EL CASTIGO DE LA CURIOSIDAD
Iracundo,
salvaje y bufando, al igual que un toro que se lidia en un coso, el Sr. Jean de
Cléguérec se precipitó en la habitación, nido de encajes y de sedas,
completamente en penumbras y tibiezas, donde su esposa medio desnuda aspiraba
todavía, bajo la cascada desplegada de sus cabellos, el olor de sus recientes
sueños; y, completamente fuera de sí, gritó:
– Señora, ¡he matado a vuestro amante!
Ella no comprendió al principio; levantó su dulce cabeza, apartó de sus párpados
un poco sorprendidos el desorden de sus rizos, y dijo:
–¿Eh? ¿Qué es eso? ¿Qué queréis? Apenas deben ser las doce; bonita hora para
despertar a una persona que no deja de bailar antes de la hora en que el
amanecer apaga las lámparas con su claridad.
El repitió, más imponente:
–¡Os dije que he matado a vuestro amante! ¡En duelo! ¡Esta mañana! ¡En el bosque
de Meudon!
Entonces ella se anegó en lágrimas; y ustedes no habrían dejado de sentir el
alma conmovida a más no poder si hubiesen visto y oído como se lamentaba la
pobre joven. Sincera por primera vez, – de tal modo la vencía la pena, – incluso
ni pensaba en jurar que era inocente, que jamás había engañado a su marido, y
que él se había manchado las manos de sangre sin razón.
–¡Ah! ¡Dios mío! ¡Adrien! ¡querido Adrien! ¡Lo amaba tanto! ¡Tenía un modo tan
exquisito de abrazarme sobre su corazón! Las palabras que me decía tan cerca del
oído en nuestras soledades nocturnas eran tan tiernas y tan embriagadoras! En
cuanto a sus besos, por ser el paraíso, no les faltaba más que ser eternos; y
eran largos y muy satisfactorios.
Un diablo en una caldera de aceite hirviendo no se enfurecería más de lo que
hizo el violento esposo.
– ¡Lo he sabido recientemente! – vociferó, no sin veinte juramentos. – ¡Pero no
fue Adríen al que atravesé de parte a parte con una espada vengadora!
Ella sollozó más desesperadamente:
– ¡Qué desgracia! ¡qué desgracia! ¡Ludovic! ¡mi pobre Ludovic! ¡Lo adoraba con
tanto fervor y era tan digno de mi apasionado cariño! Jamás conocí una delicia
comparable a la que me producía el soplido de su boca en mi cuello. Cuando ponía
su mano en mis cabellos, me parecía que unas llamas, pero unas muy dulces
llamas, le salían de los dedos, y me penetraban por completo, y me recorrían de
arriba abajo. Una vez creí morir, –¡ah! sin ningún dolor – de un escalofrío que
me causó el roce de su bigote sobre mis labios.
El marido hacía rechinar sus dientes de tan terrible modo que los cristales,
detrás de las cortinas, vibraron.
–¡Abominables revelaciones! – gritó él. – ¡Pero no fue a Ludovic a quién dejé
yaciendo en el prado con un preciso golpe de espada!
Ella lloró más abundantemente, retorciendo los brazos:
–¡Oh! ¡Qué desastre! ¡Qué catástrofe! ¡Valentin! ¡Querido Valentin! Su amor me
era tan precioso, tan indispensable, que desfallecía hasta volverme enferma,
cuando permanecía solamente dos días sin ir a verle a su apartamento de soltero
amueblado con una cama, un sofá y cuatro divanes. Y jamás, durante mis visitas,
ninguno de esos muebles fue inservible. Pues aquél que vos habéis matado en
vuestra execrable rabia era una de esos amantes heroicos, tan poco frecuentes en
nuestros días sin prodigios, que, a la perfección en sus tiernos trabajos,
¡añaden el milagro del Número!
El Señor de Cléguérec pataleaba, ¡hundía el parqué a patadas a través de la
alfombra!
–¡Execrable confesión! – ladraba, rabioso. – ¡Pero no fue Valentin, cuya vida
apagué tras una estocada en pleno pecho!
Ella emitió unos gritos desgarradores, se mesó los cabellos a puñados como para
arrancárselos todos.
– ¡Oh desgracia sin par! ¡Oh, suprema calamidad! ¡Mi querido Marcel!...
Pero, entonces, su marido la interrumpió, súbitamente calmado, y, con un tono
con el que esta vez había más alarma que cólera, y dijo:
– ¡No, esperad, deteneos un momento! La estratagema que mis celos curiosos han
concebido para informarse ha tenido demasiado éxito. Prefiero confesaros que no
he matado a nadie; pues, si continuase con la prueba ¡acabaría por saber que
habéis amado a toda la tierra!
Traducción de
José M. Ramos
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