LA CRIADA Y EL SEÑORITO

Cansado, a tientas, y muy pálido, con aspecto de alguien que va a desfallecer de debilidad, pero todavía apuesto por sus vestimentas principescas y un rostro amable, un señorito pasaba por delante del patio de un albergue florido de aristoloquias entremezcladas con las enredaderas dónde retozaban unos jilgueros saltarines.
–¡Eh! ¡señorito! – dijo la criada, gruesa y sonrosada que todavía tenía en los cabellos la paja del granero donde su amigo la había revolcado, y cuya boca parecía, porque aquél se la había mordido bien, una fresa pisoteada.
–¿Qué queréis muchacha?
–¿No almorzaréis a la sombra de las enredaderas y las aristoloquias?
–No, ya no comeré más, os lo juro.
–¿Cómo? ¿ No tenéis apetito?
–Jamás he tenido tanto.
–¿Acaso unos ladrones os han robado el dinero que teníais?
–No fui desvalijado en el bosque, y cuando camino, un ruido de oro se desprende de mi bolsa.
–¡Sentaos pues y comed!
–No podría, pequeña.
–El cocinero ha preparado esta mañana unos tordos al enebro en su propio jugo que están aderezados con una poca gelatina que desprende un buen olor.
–Precisamente soy un apasionado de los tordos al enebro.
–Con una pata de osezno, cuatro días adobada en aceite perfumado de hierbas y tomillo, cocinó, a la llama de las brasas de pino, un rosbif que huele de maravilla.
–Nada me gusta más que el rosbif de pata de osezno bien asado en brasas olorosas.
–Y en lo que respecta al postre, hay un merengue hecho de una leche de oveja de dos años, espolvoreado con raspaduras de cuerno de ciervo.
–¡Ah! ¡Cómo me gusta el merengue de leche de oveja espolvoreado con raspaduras cuerno de ciervo!
–¿Voy pues, señorito, a disponer todo sobre la mesa?
–No os toméis la molestia. A partir de ahora no debo ni comer ni beber, porque ayer la boca de mi amante depositó un beso en la mía; y no quiero que ningún otro gusto, ni ningún otro aroma hagan desparecer el sabor que anhelo eterno.
–¿Moriréis de hambre entonces?
–¡Y mi alma al morir conservará ese bálsamo para hacer de él el perfume de mi paraíso!
–He aquí el dicho y hecho de un fiel amante. ¿Pero después del almuerzo, vuestra amiga no podría daros otro beso tan dulce como el primero que vos conservaríais intacto hasta la hora de cenar? Luego os seguiría besando todavía.
–Sabed, muchacha, que mi amante no es de esas personas que prodigan sus caricias. A ningún vivo, ni siquiera a mí, concederá a partir de ahora lo que me ofreció; y, apenas hubo rozado mis labios, le rogó a mi mejor amigo que la condujera al convento más cercano donde expiaría mi delicia entre oraciones y penitencias.
La criada no puedo reprimir la risa.
–No almorcéis entonces, señorito. ¿Pero no os gustaría entrar en el albergue y apoyaros en la ventana desde donde se ven los más floridos jardines?
–No me apoyaré en la ventana para mirar el jardín.
–¿Cómo? ¿No os gustan las flores?
–Al contrario, me resultan muy agradables.
–¡Venid pues, y miradlas!
–No podría, pequeña.
–Nuestro jardinero ha realizado un parterre de rosas rosas y rojas, tan bellas que jamás se han admirado otras iguales.
–Precisamente, me apasionan las rosas rosas y las rosas rojas.
–De una mata de bolas de nieve, ha hecho un radiante ramo de blancuras.
–Las bolas de nieve son mis favoritas.
–Y, aquí y allá, entre las blancuras, se estremecen céspedes cobrizos.
–¡Ah! ¡qué agradable me resultan ver agitarse los céspedes dorados!
–¿Voy entonces a acompañaros a la ventana desde dónde se ve el jardín?
–No os toméis la molestia. Puesto que, huyendo hacia el convento, mi amante, en un descuido, dejó caer el camisón con el que con tanto pudor estaba vestida, y dado que yo conocí, durante un minuto, el encanto de su belleza sin velo, ya no debo observar nunca ninguna flor; mis ojos están cerrados para siempre, pese a no ser ciego; y es por eso por lo que camino a tientas.
–¡Cómo! ¿No prestaréis más atención a las floraciones de abril?
–Y mi última mirada llevará consigo íntegramente la belleza de mi amante, ¡para hacer de ella el esplendor de mi paraíso!
–He aquí un fiel amante. Pero, después de las flores abiertas, ¿vuestra amiga no podría dejar caer de nuevo su camisón? quedaríais encantado de ella hasta el siguiente abril; luego se volvería a desvestir.
–Debéis saber, muchacha, que mi amante no es de esas que se desvisten por cualquier motivo. A ningún vivo, ni quiera a mí, ofrecerá a partir de ahora el deslumbramiento de su belleza desnuda; e incluso, habiéndomela dado por descuido, pienso que moriría de vergüenza si mi mejor amigo, que había girado la vista honestamente, no la hubiese envuelto con un gran abrigo que él tenía para llevarla al convento.
La criada, esta vez, prorrumpió en carcajadas.
–No vengáis pues a la ventana. Pero, cansado como estáis, ¿no dormiríais una o dos horas en una habitación del albergue desde donde no se puedo oler el buen aroma de la cocina, y desde dónde, con las ventanas cerradas, no se pueden ver las bonitas flores del jardín?
–Es verdad que me siento muy cansado – dijo él.
–Seguidme pues, – dijo ella.
Y, puesto que él tenía los párpados cerrados, ella le tomó de la mano llevándolo a través de la casa y advirtiéndole de la presencia de los escalones.
–¡Hum! – dijo él.
–¿Qué ocurre? – preguntó ella.
–¿No me engañáis? Para tentarme, me estáis conduciendo sin duda al lado del comedor.
–En absoluto. Pronto estaréis en una habitación, la mejor de la casa.
–Sin embargo me parece sentir un olor de tordos al enebro que un hábil cocinero habría cocido en su propio jugo.
–Es que estáis muy cerca de mí, y siendo una muchacha de campo que no se aplica los ungüentos de vuestras bellas damas, tal vez huelo al pájaro silvestre.
–También juraría que aspiro un rosbif perfumado de hierbas frescas, de pino y olivas.
–Es que me suelo tumbar entre las verdes malezas, bajo los olivos y los pinos.
–También me entra por las narices el azúcar de un merengue.
–Es que he estado con las ovejas en el establo y en el césped.
Pensando, él dijo:
–Es posible.
Siguieron caminando, la criada dirigiendo al señorito.
–¿Eh? – dijo él.
–¿Sí?–dijo ella.
–¡No os riáis de mi! Apostaría que para inducirme a la tentación me conducís al lado del jardín.
–¡Qué equivocado estáis! Unos escalones más y estaréis en vuestra habitación, lejos de las flores.
–Sin embargo, a través de mis pestañas cerradas, creo adivinar unos rojas y rosadas rosas.
–Es que, aún ciego, no dejáis de percibir, inclinándoos hacia mi, dos cosas, y que, muchacha de no más de veinte años recién cumplidos el mes pasado, tengo floraciones rojas y rosas, aquellas en los labios, estas en los senos que, demasiado hinchados, sobresalen del corsé.
–Intuyo también unas rendondeces blancas que desde luego deben ser bolas de nieve.
–Es que, bajando del granero, me olvidé de subir los suficientemente mi camisa, y la blancura de mis hombros es redonda.
–Además, todo me hace suponer que veo a medias, bajo las blancuras, un estremecimiento semejante al césped dorado.
–Es que, por un instinto de guiar, he levantado en alto mi brazo y debajo hay una mata rubia.
El reflexionó y dijo:
–Es posible.
Y finalmente llegaron a la habitación; ella lo dejó solo, tras haber cerrado cuidadosamente, a petición del señorito, las ventanas desde donde hubiese podido ver el jardín. Él se sentía muy orgulloso porque había conservado en sus labios, sin ninguna mezcla, el único beso de su amiga, porque sus ojos se habían negado a ver otra flor que no fuese la belleza de su amiga. ¡Moría de hambre! moría sin haber, incluso ni un instante, contemplado de nuevo los cálices y las matas primaverales. ¡Sí! sí! ¡Magnífico! Y se enorgullecía de su enamorada constancia.
Unos ruidos le inquietaron, – unas voces que no le resultaban desconocidas. Seguramente había personas en la habitación contigua. Pego el ojo a la cerradura, – olvidaba su ceguera,– y vio a su amante en los brazos de su mejor amigo. Lejos de rechazar un segundo beso, ella le daba veinte, le daba cien, le daba mil; y muy lejos de morir de vergüenza por una tela caída, estaba sin ninguna prenda encima– ni incluso una camisa de novicia – estremeciéndose apasionadamente en un estrecho intercambio de caricias.
Entonces, arrojándose hacia la puerta, llamó:
–¡Criada!
–¿Qué desea el señor?
-¡Traiga los tordos al enebro!
–Sí, señor.
–¡Y el merengue espolvoreado con raspaduras de cuerno de ciervo!
–Sí, señor.
–Venid a abrir las ventanas que dan al jardín para que pueda ver las rosas rosas y las rosas rojas…
–Sí, señor.
–¡Y las bolas de nieve!
–Sí, señor.
–¡Y el césped dorado bajo las blancas redondeces!
–¡Sí! sí, sí, señor!
–O más bien…
–¿Qué?
–No traigáis nada y no abráis nada, excepto a vos misma, ¡puesto que en vos están todas las buenas cocinas y las bellas flores!
A decir verdad, habiéndose apresurado a subir, ella no tuvo opción de responder. Pero, con la puerta cerrada, él estuvo seguro enseguida de que, incluso aunque ella tuviese tiempo, no habría dicho que no.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes