LA CAMISA NEGRA

Él esperaba a Genoveva. Cubierto con la bata matinal y los pies desnudos metidos en unas pantuflas turcas, – estando en su casa, – acostado sobre el diván no lejos de la chimenea donde enrojecían las brasas, fumaba un cigarrillo esperando a su bella y querida amiga. Ella no tardaría en regresar. Había salido a hacer algunas compras. Nunca se ausentaba durante mucho tiempo del domicilio completamente imbuido de rosa-blanca y habano, – salón y fumadero a la vez, – dónde desde hacía seis meses su amor tenía su nido. Ella iba a aparecer, un poco agitada por haber subido rápido la escalera, rosa bajo el velo, y se dejaría caer sobre el diván, al lado de él, con ese pequeño «¡uf!» tan bonito, que nadie sabía decir como ella; y tendrían una de esas tardes de charla íntima, con sus labios próximos, alientos mezclados, besos dados y besos devueltos.
Llamaron a la puerta.
¿Ya?
No, ella no hubiese golpeado.
–Entre – dijo Fabricio.
Vio a una chiquilla, delgaducha, despeinada, con aspecto de aprendiz, que llevaba en la mano una gran cesta abierta.
–¡Oh! perdón, señor, me he equivocado. Me envía el dueño de la tintorería. Traigo a la señora... Pero estoy equivocada. No estoy en el vestidor. La criada me había dicho: la segunda puerta en el pasillo. ¿Si el señor es tan amable de indicarme?...
Fabricio, que se había levantado, se alzó de hombros con aire de impaciencia.
–¡Eh! pregunte a Roseta.
–Acaba de salir, señor.
–Entonces deje todo eso sobre esta mesa o sobre los sofás, o dónde usted quiera.
–Sí, señor – dijo la aprendiz.
Extrajo de la cesta unos encajes encintados, finos tejidos, plegados o vaporosos, que depositó sobre la mesa de forma ordenada, cuidadosamente; luego se alejó con la cesta vacía, tras un saludo simpático que erizó sus cabellos. Pero Fabricio no se volvió a levantar. Miraba esas cosas ligeras, blancas, azules, rosas, color carne algunas, y sonreía reconociéndolas.

II

¡Sí, desde luego, las reconocía! esa camisa de muselina de la India, tan transparente, sin mangas, ¿no era la que había visto deslizarse, con la hombrera desatada, a lo largo del más esbelto y liso de los jóvenes cuerpos, la noche en la que por primera vez Genoveva se había defendido mal? Él se acordaba de su éxtasis ante la fresca redondez de sus senos con puntas rosadas, también de la vacilación que había tenido, apartándose, reprochándose, no atreviéndose, temiendo perder en la embriaguez del beso la delicia de la mirada. Es algo cruel que se esté a punto de dejar de ver lo que los labios tocan. Y las otras camisas le recordaban otras noches, muchas bellas noches. Unas medias de hilo escocés, medias de redecilla, medias de día, de seda cruda, con remates dorados, lo hacían pensar en los queridos pequeños pies frágiles que él tomaba a menudo entre sus manos, estremecidos, semejantes a dos tórtolas timoratas. Un maillot le hizo rememorar la fantasía que Genoveva había tenido a finales del carnaval, de disfrazarse de paje bajo la discreta máscara negra. Y los pantalones –seda ligera o ligera batista – lo incitaban a sonreír. Pues los pantalones habían sido entre ella y él gran objeto de discusiones. Ella se obstinaba en llevarlos, llena de modestia o pereza por el viento que se desliza, insistiendo al respecto lo que puede ocurrir a una mujer descendiendo una escalera en el preciso momento en el que un hombre la sube, y que, en el invierno, una se resfría muy fácilmente; él, reprobando esa prenda viril, esa travestización bajo la falda, que confunde, desorienta, y no admitiendo que el pudor o la salud salvaguardada sea una compensación suficiente a la incomodidad de los más crueles retardos. ¡Oh! ¡los divertidos debates! En el fondo, a pesar de sus teorías, él estaba encantado de que Genoveva llevase pantalones. Luego, ante todas esas telas que habían tocado la piel de su amiga, se sintió invadido, poco a poco, de una infinita ternura. Su amante no era solamente la más bonita de las mujeres; no se limitaba, –perfecta como era – a ser un manojo de simpatías, de perfumes, de sonrisas; era extraordinariamente virtuosa – ¡ramo de candores! Sí, virtuosa y fiel, no se podía decir lo contrario. Fabricio, gracias a Dios, no era uno de esos benditos de los que se abusa fácilmente; no se dejaba engañar como esos imbéciles que añaden fe a las visitas a casa de una tía en Batignolles o a la necesidad de acompañar a la casa del abogado a una amiga mal casada que quiere la separación. ¡Él veía con claridad! Pues bien, en toda la conducta de Genoveva, jamás había sorprendido nada que le autorizase a la menor sospecha. Ella tenía realmente en el corazón esa ingenuidad de chiquilla, esa imposibilidad de mentir, que tan visibles resultaban en la inocencia de su rostro, de sus miradas, de toda su actitud. ¡Traicionar, ella! el peor de los escépticos no habría concebido la posibilidad de tal cosa; y la fidelidad de Genoveva era tan incuestionable, tan evidente, que Fabricio no experimentaba ninguna especie de inquietud cuando, dos o tres veces al mes, para la supervisión de sus negocios, él se veía obligado a abandonar París y dejar el nido de amor, dónde ella se aburría tanto completamente sola como una paloma abandonada.
Como se abandonase, con el corazón fundido, a esos amables pensamientos, ¡de pronto se sobresaltó! ¿Qué significaba aquello? Allí, cerca de la camisa de muselina de la India, entre las medias de hilo escocés, las medias de redecilla, los medias de día, las medias de seda cruda, entre los livianos pantalones, había una camisa negra, una camisa de seda negra que él no conocía, que no había visto nunca, – no, ¡jamás la había visto! – y que sin embargo había sido usada, puesto que regresaba de la tintorería, que había sido puesta, – ¡y quitada!

III

Todo parecía indicar que Fabricio, cegado por la ira, hubiese hecho de inmediato un guiñapo con la camisa denunciadora, si Genoveva no hubiese regresado en ese momento, un poco fatigada por haber subido la escalera, completamente rosa bajo el velo.
Se dejó caer sobre el diván, con ese pequeño «¡uf!» tan bonito, que nadie sabía decir como ella.
¡Pero no se trataba de decir «uf», bien o mal!
–¡Señora, usted me engaña! ¡Oh! sus estratagemas han sido urdidas hábilmente, y podría considerarse segura del misterio y de la impunidad. Pero no contaba con el azar, – ¡ese huésped de todas las traiciones humanas!– Él ha puesto en mis manos la prueba de su culpabilidad. ¡Mire! ¿Es esto una camisa o no? ¿Esta camisa es negra de seda? No espere hacerme admitir que es blanca y que es de batista. Es de seda y negra. Y bien, ante esta prenda última que nada tapa, y que, incluso tapando, no sería más que un vano obstáculo, se verá usted obligada a confesar que no la ha llevado jamás, que usted no se la ha sacado en mi presencia. ¿Delante de quién la ha tenido, delante de quién ha dejado de tenerla? Caramba, la felicito por su gusto en la elección de las lencerías. ¡La negrura de la tela debe hacer destacar como un milagro la delicada blancura de su carne criminal! Entre esas tinieblas sedosas, debe ser usted como un copo de nieve caído en la noche, como una pluma de tórtola entre dos alas de cuervo. ¡Miserable criatura! Yo meteré una bala de pistola o una punta de espada en cada uno de los dos ojos que la vieron tan blanca. Mientras tanto, vamos a explicarnos juntos, por favor. Va usted a confesar su atroz crimen sin subterfugios, sin reticencias; y, diga lo que diga, el resultado de ello será que mi cólera la arrojará por la ventana o mi desprecio le mostrarla la puerta.
Mientras Fabricio, – hombre bastante maleducado como puede comprobarse, – mantenía ese grosero discurso, ¿qué hacía Genoveva?
Estaba callada.
¿Prudentemente? ¿porque no tenía nada que responder? ¿porque, estando la camisa marcada con dos iniciales, era imposible hacer creer en un error de la tintorería? No. Me inclino más bien a pensar que Genoveva no era culpable; y la virtud calumniada no se rebaja más que con pena a las explicaciones.
La joven mujer se levantó.
–Adiós, señor, – dijo finalmente, dispuesta a salir.
Y, ofendida, mostraba un porte tan digno que Fabricio se sintió singularmente confuso; es que hay en la actitud de la inocencia, de la auténtica inocencia, un no sé qué inimitable, que da que pensar a las más firmes sospechas.
–Genoveva – exclamó él – ¡trate al menos de justificarse!
– No, – dijo ella.
– ¿Esta camisa tal vez no le pertenezca?
–Es mía, señor.
– ¿Tal vez fuese rosa o azul, y ha sido en la tintorería donde la han oscurecido?
–Siempre ha sido negra.
–Dígame que jamás la ha llevado, que la ha enviado, nueva aún y sin estrenar, a la tintorería por una razón cualquiera.
–Me la he puesto, no es nueva, adiós.
Y empujó la puerta decidida. Pero entonces sus fuerzas la traicionaron. No tenía el valor de abandonar a un celoso, demasiado amado, de algunas sospechas que albergaba; por desgracia, la pobre se fundió en lágrimas.
–¡Ah! ¡el ingrato! ¡él no comprende! ¡no comprende nada!
Luego, balbuceando, entre los más bonitos sollozos del mundo:
–¿Cómo? ¿No se acuerda que usted me dejaba sola a menudo, durante días, durante noches? A causa de sus negocios, dice usted. Y yo abandonada, ¿cómo iba a ponerme una de las camisas blancas, azules o rosas, cuyas hombreras ha desatado tan a menudo su impaciente deseo? No, señor, no, hombre cruel; para mis noches de soledad, para mis noches de viudez, tengo camisas negras, camisas de duelo, donde me duermo llorando, añorando sus caricias.
El la miraba, dudando.
–¡Ah! – continuó ella – cuántas veces llena de amargura y celos he mordido, lacerado, en mi aislamiento, esas camisas, ¡oscuro sudario de mi felicidad! A menos que no la hayan arreglado, ésta debe estar rota en más de un sitio, creo.
Él se precipitó, desplegó la camisa de seda negra. Desgarrada, en efecto. Aquí y allá. Rota. ¡Ante tal prueba, habría tenido que ser un gran tonto para conservar la menor duda! Fabricio se arrojó a los pies de su amante, pidiendo perdón. Era la conducta más sabia que fue posible mantener; pues Genoveva tiene los ojos muy bellos, más bellos aún entre las pestañas mojadas de lágrimas, y unos labios rosas que no han mentido nunca.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes