EL CRISTAL NEGRO

I

En la época, ya lejana, en la que el cristal de roca, más negro que la más negra noche, tenía la opacidad del carbón…
Una lectora impaciente no me dejó continuar, y juro que no se puede tolerar una afrenta parecida. ¿Cómo? ¿Esa transparencia luminosa a través de la cual se ven las estrellas, y que deslumbra tan bellamente el oro del tokay o del lacrima-cristi, ¿habría sido antaño algo oscuro, resistente a la claridad? He aquí la imaginación más descabellada del mundo; como os imagináis no creemos ni una palabra.
Nada más cierto sin embargo. Pero, puesto que mi afirmación no era suficiente, aplazaré para algún otro día el cuento que tenía preparado, y contaré en que amable circunstancia el cristal de roca, más negro que el carbón, se volvió claro como el diamante; lo que demostrará que no siempre lo fue.

II

La hija del rey de Ormuz, que era la princesa más bella de la tierra en una época en la que todas las princesas eran bonitas, – la fealdad no se dejaba nunca ver excepto en las chozas de los campesinos o en las casas de los mercaderes; gracias a Dios todo eso ha cambiado, – la hija del rey de Ormuz se paseaba a través del campo, en una tarde de verano con un pequeño paje que le llevaba la cola. Estaba tan magníficamente vestida, de satén amarillo, muselinas doradas y todas las piedras preciosas, que la habríais tomado por un rayo de sol con apariencia de damisela. Pero el pequeño paje no perdía el tiempo admirando los diamantes y las perlas, ni las telas luminosas. Lo que le ocupaba era, bajo el moño de donde se desprendían unos bucles, la nuca un poco rosada de la princesa y los pies finos, calzados de armiño, que él perciba por momentos bajo la falda un poco demasiado levantada. Suspiraba con una tristeza que no hubiese dejado de conmoveros. Pues amaba tan tiernamente como era posible a la hija del rey de Ormuz; y es cruel, agradable también, pero cruel, cuando se tiene el corazón tan prendado, ver un pie del que jamás se verá la pierna, y un cuello con unos pelillos como un musgo de oro, donde tantos besos os vienen a los labios que nunca harán allí su nido. De oír suspirar al pobre niño, las rosas del camino caían todas en una profunda melancolía; un palomo, bajo el misterio de las hojas, dijo a la paloma: «¡Aquí tienes a un muchacho que tiene mucho de que lamentarse!» Pero la paloma le respondió: «¡Eh! ¿de eso es lo que te preocupas cuando yo arrullo?» La princesa era todavía más malvada que esa pichona de los bosques. No, malvada no, indiferente. ¿Se preocupaba por ese pequeño paje que se lamentaba detrás de ella? De momento, cuatro soberanos coronados la pedían en matrimonio: el rey de Mataquin, protegido por las hadas; el emperador de Trébizonde, que hacía construir, para que ella se dignase a entrar en él, un palacio en el que cada columna estaría hecha de un solo rubí y cada ventana de una sola perla; el príncipe de Bagdag, que tenía en sus jardines, en los tallos de los arbustos, en lugar de rosas y jacintos, estrellas que unos Genios iban a recoger para él, cada noche, en el cielo, – cogidas la víspera, el habría dicho: «¡Están marchitas!»– y el rajá de Visapour, cuyo colosal trono estaba situado sobre el lomo de cuatro elefantes blancos; esos elefantes tenían en sus trompas unos instrumentos musicales de donde salín ruidos tan melodiosos que se pensaba que esos grandes animales estaban repletos de pequeños pajarillos. ¿A cuál de los cuatro pretendientes elegiría ella? Podría ser también que se inclinadse a favor de un muy rico mercader que había traído de sus viajes la lámpara de Aladino, el anillo de Salomón, y un pequeño guijarro más precioso aún, pues, cada vez que se lo golpeaba con otra piedra, las chispas que brotaban, de súbito se convertían en catorce mil pepitas de oro. Es bien lógico que, solicitada por tales enamorados, la más bella de las princesas no se preocupase demasiado de su pequeño paje. ¿Qué pasaría con el que suspiraba? Pues bien, el día de la boda, le llevaría la cola, entre las flores y las piedras finas.

III

Ella siempre enorgulleciéndose, él siempre suspirando, llegaron cerca de un gran lago tan azul, tan puro y tan diáfano, que se hubiese podido creer que el cielo había caído sobre la tierra; y, como ella estaba cansada a causa de su larga caminata y del sol, la hija del rey de Ormuz se sentó sobre la arena, muy cerca del agua, de donde venía un frescor. Más tarde, el emperador de Trebizonde, que no se convirtió en el esposo de la princesa, habiendo sabido que ella había descansado sobre esa arena, envió tomar, en cestas de oro, todo que se podía llevar y la extendió sobre la escalera de su palacio: desde ese momento los cortesanos del emperador no suben hacia el trono de su amo más que por la rampa; pues sería completamente indecoroso que personas incluso muy ilustres pongan sus pies sobre la arena donde la princesa se dignó a sentarse en medio de su falda hinchada. Sentada, contemplaba el bello y fresco lago, y tuvo el capricho de bañarse allí. Puesto que el lago parecía un cielo, era digno de una estrella. ¡Ah! la bella estrella, blanca y tan dulcemente brillante con sus cabellos dispersos estaría en ese azul. Pero lo que la hizo dudar fue la presencia del paje de pie detrás de ella. Cuando se es princesa una no se desnuda una ante un tan minúsculo personaje; y, además, como había sido bien educada, probablemente no habría consentido en desvestirse incluso ante un gran señor. ¿Despedir al paje? Lo había pensado. Pero como regresar al palacio sin estar acompañada? era una medida extrema que la etiqueta reprobaba. Tal vez hubiese podido renunciar a bañarse en el lago si no hubiese advertido, no demasiado lejos de ella, entre las rocas, entre unas hiedras caídas, una especie de gran bloque negro, cuya visión le dio una idea. «Pequeño paje, dijo, creo que voy a bañarme en este lago que es el más bello del mundo. Durante ese tiempo te mantendrás detrás de ese bloque que ves allí, que parece una pared de carbón; vete, mantente escondido, paje, y no te muevas,– ¡Se hará, dijo él, como deseéis, Alteza! » Y se acurrucó detrás de la espesa negrura, mientras la hija del rey comenzaba a quitar su falda de satén amarillo, y todas las pedrerías, y sus medias con las que tuvo grandes dificultades en retirar, pues se resistían, ya que querían permanecer donde estaban, enamoradas de las piernas de lis y de los pequeños pies rosas.

IV

Sería difícil hacerse una idea de la desesperación en la que se sumió el paje detrás del tenebroso muro. Y más aún, cuando tan cerca de él, – podía oírse el roce de las telas que se deslizan – la princesa dejaba ver a pleno día sus brazos, sus hombros, y toda la blancura, poco a poco, de su cuerpo de nieve florida; un pájaro que pasaba podía mirar un pecho fresco y redondo; una mariposa casi tenía el derecho, – por su hábito a posarse en las rosas, – a posarse sobre la punta de una de vuestros senos, princesa! y él, al que lo devoraba, a causa de un pie entrevisto en el zapato de armiño y de la nuca un poco rosa bajo el moño, el deseo de toda vuestra adorable persona, tenía que estar detrás de esa densa oscuridad a través de la cual ni siquiera la flagrancia del sol habría sido visible. Desde luego él era plenamente consciente de que el cuerpo de la princesa, prometido a reyes o emperadores, no estaba hecho para él. Besarla, tocarla, eran sueños que no le estarían jamás permitidos. Pero al menos, – puesto que se le presentaba la ocasión, – ¿no podría entrever, compartir la dicha del día, de los pájaros, de la brisa, que no eran, como el, ni reyes ni emperadores? ¡Oh! ¡Qué tentación de salir detrás del sombrío obstáculo, de dar un paso, de extender el cuello. Pero era un servidor muy honesto; había prometido permanecer allí sin moverse; mantendría su promesa. De modo que finalmente, oyendo un gran ruido de agua agitada, –¡oh! ¡oh! ¡Completamente desnuda! ella estaba completamente desnuda! – se puso a llorar a causa de tanta dicha que habría podido tener y que no tendría. ¡Sin embargo la tuvo! pues, conmovido de piedad, el gran bloque negro, que era un bloque de cristal, se aclaró poco a poco, volviéndose tan luminoso como el diamante, más diáfano que el propio lago; y mas tarde, el rajá de Visapour, con quien la princesa se casó, tuvo el error de creer que él había sido el primero en ver la nieve mezclada de rosas rojas y musgos pelirrojos, que desveló la caída nupcial. Es cierto que el pequeño paje no se dedicó a divulgar las consecuencias de esa aventura: murió poco después del anhelo de los tesoros que se le habían presentado; pero no llevó bajo sus párpados cerrados con que encantar los sueños del eterno sueño.

V

Así pues, fue por misericordia de una pena de amores como el cristal, de negro que era, se volvió perfectamente claro, y, si se me obliga a extraer de este cuento una lección, os aconsejaría, jóvenes mujeres, que desconfiaseis de la piedad de las cosas. Ellas son menos crueles que vosotras, ellas nos ayudan cuando vuestra barbarie nos obliga a llamarlas en nuestra ayuda. Si la malévola niña, cuya sonrisa me tortura, se mete en el baño, un día en el que yo esté un poco lejos de ella, ¡que tenga cuidado! ¡que no se fíe del grosor de las cortinas! ni de la opacidad de las puertas y las paredes! pues podría ocurrir que, conmovidas por la angustia de mi deseo, las telas, las maderas, los yesos se volviesen transparentes como las más finas batistas, transparentes hasta el punto de dejarme admirar a placer la intimidad misteriosa, señorita, de vuestros encantos, e incluso la pequeña mancha marrón que tal vez tengáis un poco por encima del tobillo!

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes