EL CORAZÓN EN
LA CABEZA
Una vez, Zo
dijo a Lo:
– Desde luego, pequeña Lo, amiga mía, teñirse no tiene nada de criticable: no
podría querer a una persona que, no gustándome el rubio demasiado pálido o el
indeciso castaño de sus cabellos, no los dorase con un poco de henna o los
oscureciese mediante alguna otra mixtura hasta obtener las esplendoras sombras
del ébano. Pero tú abusas de un modo singular del derecho que tenemos a avivar,
por medio de artificios químicos, la natural fealdad de nuestras melenas, y ni
tus rizos cerca de la oreja, ni los otros más bonitos de tu nuca, jamás duran
tres días seguidos con el mismo color.
–¡Ah!, pequeña Zo – dijo Lo – ¡no me reproches esta frecuente diversidad! Te
aseguro que los motivos se deben al sentimiento más loable del mundo.
–Tengo curiosidad en saber de que se trata.
–¡Tu curiosidad será satisfecha! Escucha bien. Cuando estoy prendada de alguien,
y eso, no puedo negarlo, ocurre muy a menudo...
–¡Sí, muy a menudo!
–... No tengo mayor afán que obedecer en todos los aspectos a la persona amada;
incluso me esfuerzo, en una cariñosa intención de adulación, en parecerme a él
tanto como me sea posible.
–Comienzo a comprender, – dijo Zo – Si tu eras casi morena el mes pasado...
– Era porque al que amaba entonces, era casi moreno. Ludovic me gustaba, tú lo
saben bien.
–Sí, cuatro días más tarde, tenías el cabello negro de una gitana...
–Fue porque él tenía los cabellos negros. Tú no habías podido defenderme de
algunos arrebatos hacia un torero con coleta del color de la tinta.
–Sí, la semana siguiente, eras rubia de un rubio casi plateado...
–Es porque él era rubio, apenas. Un joven poeta austriaco me había ofrecido, en
un violetero de nácar incrustado de zafiros, un pequeño ramillete de flores de
medianoche.
–Si a continuación mostraste una melena dorada como los verdes trigales...
–Es porque él tenía en el flequillo y en las sientes unas matas suavemente
luminosas como un sol invernal. No todos los húngaros tienen el cabello oscuro,
y yo sé de uno, tan blanco y tan sonrosado, que parece tener la cabeza cubierta
con un casco de oro diáfano.
Zo meditó un instante.
–¡Excelente! – dijo – Reconozco tu sutil delicadeza, y no puedo más que alabar
la diligencia con la que los cambios de tu melena siguen los de tu corazón.
Pero, conociendo, al menos lo supongo, todos aquellos contra los que no te armas
de un invulnerable rigor, no me explico por qué, desde ayer, luces esos cabellos
ardientes, poco comunes en cabezas viriles, ¡esos cabellos semejantes a un
incendio de maíces y margaritas!
Lo se echó a reír.
–¡Eh!, tontita, –dijo – ¡es porque ella es pelirroja!
Traducción de José M. Ramos
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