EL COFRE DE ÉBANO Y ORO

Colette dijo:
– Lila, ¡cómo me alegra tu visita!, en primer lugar porque ver sonreír tus ojos y florecer tu boquita es mi más dulce placer, y luego porque tengo una gran noticia que darte, una muy buena noticia además. ¿No notas un cierto cambio en mi aspecto?
– Ningún cambio, querida! Estás como siempre, es decir la más bella cosa viviente que se haya parecido, por el color, el olor o la gracilidad, a una flor o a un pájaro; y no has dejado de tener, en cada uno de tus gestos, en cada una de tus miradas, ese amable no sé qué que resulta completamente antagónico a la virtud llevada al extremo.
– Me sorprende. Me parece que debiera parecer muy seria al mismo tiempo que muy alegre, como una persona que, tras haber maquinado en su espíritu importantes pensamientos, alcanza por fin el objetivo de sus meditaciones. ¡Pues he logrado mi objetivo! Sí, Lila, ves en tu amiga a una mujer que ha imaginado, que ha realizado, que más de una vez ha puesto en practica la más asombrosa y la más útil de las invenciones. En una palabra, he encontrado algo absolutamente nuevo, absolutamente admirable; y queda fuera de toda duda que, si nuestras bisnietas son justas, seré considerada en el futuro como una de las grandes bienhechoras de la humanidad femenina.
–¿Algo nuevo?
–¡Sí! – dijo Colette.
–¡Oh! ¡oh! es que, cansada de la monotonía del beso siempre parecido al beso, ¿habrás conseguido combinar, en tu bendita sutilidad...?
–Querida, no hay que intentar lo imposible. Estoy resignada (esperando, que en una vida próxima, otros gozos nos serán revelados, pues siempre he confiado en la religión) a las delicias ordinarias y demasiado poco previsibles; me conformo, por desgracia, con su exceso y su frecuente reiteración.
–Desgraciadamente, yo hago lo mismo – dijo Lila.
–¡No, no he perseguido lo que no puede ser logrado! He querido lo extraordinario, sin pensar en lo irrealizable.
–¡Ah! ¡me tienes en suspenso! ¿Me revelarás tu descubrimiento?
–Sí, te lo revelaré si me prometes escucharme con la seriedad que conviene a tales circunstancias.
–¡Nadie es más seria que yo! – dijo Lila mordisqueando una rosa donde ella encontraba, delicioso como un recuerdo fecundo en esperanzas, el perfume de cuatro labios, – su boca y otra boca, – mezcladas sobre esa flor, un poco antes, esa misma mañana.

***

Tras un silencio, Colette dijo:
–Seré breve. ¿Tú crees, Lila, que nosotros tenemos una excelente reputación?
¡La mejor reputación del mundo! ¿Quién se atrevería, querida, a hablar más de nosotras? ¿No somos jóvenes? ¿No somos deliciosas? ¿No hemos probado, por condescendencias a menudo renovadas, nuestra inclinación a no ser avaras en los encantos que nos fueron concedidos por las liberales providencia? ¿y no es cierto que llevamos la sinceridad de nuestras encantos hasta compartir sensible y visiblemente, en la mayoría de los casos, las alegrías de las que somos dispensadoras? Por lo que a mí respecta, nunca he encontrado en mi larga carrera, – pues tengo veintiún años, – una sola persona que se haya atrevido a quejarse de mi, y que la profusión de mis misericordias provoque algún tipo de ingratitud.
–No me entiendes, o finges no entenderme. Te pregunto si supones que pasamos, en la opinión común, por jóvenes virtuosas y completamente irreprochables-
– Es cierto que en lo que concierne a la virtud...
–En lo que concierne a la virtud, todos son unánimes en afirmar que ¡estamos totalmente desnudas! Es algo muy enojoso.
–¿Enojoso?
–¡Tan enojoso como es posible! no a causa de la voluble y vana opinión del mundo, que nos importa bastante poco, sino debido a la depreciación de nuestros más adorables encantos, fatalmente provocada por nuestra facilidad demasiado celebre a no rechazarlos. Querida, ¡no se encuentran verdaderas delicias más que en lo que resulta raro y difícil! y las obras que se quieren ver son aquellas que todo el mundo rechaza.
–¡Estamos de acuerdo, Colette! pero ¿cuál es el remedio a eso? Los amantes están poseídos de tan necesidad de comentar que sería completamente quimérico contar con su discreción; ya no se les pide incluso esta discreción, estaríamos locas si la esperásemos; y los menos inclinados a jactarse de su buena fortuna acechan, en nuestra almohada, mirando el reloj, la hora en que irán a contarlo todo al casino.
– ¡Bien¡ yo te hablo de...
– ¿Has encontrado el medio de obligar a los hombres a silenciar los favores que se les concede?
–¡No! No se puede impedir que la lluvia caiga en otoño ni la nieve se funda en primavera. Pero gracias a mi secreto las palabras de los más charlatanes amantes quedarán anuladas, invalidadas, comparables a vanas calumnias, y la virtud, la más fácil y frecuentemente cuestionada, no tiene nada que temer de las indiscreciones, permaneciendo inviolable, triunfando sobre ellos, confundiéndolos por mucha credibilidad que parezcan tener.
–¿Has encontrado semejante secreto?
–¡Lo he encontrado! dijo Colette triunfalmente; y lo he metido en ese cofre de ébano y de oro, que está sobre la mesa, del que aquí esta la llave y yo te permito abrir, pues ¡no hay tesoro que no comparta contigo, querida!
Pero en el instante que Lila, con la llave en la mano, se arrojaba hacia el cofrecillo, una doncella entró, anunciando que tres visitantes, el Sr. de Marciac, el vizconde de Argeles y Valentin, solicitaban ver a la Señora.
–Espera, Lila, – dijo Colette, – ¡no abras todavía el cofre! Esta visita que, por otra parte yo esperaba, nos viene muy al pelo; y, antes de conocer mi secreto, podrás ver sus maravillosos efectos. Ven conmigo, y mantente digna.

***

Entraron en el salón, muy dignas ambas. Colette, sin siquiera dirigir una mirada a Valentin, dijo:
– Les agradezco, – dijo ella al Sr. de Marciac y al vizconde de Argeles – haber respondido a mi llamada. He rogado a mi amiga Lila que me acompañase en esta ocasión; su presencia añadirá alguna solemnidad a nuestra entrevista. la justificación de una mujer honrada y la confusión de un calumniador no podrían tener demasiados testigos.
Luego, bruscamente, hacia Valentin:
–¿Señor, usted ha contado a quién ha querido escucharle que, la pasada noche, renunciando en su favor a los severos principios que, de ordinario, nadie me deniega, he consentido en concederle hasta el amanecer la hospitalidad de mi salón y luego de mi alcoba?
Al principio, los tres hombres se habían mirado en silencio, sorprendidos. Luego Valentin prorrumpió en carcajadas.
– Señor – continuó severamente Colette, – ese regocijo no deja de ser bastante impertinente. No se ría y responda. ¿Confirma usted las palabras que se le atribuyen?
Valentin se agarraba las costillas.
– ¿Y por qué no habría de confirmarlas? –dijo él.– Usted es de esas, gracias a Dios, que no se asustan del convencimiento de un tierno abandono; y, por consiguiente yo proclamo, como no he dejado de hacerlo, que es usted, desde la garganta al dedo pulgar del pie, más blanca que las más vírgenes níveas, con un poco de luminosidad rosada y un poco de sombra donde conviene tenerla...
– No se trata de ocultar a los ojos las diversas tonalidades con las que se pueden colorear las palideces , sino de mi decencia tan cruelmente menoscabada por su mentira.
–¿He mentido? – exclamó Valentin.
–¡Usted ha mentido! – dijo Colette; y le desafío ante estos caballeros, oficialmente convocados, a que demuestre su afirmación.
–¡Eh! – respondió Valentin redoblando su hilaridad – ¿es que pueden probarse esas cosas?
– Sí, señor, ¡pueden probarse cuando se ha dicho la verdad!
Y añadió enrojeciendo:
– Aunque me cueste enormemente atraer el pensamiento de aquellos que me escuchan sobre un aspecto misterioso de mi persona, no dudo en confesar que mi piel está marcada por una señal que no habría podido escapar a la clarividencia de un amante un poco atento. ¡Bien! Señor, dígame ¿cuál es esa marca? ¿dónde está?
–¡Ah!, sí, sí, ya me acuerdo.
-¡Bien! hable, se lo exijo!
–¡Ya que usted lo quiere!... Una pequeñita marca rosa, apenas hinchada, parecida a una frágil y pálida fresa del bosque...
–¡Acabe! ¡Triunfe! ¡confúndame! ¿Dónde se encuentra esa fresa?
Cerca del seno izquierdo, apenas debajo de la exquisita redondez de nieve tibia, en el intervalo adorable...
–¿Está usted seguro?
–¡Caramba! – dijo Valentin.
Colette se levantó, altanera como una virgen guerrera.
–¡Caballeros! voy a hacer algo de lo que se horrorizará durante mucho tiempo mi natural pudor. Pero la necesidad de demostrar mi inocencia me obliga a este horrible sacrificio. ¡Este hombre es un impostor! ¡Fíjense, miren, vean!
Y, desabrochando todo su corsé con un solo movimiento, ofreció a plena luz la blancura láctea de su pecho, donde ninguna fresa, no, ninguna, aparecía entre los dos senos menudos que la indignación hinchaba.
¡Pienso que no ha habido hombre que haya pasado por momentos tan penosos, como Valentin en ese instante! ¿Qué habría podido decir para justificarse? Que había sido un calumniador saltaba a la vista: bajó la cabeza, y los dos jóvenes hombres, testigos de la escena en la que había triunfado la virtud de Colette, se llevaron al culpable, no sin dirigirle en voz baja vivos reproches.

***

Cuando ambas regresaron a la habitación, Colette dijo:
– ¡Bien! ¿Lo entiendes?
– Claro que sí, ya lo entiendo, – dijo Lila – Valentin ha mentido, eso es todo. Son cosas que pasan, incluso a los hombres.
–¡Eh! no, no ha mentido.
–¿Cómo?
– Al amanecer yo puse de rosa los encajes de la ventana cuando él me dejó, anteayer.
– Pero la fresa, entonces...
– ¡Él la vio!
–¿Cerca del seno izquierdo?
–¡Sí!
– Pero no está allí.
–¡Tonta! estaba allí.
Y, partiéndose de risa, dijo:
–¡Abre el cofre, ábrelo!
Lila abrió el cofre de ébano y oro, donde se mezclaban, rosas, negros, malvas, dorados, rojos, cien pequeños trozos de velos, de satén de terciopelo, que imitaban a todas las pequeñas flores o a todos los pequeños frutos, con los que se pueden aumentar los misteriosos encantos de nuestras amorosas.
–¡Ah! ahora me lo explico! Es admirable, y tú eres sublime! –exclamó Lila extasiada. – Has encontrado el medio de reducir a la nada las habladurías más detalladas de los amantes indiscretos. ¿Me permites tomar estos talismanes? Precisamente, parto mañana, y, en las ciudades donde no soy conocida, donde una puede ser fácilmente sospechosa, es bueno tener con que confundir las calumnias de las personas que una se encuentra por azar en los vagones y en los albergues.
–Toma, toma lo que quieras.
Lila hundió su mano derecha en el cofre y la retiró completamente llena.
–¡Ah! ¡estás cogiendo demasiado!
–¡Es que me voy de viaje!
–¿Por mucho tiempo?
–¡Por cinco o seis días! – dijo Lila con su lozana risa de rosa ofrecida.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes