LA COCINA DE
LOS ÁNGELES
Acababa de
ascender, la pasada noche, el sendero del acantilado, cuando observé un Ángel
que estaba posado sobre el tejado de arcilla de la capilla. En una primera
ojeada, se hubiese podido tomar esa vaga forma pálida, por una nube de niebla
venida del mar que se hubiese detenido allí como una muselina desgarrada; pero
no carece de sentido que las miradas de los poetas estén acostumbradas a
descubrir las realidades celestes bajo la vana apariencia de las ilusiones; y vi
perfectamente que se trataba de un Ángel. Estaba sentado bajo uno de los brazos
de la cruz, inmóvil, con la frente inclinada hacia el valle, con sus alas
blancas, recogidas sobre sí, dando la impresión de una joven muchacha medio
desnuda que hubiese cruzado su pañoleta.
Como es bastante insólito encontrar en este mundo una criatura paradisíaca, creí
que haría bien aprovechando la ocasión para aclarar algunas dudas que siempre me
asaltaron respecto de la naturaleza y costumbres angelicales; me acerque al niño
de luz, decidido a interrogarle. Pero no me sentía sin cierta inquietud. ¿Con
qué título debería saludarlo? ¿Qué grado había conquistado en las divinas
milicias? ¿A cuál de las tres Jerarquías pertenecía y a cuál de los nueve Coros?
¿Debería llamarle Arcángel, Serafín, Dominación, Querubín, Principal, Trono,
Poder, Inteligencia o Virtud? Además podía ocurrir que al ruido de mis pasos, al
sonido de mis palabras, se asustase, desplegase las alas y levantara el vuelo,
dejando en el aire la estela de una huida blanca, rápidamente difuminada, y, en
mi alma, un sueño. Las cosas fueron mucho mejor de lo que esperaba. Tal vez él
sabía que yo viví mucho tiempo familiarizado con sus semejantes en los cielos de
Swedenborg1 y se sentía inclinado, a causa de eso, a alguna
condescendencia. Lo que es seguro, es que no pareció en absoluto asustado de mi
proximidad; incluso me dio la impresión que, sin elevar la frente sin embargo,
tenía en sus cabellos un ligero torbellino dorado, como para hacer señales.
Animado, hice una genuflexión, y, tras algunas breves palabras en las que hice
prueba de la más cortés angelolatría, – llamándole al azar, Espíritu celeste, lo
que no me comprometía y no podía disgustarle, – me dispuse a interrogarle.
¡Había un punto sobre el que ansiaba ser instruido! ¿Se alimentan los ángeles, y
si es así, qué comen? Problema capital, objeto de tantas controversias. Julius
Sperberus, un poco irreflexivamente, concluyó afirmativamente y habla de una
ambrosía mezclada de maná, que parece ser un plato de su gusto; Jacob Boehme, en
su capítulo sobre las siete cualidades astringentes de Dios, se burla muy
cortésmente de la cocina de Sperberus, y Jane Pordage, tras haber pesado los
pros y los contras, no sabe por qué decidirse. Aunque supusiera una cierta
irreverencia importunar con tal pregunta a una criatura sin duda inmaterial, y
aun cuando diese un poco la impresión, hablando a uno de los Elohim, de alguien
que preguntase a un loro: «¿Has almorzado Jacquot?», el Ángel sentado sobre el
tejado de la capilla no se mostró importunado por mi audacia, y se dignó a
responderme con una voz tan deliciosamente hecha de melodía y claridad que
parecía que en el silencio nocturno cantase un coro celestial.
«Sí, como los pájaros y los bebés, como las mariposas y las mujeres, mis
hermanos y yo comemos, en efecto, pero nuestro alimento no es aquél que deleita
al grosero apetito de los humanos y los animales; está muy equivocado el pintor
que nos representa preparando viandas y limpiando legumbres. No creo tampoco que
las estrellas sean frutos milagrosos bajo una corteza de oro, ni que hagamos
nuestras comidas del perfume de las flores paradisíacas, ni que bebamos la leche
luminosa de la vía láctea. Nuestro sustento –¡Oh, el más dulce de nuestros
eternos privilegios!– es el aliento de las vírgenes de la tierra. ¡Cómo!
¿Pensabas que no sirve de nada, después de ser exhalado el aliento de los castos
labios que ninguna boca besó; que se dispersa con todos los perfumes en la vana
brisa errante? No, él sube intacto, diferente de los demás aromas, exquisito, y
cada ángel, que lo acecha al paso, aspira el alma vaporizada de una niña. Esos
son nuestros deliciosos festines, nuestros incomparables ágapes. La respiración
de las efímeras muchachas hace que vivamos eternamente, y ese precioso vaho
alimenta nuestra sutil sustancia. Algunas veces llega como un aliento de virgen,
incierto, demasiado débil de lo dulce que ella es y no puede elevarse hasta el
paraíso que lo espera: entonces aquél de nosotros al que está destinado, toma
vuelo y desciende a vuestro mundo para recogerlo más cerca de los labios de
donde éste emana, como una mujer se inclina para oler una flor. »
Tras haber agradecido al Ángel la buena atención que me prodigaba, me atreví a
preguntarle todavía:
«¿Ninguna otra respiración que el de las inmaculadas os serviría para
alimentaros?
–Ninguna – dijo él.
–¿No podríais satisfaceros con la fragancia, tan deliciosa sin embargo, que
exhalan como rosas abiertas, las bocas de nuestras esposas?»
Él adoptó un aire de desdén, casi de desprecio; yo no consideraba insistir más
al respecto; me limitaba a insinuar, con un poco de más confianza, que no tenía
de hiriente:
«Si he comprendido bien, por lo que os habéis dignado a revelarme, ¿se podría
deducir que habéis descendido esta noche, a la hora de la comida, para aspirar
el aliento de alguna joven?
–No te equivocas, dijo sonriendo. Mientras me escuchas siento subir hacia mí un
frescor inefable que me penetra y me extasía. Ella está dormida más blanca que
su pequeña cama blanca, bajo el boj sagrado cuyo tallo trepa por la concha de la
pila de agua bendita, está dormida, y ni siquiera sueña aquella cuyo aliento es
mi dulce alimento; ¡respiración que hace menos ruido, errante sobre sus labios,
que el vuelo de una lejana abeja! Ella nunca ha levantado los ojos hacia los
galanes que pasan, y espero que tarde mucho la hora en que el beso de un esposo
deshonre su boca. Es tan casta que jamás ha pensado en preguntarse por qué las
demás muchachas consideran con aire de envidia, con sonrojo también, a las
casadas que salen de la iglesia del brazo de sus maridos; al acotarse, mete su
muñeca entre las sábanas, a su lado, diciéndole en susurros: «Buenas noches,
hermanita!» ¡Oh, lecho de virgen! ¿Qué nieve hecha de polvo de lis sería más
pura que vuestra fría palidez? Pero, más pura todavía, reposa la niña dormida, y
en su aliento me nutro de todas las inocencias y de todos los pudores.»
Hablando de ese modo, el Ángel parecía experimentar un placer infinito; había
ciertamente en su actitud, – si se pueden comparar las divinas delicias con las
satisfacciones humanas, – un poco del bienestar visible de un gastrónomo que
saborea un excelente bocado. Pero, de repente, el celeste goloso hizo una mueca
de desagrado que no dejó de sorprenderme. ¿Acaso el adorable manjar había
sufrido alguna alteración súbita? Cruel hipótesis: ¿Tal vez un beso imprevisto –
todo es posible, incluso en la fría cama de las vírgenes, – había interceptado
la cena del Ángel? No tuve ocasión de interrogarlo al respecto, pues abrió sus
grandes alas y desapareció en el sombrío azur. Me marché pensando que el régimen
alimenticio de los Espíritus celestes no deja de tener algunos inconvenientes; y
si no toman la precaución de asegurarse, en caso de accidente, más de un menú,
con frecuencia deberán acostarse sin habar acabado sus comidas.
1.
Emanuel Swedenborg (1688-1772),
científico,
teólogo y
filósofo
sueco. En
El Cielo y el Infierno, una de sus obras más conocidas pone de manifiesto
que el cielo y el infierno son Estados en primer lugar de alma para a
continuación volver a lugares. Después de la muerte del cuerpo físico el
individuo pasa un tiempo intermedio en el mundo de los espíritus de ahí elegirá
libremente ir al cielo o al infierno. El cielo no es una recompensa y el
infierno no es un castigo. Y hace una descripción de la experiencia de paso, de
los ángeles y los demonios. (N. del T.)
Traducción de
José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes |