LA CANASTILLA DE ISAMBERTE

La vieja esposa del marino, caminando a pasos cortos por el sendero del acantilado, se detuvo un instante apoyando ambos puños en su bastón para mirar a las parisinas sentadas por grupos en la playa; vistas de lejos, en el abultamiento de sus infladas faldas de todos los colores y con sus sombreros desplegados, parecían matas floridas aquí y allá sobre la arena; yo me imaginaba que la pobre, comparando sus harapos con tan hermosos vestidos, debía tener en el alma un poco de celosa melancolía. «¡Bah! ¡bah! dijo –respondiendo a mi pensamiento, – sin esos ricos atavíos, una bien puede seguir su camino en este mundo y en el otro, de principio a fin; basta un andrajo blanco para vivir, para morir y para ganar el cielo.» Allá encima, mientras descendíamos juntos la pendientes verde y pedregosa, ella me contó lo que su abuela le había contado de la Canastilla de Isamberte; buena historia a decir de las viejas, y de la que los pescadores de esta región han hecho una canción que cantan en el mar, en las noches suaves cuando el mar también canta.

I

El día en el que Isamberte vino al mundo, su padre y su madre se sintieron singularmente preocupados. No era que no les gustase tener una hijita abriendo unos ojos de cielo y unos labios de flor; incluso fueron presa de gran alegría oyendo ese primer llanto de los recién nacidos en el que se manifiesta el asombro de vivir: hay, entre todos los hombres y las mujeres, un eco largo tiempo mudo que no se despierta más que a ese llanto; pero ocurría que no habían podido preparar la canastilla del esperado bebé. ¡De tal modo eran pobres! Vivian en la base del acantilado, en una vieja barcaza invertida con planchas carcomidas que se les habían dejado por caridad, con el techo a punto de hundirse y sin puerta, donde el viento del mar durante la noche, metiéndose hasta su camastro, los envolvía en una cobertura de aire húmedo y gotas saladas. Cuando el hombre iba a pescar, no traía nunca peces ya que sus redes eran tan viejas que las mallas rotas, en vano intentadas reparar, dejaban siempre escapar los rodaballos y los lenguados; y la mujer no encontraba trabajo en el pueblo a causa de que se le veía la piel por los agujeros de sus harapos, lo que escandalizaba a las personas honestas: cuando no se está bien vestida, una no puede ganar con que vestirse. En verdad se hubiesen muerto de hambre si las personas ricas no tuviesen la costumbre de arrojar por las ventanas, al callejón o en la cuneta, las sobras de las cocinas. De modo que no había que pensar en bordar ni ribetear mantillas, o hacer bonitos gorros a los que tantas felices mujeres adornan con alegres cintas y otros colgantes. ¿Qué pues? ¿la pequeña Isamberte dormiría su primer sueño sobre taburete, sin ropa, completamente desnuda, como había nacido? Por fortuna, la madre tenía un gran retal de muselina, bordado con menudas hojitas que había recogido antaño en un montón de basura y con el que había hecho la cortina de su única ventana. Débil como estaba se puso a trabajar, lavando, desgarrando, cosiendo y plegando, e Isamberte, tan bien como mal, tuvo su cunita donde se mostraba tan bonita con sus ojos de cielo y sus labios de flor.

II

Cuando Isamberte creció, pronto dejó de ser alegre y de reír, de jugar con los otros niños sobre los cantos rodados. Pensaba que no podría hacer su primera comunión un bonito domingo soleado, en medio de la muchedumbre en fiestas, en la pequeña iglesia con techo puntiagudo como un mástil, erigida sobre el acantilado. Desde luego sabía el catecismo mejor que nadie, y el señor cura, entre su tropel de chiquillas, no tenía feligresa más meritoria. ¡Pero para comulgar hace falta un vestido blanco! Por desgracia los padres de Isamberte no eras de esas personas ricas que entran en las tiendas con los bolsillos llenos de dinero y pueden elegir entre veinte magníficas y caras telas. En más de una ocasión se lamentaba, anegada en lágrimas, delante de los hermosos escaparates. Pero su madre le dijo: «No llores, pequeña.» Extrajo de un viejo cofre todas las piezas de la canastilla, que había sido una cortina de muselina, las unió, las cosió, e hizo lo mejor que pudo un vestido; tan bien confeccionado estaba que, el día de la primera comunión, Isamberte fue vestida de blanco, tal y como era conveniente. El buen Dios, que todo lo ve, fingió no ver los remiendos de la blusa y de la falda, satisfecho como estaba de la almita intacta; e incluso, la pobre comulgante, siendo la más bonita, parecía a las gentes de la región que tenía el vestido más bonito.

III

A los dieciocho años se enamoró de un apuesto muchacho, pobre como ella. Mantuvieron un franco noviazgo, no ocultando su amor, besándose por la noche en el umbral de alguna puerta, pasasen o no personas. Iban juntos a pescar tortugas, ella, con las piernas desnudas, saltando de roca en roca sobre las deslizantes algas, él agarrándola por la cintura para que no se cayese; si ella se volvía, encontraba muy cerca de su boca una boca de la que no huía; y, al subir la marea, caminaban tan próximos el uno al otro bajo el tono rojizo de la puesta de sol, que se veía una sola sombra proyectada sobre la pared del acantilado. Tanto fue así que, finalmente, el sano deseo de poseerse se apoderó de sus corazones y sentidos, y manifestaron que querían estar juntos sin demora. ¡Pero la madre de Isamberte se mostró muy contrariada! «¿En qué piensas, pequeña? le dijo hablando en voz baja. ¿Se puede casar cuando se es pobre como tú lo eres? ¿Irás a la iglesia con esos harapos de tela que te dan un aspecto de mendiga, y te atreverás a dormir junto a aquél que te ama, completamente desnuda, al lado de tus andrajos caídos?» Esta vez fue la muchacha quién consoló a la madre. «En cuanto a lo de estar desnuda, no hay que temer que eso ocurra, dijo. Tomaré en el viejo cofre el vestido de la primera comunión, que fue mi canastilla, y haré con él mi camisa de novia.» Y así lo hizo. En el camastro nupcial estuvo vestida con la muselina blanca. Si la camisa tuvo aquí y allá algunos remiendos, el marido no se quejó.

IV

Aunque pobres, fueron felices en la vieja barcaza donde vivieron solos tras la muerte de los padres; la dicha de estar juntos, cuando se adora, consuela de las más amargas tristezas, y no hay lágrimas que no puedan secar los besos. Incluso no pensaban demasiado en ganar más de lo necesario para no morir de hambre; dedicaban apenas algunas horas de su tiempo, que lo hubiesen querido todo para su amor, al indispensable trabajo; no se preocupaban del mañana porque antes del día siguiente estaba la noche. Era su goce, cada noche, encontrarse al regresar de las tareas, y, como su casucha no tenía puerta, se oía, incluso un poco a lo lejos, sus risas locas y sus ardientes palabras; muchas personas ricas envidiaban a esos pobres muchachos que se amaban. Pero sucedió que Isamberte cayó enferma; en la miseria, la fuerza de vivir se usa más aprisa que la fuerza de amar. Ahora permanecía acostada todo el día sobre el camastro conyugal, con los labios pálidos, los ojos oscurecidos; veía que se iría en poco tiempo para no regresar. Durante largas horas se miraban, no hablándose, por miedo a confesarse sus pensamientos. Pero cada uno de ellos adivinaba lo que pensaba el otro. ¡Oh, qué desgracia, estar pronto separados! Y, en el esposo pronto viudo, a la angustia de perder a Isamberte, otra angustia todavía mayor se añadía, que ella adivinaba también. «¡Oh!, dijo ella la víspera del día fatal, sé en lo qué piensas! No hay sábanas en nuestra cama, ni ropa en toda la barcaza, y tú no sabes con que me enterrarás. ¡Oh, amado mío, no te preocupes por eso! Toma en el viejo cofre la camisa de novia que fue mi vestido de primera comunión, y hazme un sudario.»

V

Al día siguiente, envuelta como había querido estarlo, era enterrada en el cementerio; dos ángeles descendieron del cielo en un rayo de luna para llevársela. Pero eran dos angelitos, recién llegados al paraíso, empleados por primera vez en funciones de ir a buscar a los difuntos que serían los elegidos. Cuando hubieron apartado la tierra y levantado la tapa del ataúd, quedaron perplejos; jamás tendrían la fuerza, frágiles como eran, de levantar a la finada, de elevarla hasta el trono del Señor. Pues ese trono está muy alto. ¿Qué hacer? ¿Qué medio utilizar? Desanimados, iban a tomar la decisión de volver a subir para ser aconsejados por algún serafín con más experiencia, cuando se percataron de que la mortaja de muselina blanca temblaba por el aire de la noche, y tuvieron la idea de hacer unas alas que serían casi idénticas a las suyas. Piensen ustedes que los ángeles entienden de eso. En menos de un instante, la pálida tela desgarrada se adaptó a los hombros de la muerta en dos movedizas blancuras, e Isamberte, medio resucitada, subió al cielo, muy rápido, con las alas hechas con el sudario que había sido su camisa de novia.