fría flor de lis sin abeja? Estremécete, témplate, ábrete corazón virginal a fin de que te penetre y pueda regocijarte deliciosamente. No creáis, señorita, que vuestro único destino sea soñar en el balcón con vuestros castos ojos atentos a un libro más casto todavía. Hoy novios por las noches bajo la ventana, mientras los abuelos juegan a las cartas bajo las pequeñas tulipas de papel verde; ¡un joven os hablará de la bonita luna de miel en Italia o en España! y estaréis tan infinitamente emocionada con su voz que creeréis llevar con vos todo el amplio azul estremecedor de una mañana de abril.» Continué hablando así, como alguien que roza más que golpea, acariciando el querido lugar, el tierno lugar donde late el corazón. Pero ella, prosiguiendo su lectura, no me hizo caso; y no puede entrar.
Cuando muy contrito hubo acabado ese relato, los Deseos prorrumpieron en carcajadas, y las sirvientas de Eros, esas diosas debieron morderse los labios para no reventar; por lo común no eran en sus propios dientes en los que confiaban el cuidado de hacer más rojos sus coralinas bocas. El mismo, aunque augusto, viejo Eros se animó y dijo:
–Pequeño, eres realmente muy inocente y estás muy poco al corriente de las cosas para ser un Amor nacido de un fauno de los bosquecillos de Sèvres y de una ninfa del bosque de Meudon. Vamos, hay que reeducarte. Ninfa Erato, dejad de mirar un momento los menudos juegos de oro furtivo que un rayo de sol provoca en la nuca pelirroja de vuestra amiga, y, por favor, instruid a este pequeño Amor.

IV

Erato obedeció con mucho gusto; condujo al chiquillo detrás de una adelfa; entonces, allí, muy humillado él dijo:
–Ninfa, ¿acaso he cometido una falta grave?
–Debes saber,– dijo ella – que el camino hacia el corazón de las mujeres no es tan directo como parece.
–¡Cómo! ¿no debía dirigiere de entrada al corazón de esa damisela para insinuarme?
–Por supuesto que no.
–¿No?
–Te digo que no.
–Tal vez debería haberme deslizado por... la oreja.
–De ningún modo.
–¿Por los ojos?
–Para nada.
–¿Por la nariz?
–¡Vaya con el ignorante! – dijo ella.
Luego, inclinándose hacia él, le habló tan bajo que el menudo canto de su voz fue tan emotivo que hasta llegó a desunir el vuelo marital de dos mariposas blancas casi posadas en sus cabellos...
El joven Amor, tembloroso, de repente bajó los ojos con un rosetón en cada mejilla.
–¡Oh! ¡vaya!
–¡Sí!–dijo ella.
–Pero, ahí, ninfa Erato...
–¿Qué?
–Ahí, se está...
–¿Se está?...
–Muy lejos del corazón, ¿verdad?
–¡Eh! no, pequeño tonto – dijo ella – ¡si te levantas un poco!...
Al escuchar estas palabras se produjo una divertida algarabía en la corte de Cítara. Aunque no hubiese pasado la prueba, el chiquillo recibió el Arco y las Flechas. Además en poco tiempo adquirió, gracias al ejemplo de los otros Amores, toda la ciencia necesaria; e hizo la delicia y el desastre de las almas, tan bien lo uno como lo otro.


Traducción de José M. Ramos
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