EL CAMINO DEL PARAÍSO
Como se había
negado a casarse con el sobrino del emperador de Germania, la princesa había
sido confinada por su padre en la más alta estancia de una torre muy alta, una
torre tan alta que las nubes pasan más bajas y los mismísimos martinetes no van
allí a hacer sus nidos al sentir sus alas pesadas antes de llegar; aquellos que
veían desde lejos el vestido blanco de la cautiva ondear sobre la plataforma a
medio camino del cielo, creían más bien que se trataba de un ángel expulsado del
paraíso que una joven muchacha que había subido desde la tierra. Y durante todo
el día y toda la noche, Guillermina no dejaba de lamentarse; no solamente porque
se la había alejado de sus compañeros con los que tenía el placer de jugar o ir
a cazar, con el halcón en el guante, la perdiz o la garza, sino porque la habían
separado de un guapo paje guerrero llamado Aymeri que tenía unos bucles rubios y
una mejillas tan rosadas y a quién ella había entregado su corazón para no
retirárselo jamás.
Por su parte, Aymeri no tenía el alma menos contrita y, en una ocasión, acodado
en la ventana de la celda donde lo habían encerrado, bajando la cabeza hacia el
precipicio pedregoso que rodeaba la prisión, pronunció tristemente esta
palabras:
–¿Para que quiero vivir si me han robado aquello que era la única alegría de mi
vida? Cuando se me permitía estar a su lado me complacía esperar largas jornadas
para emprender nobles combates y aventuras victoriosas; deseaba todas las
glorias que le hubiese ofrecido como un pastor que regresando del llano regala a
su amiga un ramos de flores campestres; quería ser ilustre para que ella me
recompensase con una sonrisa. Pero ahora no me preocupan los triunfos ni un
nombre famoso en la tierra; ¿para qué recoger flores que no besará una boca
adorada? ya nada me interesa en este mundo. ¡Oh, tristes ojos! Podréis apagaros
porque ya no veréis más a Guillermina!
Dicho esto, subió sobre el alfeizar de la ventana y se dejó caer hacia el
precipicio rocoso.
Pero, hacía un instante que tres golondrinas se habían posado no lejos de allí
en la rama de una acacia en flor; batiendo sus alas y dando saltitos entre el
abigarrado follaje, no habían perdido palabra del discurso de Aymeri, a pesar de
aparentar no prestar atención.
–¿No es una gran pena...
–Que haya tanta desdicha...
–En un corazón tan joven?
–¿Y que haya tantas lágrimas...
–Tantas amargas lágrimas...
–En tan bonitos ojos?
Que esos pájaros hablasen no tenía nada de particular; pues no eran golondrinas,
sino ángeles que habían tomado su forma, encogiendo sus alas; ocurre con
frecuencia que los espíritus celestiales mudan de aspecto para escuchar entre
las ramas o por los caminos lo que se dice en la tierra; pero no lo hacen con
mala intención; serían muy felices de escuchar y no tener que repetir más que
palabras decentes; algunas veces incluso, para evitar castigos a nuestras almas,
se atreven a mentir a Dios.
– ¿No piensas como yo...
–Qué sería justo salvar a Aymeri...
–De una muerte tan terrible?
–¿Y que sin disgustar al Señor...
–Podríamos llevar a este muchacho...
–A nuestro paraíso?
Levantaron el vuelo los tres hacia el desesperado en el momento mismo en el que
él caía desde la ventana, y, antes de que se despeñase en las piedras del
precipicio, lo elevaron hacia el cielo sobre sus alas extendidas que ahora eran
alas de ángeles.
Aymeri quedó muy sorprendido de no haber muerto, y se mostró radiante cuando
supo a donde lo conducían; se volcó en agradecimientos, lo que agradó a sus
salvadores; siempre es agradable, cuando se complace a alguien, no encontrar
ingratitud. Por encima de las casas y los palacios, más alto que los plátanos de
los jardines, atravesaron el azur, la luz, las nubes; iban tan rápido que el
viento, a pesar sus ganas por seguirlos, se vio obligado a renunciar a ello y se
detuvo tras ellos resoplando.
Pero pronto, cuando la ciudad hubo desaparecido allá abajo entre la niebla,
Aymeri se mostró inquieto.
–Bellos ángeles, preguntó, ¿no os estáis equivocando de camino?
A estas palabras, ellos no pudieron evitar reírse.
–¿Crees acaso, muchacho...
–Que no conocemos...
–El camino del paraíso?
Aymeri, un poco avergonzado, respondió:
–Perdonadme, bellos ángeles. Os he hecho una pregunta tonta. Os prometo que no
volverá a suceder.
Las alas blancas seguían batiendo el aire; llanuras, bosques y montes
desaparecían en las grises profundidades; Aymeri por fin percibió, encima de las
nubes, el pináculo de una torre.
–¡Ah!, dijo con un grito de alegría, hemos llegado!
Los ángeles quedaron un poco sorprendidos por esas palabras.
–¡Todavía no! el paraíso...
–No está tan cerca como piensas...
–Cuando hayamos pasado...
–Las sombrías residencias de los hombres...
–A la derecha del sol, allá en lo alto...
–A traves de llamas de color de nieve...
–Aun estaremos bastante lejos...
–Del umbral resplandeciente que custodian...
–Los querubines con armaduras de oro!
Aymeri grito agarrándose a las plumas de los mensajeros divinos:
–¡Os digo que hemos llegado! En esa torre está el paraíso, en esa torre es dónde
Guillermina levanta haci ami las mangas de su vestido, más hermosa que vuestras
alas!
Los angeles no cabían en sí de estupor.
–¡Cómo! loco muchacho, ¿no quieres...
–Seguirnos hasta la morada...
–De las eternas delicias?
–¿No quieres ser como los elegidos...
–Que se extasían sin fin...
–En las claridades y las músicas...
– Y ver el incomparable esplendor...
–De jardines milagrosos...
–Dónde las flores, que son estrellas...
–Enervan con luminosos perfumes...
–Y olorosas luminosidades...
–A esas celestes abejas, las almas?
–¿No quieres, entre las Vírgenes...
–Flores de lis más bellas que los lis...
–Cuyo himen está hecho de rosas...
–Elegir una novia...
–Que cubrirá de perpetuos sueños...
–Tu angelical cama nupcial?
Pero Aymeri, dijo, tratando de desprenderse de ellos:
–¡No! ¡no! ¡no iré más lejos!
Entonces los ángeles se apartaron, precisamente ofendidos al ver que hacía tan
poco caso de los goces paradisíacos, y, a través del aire, cayó pesadamente
sobre las losas del pináculo de la torre.
Con las extremidades destrozadas y el cráneo roto, el pobre Aymeri gemía; le
salía sangre de la boca, de los ojos y la frente; sentía que se moría y
experimentaba en todo su cuerpo unos dolores tales que jamás hubiese creído que
se pudiese sufrir hasta ese punto. Pero Guillermina, azorada, le rodeaba el
cuello con sus brazos, acariciando las heridas, besando los labios
sangrientos... «¡Ya sabía yo, dijo, que conocía mejor que ellos el camino al
Paraíso!»
Traducción de José M. Ramos
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