EL COCHERO IDEAL

En el cuarto de baño, decorado de sedas estampadas con rosas en floración, al lado de la palangana, pequeño lago de orillas plateadas donde la esponja lucia como una isla dorada, Luce Luçon, completamente desnuda, anudaba, con los brazos en el aire, ante el alto espejo inclinado, sus cabellos rubios que casi eran rojizos merced a los sabios tintes químicos; reía al espejo que le mostraba un cuerpo grácil, casi rellenito, de un blanco níveo por todas partes, enrojeciendo aquí y allá, y donde tres frondosas y auténticas negruras delataban, con la picardía de una imprevista antítesis, el azafranado de su cabellera; y había en el aire, mezclado con los perfumes de veinte frascos, apenas diferente de las exhalaciones de un prado florido mojado por la lluvia, el fresco olor de las jóvenes carnes lavadas.
– Es – dijo la doncella entreabriendo la puerta – el cochero de la Señora Andrée Lérys que quiere entregar personalmente una carta a la señora.
Luce Luçon se envolvió con un albornoz de terciopelo rosa y repuso:
–Que entre.
Y el cochero fue introducido, mientras tanto ella se tumbaba en la mullida tela del diván de donde salía, con el aire de una sonrisa que acecha, el extremo de un pequeño pie desnudo. «Querida, escribía Andrée, salgo para Egipto con un príncipe primo del Khédive y guapo como un mulero de la calle del Cairo. Yéndome quiero hacerte un regalo: ¡mi cochero! Es una auténtica joya.» Y acababa con besos mimosos antes de la firma. Luce miró al sirviente recomendado. Desde luego tenía buen aspecto; tal vez demasiado robusto y pesado, pero bien plantado, con el rostro joven y la mirada inteligente; aderezaba con un poco de descaro la gravedad que conviene a las personas de su rango: no hubiese parecido fuera de lugar sobre el pescante de una carroza de embajador.
– Me dan sobre usted los mejores informes – dijo Luce – y creo que me vendrá bien. ¿Cómo se llama?
–Alfred.
–Alfred, bien. Sin duda sabrá usted conducir muy bien.
El sonrió, desdeñoso. Puso más o menos la cara de un magnánimo poeta a quien se le preguntase si sabe rimar con talento. El respondió, tras un silencio:
–Señora creo que no habría sido digno de estar al servicio de la Señorita Andrée Lerys y no me atrevería el honor de ser el cochero de la Señora si mi merito se limitase al banal arte de girar en las esquinas de las calles sin tropezar con la acera o de bajar por el bulevar Haussmann sin enganchar la rueda en el raíl del tranvía.
–¡Eh! ¿Qué es entonces lo que sabe usted hacer?
Él bajó los ojos con una modestia que disimulaba mal un noble orgullo.
–Señora, – dijo – yo sé volcar.
–¡Eh!–exclamó Luce Luçon.
Él continuó sin levantar la mirada:
–La señora conoce sin duda a Noémi de Lusignan. Es una mujer muy hermosa, nada tonta, muy bien educada y con un muy buen olfato para los extranjeros distinguidos. Sin embargo no tenía demasiado éxito, vivía de alquiler e iba al bosque de Bolonia en los coches del círculo. Sí, en los coches del casino. Yo me compadecí de ella. Me hice su cochero desde el preciso instante en que compró a crédito un victoria y dos caballos a los que yo podía decentemente conducir. Algunos días después era la amante de un rico industrial holandés que le regaló un palacete en el barrio Monceau, y que, siendo viudo, se está planteando seriamente en darla por madre a sus hijos.
–¡Ah! ¡Vaya! – dijo Luce Luçon.
–No enumeraré todos los servicios realizados por mis habilidades a personas que por otra parte me han testimoniado unos reconocimientos de los que me siento muy orgulloso. El último es el éxito que me debe la Señorita Andrée, vuestra amiga. ¡Por desgracia, era para compadecer! embargada dos o tres veces por semana, reducida a cenar en los restaurantes el plato del día, obligada a subir en los fiacres para ir al Jardín de Paris. Sin embargo Andrée Lérys – la Señora no lo ignora – tiene todo lo que hace falta tener para gustar, y para gustar todavía después de haber gustado. ¡Me indigné contra el injusto destino del que la pobre era victima! Me hice su cochero. Algunos días después, era la amante de un príncipe millonario que le puso al cuello un rosario de diamantes negros y que la lleva a países exóticos donde, por lo que se cuenta, los senderos de los jardines están empedrados con lingotes de oro.
–¡Sapristi!–dijo Luce – cocheros como usted no se encuentran todos los días.
Él se inclinó agradeciendo el cumplido.
– ¿Pero dígame, se lo ruego, por qué medio obtiene usted tan magníficos resultados? – solicitó ella.
– ¡Yo creía haberlo dado a entender suficientemente! Sin embargo, dado que la Señora lo desea, me explicaré con más claridad si cabe. Si Noémi de Lusignan, propietaria de un palacete que aparece en los sueños de las más célebres coquetas, está a punto de unirse, ante las autoridades competentes, con un opulento usurero de Roterdam, es que, una mañana, en una avenida solitaria no lejos de la Cascada, en el momento en que ese holandés, conocido por mí, salía del restaurante, yo enganché la rueda con el tronco de una acacia: Noémi, con el coche volcándose, dejó ver sobre la carretera, con bonitos gritos de pavor, una blancura de piernas más allá de las ligas que deslumbró, como un delicioso relámpago, al rico transeúnte extranjero, y ahora, él va a casarse con esas piernas. Si Andrée Lérys emigra, rica ya y triunfante, hacia países exóticos, es que, al regreso de las carreras de Auteuil, su coche, sabiamente dirigido, fue volcado por el landau de un principe primo del Khédive. Un poco de desnudez rosada – mientras Su Alteza se precipitaba hacia Andrée desvanecida en el camino – se estremecía entre las transparencias de las muselinas y los encajes bordados. ¡El príncipe quedó impactado con tan hermoso espectáculo! y, habiéndose presentado esa misma noche en casa de su amante, él mereció, gracias a las ricas ofrendas, volver a verla más a menudo, sin encajes ni muselinas.
Luce Luçon se partía de risa.
– Es usted, en efecto, – dijo ella – ¡una auténtica joya! ¿Pero no hay riesgo de que se partan el cuello al caer?
– Señora, las personas que yo vuelco tienen la sensación de deslizarse entre algodones.
–Entonces, está decidido; aunque en este momento no tengo necesidad de recurrir a su habilidad, lo tomo a mi servicio.
Tras esas palabras, ella hizo un gesto de despedida.
Pero él no se movía.
–¿Y bien? – preguntó ella. –¡Ah! sí, ¿vuestros emolumentos?
– No, – dijo él – ¡no se trata de mi salario! yo me remito a la generosidad de la Señora. Tengo un pariente, jefe de negociado en una administración gubernativa, que gana seis mil francos al año: a la Señora no le gustaría que tareas más difíciles y más delicadas que las suyas valiesen unos emolumentos menores que los de mi pariente.
–¡Diantre!
–Además, ¡tengo preocupaciones más elevadas! Lo que me retiene, lo que hace que no me haya retirado, como habría debido hacer, desde la señal que me mostraba la puerta, es que...
–¿Es qué?
–Es que, del mismo modo que la Señora ha pedido informes sobre mi, yo debo a mi vez pedirlos ¡sobre ella!
–¡Ah! ¡nada más justo! –aprobó Luce Luçon. ¿Qué desea usted saber?
El mostró, un instante, algún embarazo.
– La cosa no es fácil de decir – murmuró finalmente. –¿Cómo podría hacerme comprender sin perder el respeto que un buen servidor debe a su señora? Esta es la situación: Mi especialidad es conocida, y, naturalmente, tengo una fama bien adquirida. Ahora bien, ¿que ocurriría si, tras el coche volcado, el resultado que se pudiese esperar de ese accidente no hubiese sido obtenido?; para ser más preciso: ¿ y si los encantos entrevistos en el diestro azar de la voltereta no provocasen más que una impresión poco profunda a los ojos y en el corazón de aquél al que estuviese destinada su furtiva aparición? No dejaríais de decir que yo había medido mal, que no supe hacer volcar el coche según una línea de inclinación propicia a un levantamiento suficiente de las íntimas telas, o bien que había elegido un lugar poco favorable, un mal momento, un espectador muy poco sensible..., ¡y estaría deshonrado! Sin razón quizás. Pues en justicia, el fracaso podría haberse atribuido a alguna imperfección de los tesoros entrevistos.
–¡Es usted un insolente! – dijo Luce Luçon.
–¡Oh! ¡No se enfade Señora! ¡Estoy convencido de que sois digna, en todo punto, de las más apasionadas y de las más repentinas admiraciones! Tan sólo planteaba una hipótesis general. Pero debe ser tenida en cuenta otro factor: todos los tipos de belleza, por muy exquisitos que sean, no son del agrado de todos los ojos. Según las edades, según los rangos, según las nacionalidades, difieren los gustos de los hombres. Por ejemplo, he visto a burgueses muy ricos no prendarse de lo que deslumbraba en exceso a los artistas o a caballeros de alta alcurnia. Debo pues, para no cometer enojosos errores, conocer tan perfectamente, tan minuciosamente como sea posible las cualidades particulares de las mujeres que quieren tomarme a su servicio.
Ahora, con los puños en las costillas, Luce Lucón se tronchaba de risa.
–¡Bueno! ¡bueno! ¡lo entiendo! ¿Usted quiere ver antes de hacer ver?
–Sí, – respondió respetuosamente, pero con resolución, el buen cochero.
–¡Que un rayo me parta! ¡Si crees que voy a turbarme contigo más que con tantos otros!
Y, riendo todavía, con dos gestos sacó su albornoz. Cayendo del diván, quedó sobre la alfombra en la pose tumbada de una mujer que acaba de caerse, desde los asientos del coche, sobre la arena de una avenida.
–¡Oh! – exclamó él levantando los brazos al techo.
–¿Y bien?
–¡Sin emolumentos! ¡Quiero servir a la Señora sin salario! ¡por el honor, por el placer de conducirla hasta los más altos destinos!
–¡Excelente!
–Y no lamento más que una cosa.
–¿Cuál?
–Que las elecciones no nos hayan dado una mayoría monárquica que hubiese derrocado al gobierno.
–¡Vaya! ¿Por qué?
Y lleno de entusiasmo, exclamó:
–¡Porque habría volcado a la Señora delante del rey de Francia!

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes