LAS CAMISAS MÁGICAS

I

En la estancia milagrosa donde, allende nuestro mundo, el rey Amor vive eternamente entre el coro inmortal de los ilustres amantes y de los amantes ilustres que no dejan de besarse en los labios excepto para cantar las alabanzas del augusto Beso, llegaron un día muy malas noticias. Unas viajeros que acababan de venir de los habitáculos humanos afirmaban que las mujeres de la tierra, en su apetito del Oro o del abyecto Placer, habían renunciado en su mayoría a las delicias de las más puras ternuras; incluso las mismas vírgenes, según decían, proyectaban ya perversidades en sus solitarios lechos blancos. Al escuchar esas noticias, el rey Amor experimento la pena que sentiría un príncipe magnánimo sabiendo que la peste y la lepra asolan su pueblo; y en todo su paradisíaco reino se produjo tal desolación que Julieta se alejó de Romeo para llorar amargas lágrimas, al igual que Jimena, durante un instante, ceso de mirarse en los orgullosos ojos de Rodrigo, y que una nube, para repentino pavor de Petrarca, veló el doble cielo que Laura tiene bajo los párpados. Sin embargo el joven rey dijo: «No, no puedo creer que tal calamidad aflija y deshonre a la dulce humanidad; los más sutiles observadores pueden dejarse engañar por las apariencias: tendré que comprobar la situación por mi mismo.» Y, en ese preciso momento partió para la tierra. ¿Qué camino utilizó? Un rayo de sol que descendía hacia un jardín de aquí abajo; y Amor tocó el suelo entre un parterre; lis, rosas y otras flores aún cerradas que lo reconocían se emocionaron y se abrieron.

II

Poco tiempo después, en la más grande plaza de la más grande ciudad del mundo, apareció un extranjero acompañado de un fastuoso séquito. Aunque lo más normal fuese considerarlo un charlatán, puesto que se mantenía de pie con gran gesticulación, entre ruidos de pífanos y tambores, en el pescante de un coche, no se parecía demasiado a los timadores y engañabobos que se acostumbraban a ver; no tenía en la cabeza un casco de cobre con un gran penacho, ni una capa de púrpura le cubría los hombros: luminosamente peinado tan sólo con sus cabellos de oro y de auroras, completamente acorazado con pedrerías, deslumbraba, ¡encantador y grandioso! Viendo su joven rostro altivo, terrible como un rayo y bello como una flor, daba la impresión de ser algún dios convertido en vendedor ambulante de orvietán1 . En cuanto al carruaje desde donde peroraba, y al que un vuelo de níveas palomas rodeaba de palpitaciones blancas, parecía hecho de un gigantesco zafiro completamente incrustado de diamantes o de estrellas; y los músicos, batiendo los tambores y soplando los pífanos delante de tres cofres, sin duda repletos de raras mercaderías, estaban, con una alas en la espalda, tan suntuosamente engalanados con frívolas telas y con cintas de colores, que desde poca distancia se les habría podido tomar por pajes que, a fin de divertir a alguna fantástica reina, se habrían disfrazado de aves del Paraíso.
No hay que decir que tal aparición causó en la ciudad una gran curiosidad. ¡Todas las mujeres salieron de sus estancias! Las vendedoras acudieron desde las tiendas, las cortesanas desde los salones, y desde los palacios acudieron las princesas. Las puertas de los conventos, abiertas como por arte de magia, dejaron escapar a los desbocados tropeles de monjas; y ya no había colegialas en las escuelas, porque todas estaban en la plaza, con la boca y los ojos desmesuradamente abiertos observando al hermoso charlatán.
Entonces él, dominando a la muchedumbre, dijo:
– Mirad astros, sonrisas de las flores, simpatías, encantos, bellezas, ¡oh, mujeres, escuchadme! No es lo que me conduce a este lugar el mediocre ánimo de lucro. No vendo nada, ¡yo doy! y no doy ni ungüentos ni maquillajes del los que, más frescas que las praderas en abril, no tenéis ninguna necesidad; ni sombreros, ni joyas, ni vestidos. ¿Qué puedo entonces ofreceros? ¡Camisas! pero camisas como no se podrían encontrar en las tiendas de la ciudad, unas camisas talismán, unas camisas mágicas. ¡Gracias a ellas serán realizados, Damas, vuestros más queridos deseos; Señoritas, vuestros más dulces sueños! Las tengo de tres clases: unas, muy ligeras, son del color de los lingotes que se ven en las casas de los prestamistas, otras son de color rosa como el pudor ofendido, otras son más blancas que unos lis entrevistos en las diáfanas brumas matinales. Y, antes de hacer vuestra elección, debéis saber que privilegio está vinculado a cada una de ellas. Aquellas de entre vosotros que, por las noches, a la hora en la que va a venir el esperado amante, pongan las camisas doradas, serán poseedoras, a partir de ese momento, de todos los lujos y todas las opulencias; no les hará falta nada de lo que el orgullo o la codicia anhela; y, siempre, por las mañanas, despertándose tras la partida de aquél que las ama, verán con mirada todavía adormecida, sobre la mesa, sobre la estantería o sobre la repisa de la chimenea, montones de piezas de oro o fajos de billetes de banco.
Millares de manos se dirigieron ávidamente hacia el vendedor de talismanes, queriendo tomar, arrancar, llevar.
Él continuó:
–Aquellas de entre vosotras que vistan las camisas rosas, lamentablemente conocerán otros goces. Las misteriosas caricias inventadas por la malicia de los más sutiles amantes; extraños pecados que aconsejan en voz baja los tentadores demonios. El beso, que es el más puro de los hechizos y tal vez el más infame de los placeres. Ninguna de las diabólicas delicias, ninguno de los infernales paraísos será vedado a aquellas temerarias personas que elijan las camisas rosas; y , por las mañanas, en la habitación llena de perfumes demasiado calidos y de espantosos recuerdos, tendrán miedo de abrir los ojos a causa de la inocencia del día que se deja traslucir a través de las persianas.
¡Ardientes respiraciones le quemaron el rostro! En tumulto, despeinadas, con las miradas ansiosas, muchas mujeres se precipitaron hacia él.
Él continuó:
–¡Sin embargo son preferibles las camisas blancas! Tened cuidado de no elegirlas. Gracias a ellas conoceréis los inocentes transportes de amar y ser amadas en una perfecta paz donde el alma se extasía. ¡Ninguna ambición que turba! ¡ningún arrepentimiento que mortifique! Seréis fieles amantes de fieles amantes. Para merecer poseeros, para ser dignos de no perderos, serán discretos, buenos, leales, honestos, heroicos. No os prodigarán principescos regalos; sus besos no encenderán devoradoras llamas en vuestras bocas, pero tendréis por todas partes, en los labios, el la frente, y en todo vuestro ser, la frescura que dejaría el roce de una ala angelical húmeda en el rocío del cielo. Mirad astros, sonrisas de las flores, simpatías, encantos, bellezas, ¡oh, mujeres! ¡aceptad las camisas mas blancas que unos lis entrevistos en las diáfanas brumas de la mañana!
Pero apenas hubo acabado el discurso, de todas partes de la plaza, las innumerables mujeres, se abalanzaban con estos gritos:
–¡Dorada!
–¡Rosa!
–¡Dorada!
–¡Dorada!
–¡Rosa!
–¡Dorada!
–¡Rosa!
–¡Rosa!
–¡Dorada!
El charlatán no sabía a quién atender; aunque se hizo ayudar por sus músicos, no podía satisfacer, pese a su diligencia, a todas las furibundas codiciosas que tomaban los talismanes, los estiraban, casi los desgarraban. ¡La distribución duró hasta bien llegada la noche! y las mujeres, – vendedoras, cortesanas, princesas, monjas y colegialas – no consintieron en retirarse hasta que los cofres estuvieron vacíos. Pero quedaba allí uno que no hubo necesidad de abrir, – el que contenía las decentes camisas blancas.

III

Cuando el joven rey Amor hubo repetido la experiencia en todas las ciudades de la tierra, y también en las encrucijadas de los más humildes pueblos, se sintió invadido de una infinita tristeza. ¡Los portadores de las malas noticias no habían mentido! Para escarnio de su gloria, el Lujo o la Lujuria era ahora el único objetivo de los deseos femeninos; y, tras haber sido el príncipe de los sanos ardores, de las inocentes alegrías, de las abnegaciones de hermosos heroísmos, él, Amor, ya no era más que el señor de las avaricias y de las sucias concupiscencias. Desgraciadamente para un díos debe ser una cruel aventura ser envilecido por aquellos que le adoran; y hubiese preferido sus altares desiertos a sus altares mancillados.
Una noche que estaba soñando melancólicamente, sentado en el borde de una cuneta, – después de haber distribuido todo el día tantas camisas doradas y tantas camisas rosas, – oyó en el silencio de las sombras, muy cerca, los ruidos de unos pasos. Se volvió. Observó a una flaca muchacha, una mendiga harapienta muy pálida pero bonita bajo los rayos de luna; y, tímidamente, con voz temblorosa, ella dijo:
–¡Oh! no os enojéis, os lo ruego; ¡tengo tanto miedo! Vais a considerarme muy atrevida. Antes, delante de vuestra carroza, muchas mujeres gritaban: «¡Dorada! ¡Dorada! ¡Rosa! ¡Rosa! ¡Dorada!» Yo no me atrevía a decir nada; pero tengo ganas de tener también una camisa.
–¿Tú, chiquilla? – dijo él.
–Sí. ¿Veis esa cabaña en la curva de la carretera? allí es donde vivo con mi tío y mi tía. Tienen un hijo un poco mayor que yo que trabaja en los campos; yo soy pastora de corderos. Nos amamos y nos vamos a casar. Y me daría mucho placer ser feliz con él, mucho tiempo, siempre. Así pues, comprended, si no os molesta, que os pida una camisa blanca.
¡El rey Amor levantó con orgullo su frente hacia las estrellas! ¡Había encontrado sobre la tierra en un corazón de mujer, una honesta y sencilla ternura! Eso bastaba para que su gloria no se apagase por completo; le parecía que reconquistaría su divinidad. ¡Desde luego le dio la camisa color de lis y de nieve! y, además, decidió hacer un gran honor a la pequeña mendiga tan delgada y pálida.
–¿Cuando te casas? – preguntó él.
–El lunes próximo, por la mañana, creo; pero no será una bella ceremonia porque somos pobres – dijo ella.
–¡Será una ceremonia tan bella, por el número y fastuosidad de los asistentes, que jamás se celebrará una boda semejantes en los esponsales de una princesa!
Y, escalando por el rayo de luna, subió alegremente hacia la paradisíaca tierra donde vivía. ¿Cuál era su proyecto? Había decidido asistir a la boda de la pastora, y no asistiría solo. Llegado el día, descendió aquí abajo, seguido por el cortejo de los ilustres amantes y de los amantes ilustres que no dejan de besarse en los labios excepto para cantar las alabanzas del augusto Beso: Allí estaba Julieta con Romeo, Jimena con Rodrigo y Petrarca con Laura, y tantas otras enamoradas cuya fama se inmortaliza con tantos otros enamorados. ¡Desde luego, era una hermosa compañía para las bodas de la pálida y pequeña mendiga! Pero, cuando esa multitud ponía pie en tierra sobre la carretera, no lejos de la cabaña, el rey Amor vio que había en la puerta una blanca cinta luctuosa. Se asombró, preguntó a un aldeano que por allí pasaba que le dijo «Murió una chiquilla que vivía ahí.» Entonces el díos, decepcionado, lloró, pues la pobrecita novia había dejado de vivir antes del himeneo, y, desgraciadamente, ya no había ninguna mujer en la tierra que quisiera la camisa blanca.

1.Droga inventada por un charlatán de Orvieto (Italia) que estuvo muy de moda en el siglo XVII. (N. del T.)

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes