LAS CENIZAS DE LA ROSA
I
Esa mañana me encontraba de un humor sentimental porque la
víspera había escuchado a una joven señorita casadera cantar al piano un tierno
romance en el que las mariposas, durante la estrofa final, se demoraban sobre el
corazón de las rosas. Y el jardín que atrajo mi paseo era perfecto para
mantenerme en ese estado de ánimo; no había nada desagradable ni fuera de lugar;
con su parterre donde las balsaminas azules, rojas, amarillas, estaban
dispuestas en buen orden así como unas macetas de Sevres y figuritas de Saxe lo
estarían sobre la estantería de una provinciana, con la arena de sus senderos,
donde el rastrillo había dejado marcas iguales y paralelas como las líneas de
una partitura musical, con sus arriates correctos, uniformes, semejantes a los
encajes de un vestido que jamás haya sido arrugado, sugiriendo todo la ambición
de un agradable ideal, de buen gusto, sin estridencias, estrecho, elegante,
bonito, perfecto para proporcionar temas para una acuarela. El sol de julio,
prodigando su sueño dorado, ponía en ese jardín todo lo que puede tener de
infinito en un ramo.
Una mariposa que revoloteaba, parecida a dos pétalos que un soplido habría
arrancado, rozó mi mano y dejó allí un poco de polvo muy fino.
–Mariposa blanca, – le dije yo (el recuerdo del romance me inducía a esas
conversaciones con los frágiles animalillos alados), mariposa blanca, no te des
prisa en huir; pero, más bien pósate sobre esta hoja, – una flor ocuparía
demasiado, – y responde a una pregunta que siempre he tenido ganas de hacerte a
ti o a una de las tuyas.
La mariposa se posó sobre la hoja.
–Escucho – dijo.
–Enamorada frívola de las rosas y las flores de lis, – dije yo – este ligero
polvo que tus alas sacuden mientras revoloteas de un cáliz a otro, y que
seguramente da a los perfumistas la idea de vagas fragancias, ¿de dónde procede?
dímelo. Vosotras, mariposas, tenéis las únicas alas de donde cae, como de una
borla, una blancura espolvoreada.
La mariposa dijo:
–¡Curioso!
Pero, como era por ocio, no desdeño instruirme; creo realmente que se sabrían
muchas cosas que no están en los libros y que los sabios ignoran, si se charlase
más frecuentemente con los insectos del bosque y del campo, hormigas,
escarabajos, cigarras, cochinillas.
II
Cuando nació Eva con los cabellos pelirrojos, a los dieciséis
años, en el milagroso Edén hormigueante de vida y de juventud, ella permaneció
extasiada ante tanta magnificencia; pero ninguna envidia la mordía el corazón.
Antes incluso de ser mirada en el espejo de alguna fuente, ya estaba rodeada; y,
desde que hubo mirado en el arroyo su imagen, se compadeció de los seres y las
cosas. ¡Sí, la melena del león, en su flamígera sacudida, era soberbio en la
claridad, pero la cabellera de Eva, largamente desplegada, resplandecía más
luminosa! Era posible que el cielo fuese azul, pero sus ojos se azulaban más
exquisitamente. ¿Por qué iba a estar celosa del cisne, teniendo ese cuello y
esos brazos hechos de nieve viva, por qué de las lianas, manteniendo unos
abrazos más traidores y más lentos, por qué de la frondosidad de los olorosos
bosques sabiendo que ella reservaba en el misterio de su cuerpo profundidades
más tupidas y más perfumadas? Enorgullecida, consideraba la naturaleza nueva
diciendo: «Sin duda, esto esta muy bien; ¿pero qué? ¿no es más que eso?» Y el
juego al que se dedicaba, era, sentada en un árbol, a besar riendo las uñas de
sus dedos finos.
Pero un día vio una Rosa.
III
La Rosa estaba allí, ante ella, apenas rosa, ¡casi blanca en
su gracia triunfal! ¡Se abría y brillaba como una flor que fuese una estrella!
¡Estaba radiante y viva como una estrella que fuese una mujer! Un tigre que
pasaba lloró de ternura observándola.
Entonces Eva se sintió turbada. Comprendió que tenía una rival parar toda la
eternidad. Por bella que fuese, la Rosa no era menos bella que ella. Perfume
contra perfume, sonrisa contra sonrisa, carne de flor contra carne de mujer,
habría hasta el fin de los días una lucha sin cuartel. En vano los poetas
enamorados, tratarían de probar a sus amantes la derrota de la flor soberana en
entusiastas madrigales; Eva no se hacía ilusiones: la Rosa siempre la
desafiaría, magnífica y victoriosa; sería la eterna humillación de la mujer ser
comparada con su rival desplegada.
Una tristeza de la que no se podría hacer una idea, se apoderó de aquella a
quien se sometían todas las demás cosas creadas, a quién se resistía únicamente
una flor. Ya no le gustaba mirarse en la claridad de la fuentes, en observar los
cisnes jugar, menos blancos que ella sobre el azul celeste de los lagos;
acostada cerca del esposo, soñaba amargamente noches enteras, con los puños en
los dientes bajo la indiferencia de las estrellas, y permanecía largas horas
sentada bajo un árbol sin besar la uña rosada y fina de su dedo meñique.
Tanto fue así, que por fin decidió destruir la flor que le disputaba el triunfo
de ser la incomparable belleza. ¡Eh! sin duda, ella lo sabía, una rosa muerta no
significaba la desaparición de todas las rosas; ellas renacerían cada primavera,
cada verano, las demasiado bellas, para vergüenza de las bocas menos rojas. Pero
al menos, Eva habría vengado la primera ofensa; no habría tolerado, sin
revancha, la victoria de una rival. Pensó en primer lugar en destrozar a la
enemiga, morderla, pisotearla en el camino entre los guijarros, arrojarla a
continuación despedazada al viento furioso que pasa. Una vez ella había visto un
buitre capturar una alondra; ¡así hubiese ella querido tomar la Rosa! sin
embargo se decidió por otro suplicio. Con hierbas secas, levantó sobre la arena
una pequeña pira, la encendió dejando caer en ella una luciérnaga, y cuando las
hierbas estuvieron envueltas en llamas, cogió la flor y la arrojó al incendio. ¡Oh!
¡cómo se estremecieron los frágiles pétalos y se encogieron con crepitaciones
lastimeras! ¡Qué triste y cruel fue ver quemados esos perfumes, esa vida, todo
ese encanto! Al final no quedó nada sobre el ligero brasero exceptuando un poco
de blanco polvo, – eran las cenizas de la Rosa – y la mujer ya feroz, estaba
contenta.
IV
Pero la desesperación fue grande entre las mariposas del
Edén. Ellas amaban la Rosa que odiaba la Mujer. ¿Cómo? ¿Ya no estaba? ¿ya no se
posarían más, estremecidas y radiantes, sobre el temblor de sus pétalos, no
rozarían mas, extendiendo sus alas, el misterio embalsamado de su corazón?
Mientras se perpetraba la acción fatal, ellas habían revoloteado, perdidamente,
en torno a la hoguera inmisericorde; Eva ni siquiera las vio, contemplando como
estaba su venganza. Ahora ella se alejaba triunfal, y las mariposas miraban
sobre el pequeño montón de hierbas apagadas, los restos pálidos de la bien
amada.
Al menos, conservarían de ella todo lo que pudiesen tomar.
Muy numerosas, en tumulto, juntas o una tras otra, se arrojaron sobre las
preciosas reliquias, y rodaron, se envolvieron…– Y el fino polvo volátil que
desde ese día esparcen las alas de las mariposas, son las cenizas de la Rosa.
Traducción de
José M. Ramos
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