EL CRUEL JURAMENTO

Cuando estuvo completamente desnuda, la pequeña baronesa Hélène de Courtisols dijo:
– ¡Ah!, caballero, estaríais muy equivocado si, por haberme visto en pleno día, cerca de esta cama impúdicamente entreabierta, en este apartamento de soltero, donde incluso me he aventurado por primera vez a quitar uno tras otro, con toda naturalidad, los velos más diáfanos, concluyerais que soy una persona carente de virtud o que experimento hacia vos una ternura victoriosa sobre el pudor. Debéis saber que ninguna mujer del mundo tiene más modestia que yo; ha debido usted observar que mis vestidos escotados, en el baile, son casi de cuello alzado, tan penoso me sería mostrar a la codicia de los ojos un poco de la nieve de la que tal vez está hecho mi pecho; jamás se me vio usar esas blusas sin mangas gracias a las cuales, la desnudez de los hombros de los trajes negros puede inspirar a los bailarines, por analogías con frondosos misterios y perfumes, los más reprobables pensamientos. En cuanto a sentir amor por vos, ¡es una locura de la que estoy tan alejada como me es posible! Y, en una palabra, cometeríais un gran error fiándoos de las apariencias.
– ¡Que por cierto son muy hermosas!– dijo Valentin, apenas sorprendido, pues uno debe esperarse de todo.– La visión desnuda de vuestro cuerpo es como la eclosión de una maravillosa rosa viva, que sería sonrosada y blanca. Tolo lo que vale el más apasionado de los abrazos, todo lo que exige los más arrebatados besos, queda puesto de manifiesto en el esplendido milagro de vuestra belleza desvelada; y, dado que sois incomparablemente perfecta, no sé lo que es más deseable, si las rosadas brasas que arden en vuestros senos o el nácar un podo dorado que luce en la uña del dedo gordo de vuestro pie.
La pequeña baronesa repuso:
–Que las apariencias sean agradables a vuestra consideración es algo que no voy a contradecir. Pero tenga por cierto que me revelo ante vos tan poco vestida como un tallo sin corteza, con la intención de quitaros de la cabeza toda esperanza culpable y de ponerme en situación para que os resistáis despiadadamente.
–¡Ah! ¿Cómo?
–Así es –continuó ella – como me gusta decíroslo y como vais a ser instruido.
Cuando ella hubo tomado aliento en una deliciosa inhalación que hinchó su pecho donde ardían dos brasas, dijo:
–Tal es mi pudor natural que la idea de ser abrazada, incluso sin velo por el más respetuoso de los amantes, siempre me resultó insoportable. No, no puedo concebir que las mujeres estén desprovistas de reserva, tan inclinadas a deplorables condescendencias, para librar a las caricias su esplendor completamente ofrecido, ni siquiera oculto por la sombra de un encaje o el reflejo de un tul. ¡Ah! ¡qué golfas! De modo que he formulado un gran juramento; con palabras solemnes, me he prometido a mi misma no desfallecer jamás, desvestida, entre dos brazos apasionados; y, ese juramento lo he mantenido, incluso con el mismo Sr. de Courtisols, – sea cual sea la obediencia debida a las exigencias, tal vez legítimas, de un esposo, – en ningún caso he permitido que me abracen cubierta únicamente de deseos y de besos. Ahora bien, hace un momento, tras entrar en esta habitación, comprendí que había cometido alguna imprudencia dejándome traer. Tan fuerte como sea mi virtud, cien veces puesta a prueba, tan débil como sea la inclinación que hacia vos me atrae, tal vez conseguiríais desconcertarme por el fervor sincero o fingido de vuestro amor. En fin, sí, lo confieso, ¡corría peligro! porque, sin duda, con un magnánimo coraje, en pleno día, ante esa cama entreabierta, me he desnudado, como un gran flor sale de una yema, ¡totalmente! y, ahora, no tengo nada más que temer. Arrodillaos, tended las manos, abrid los brazos amenazadoramente, rogad, suplicad, sollozad hasta la muerte si os parezco cruel, todo eso no hará más que ser en vano. Si yo hubiese dejado puesto mi vestido, o solamente el temblor de una batista levemente levantada sobre mi pálida y rosa piel, habría podido, asustada, enternecida, caer en alguna detestable concesión; ¡pero soy invencible puesto que estoy desnuda! y he puesto mi honra bajo el cumplimiento de mi juramento.
Como hablaba con una vehemencia que daba a creer alguna sinceridad, Valentin no dejaba de estar bastante inquieto; era con un aire bastante lamentable como contemplaba a la deslumbradora mujer, ofrecida y al mismo tiempo inexpugnable. pero, tras una mirada hacia la cama, esbozó una sonrisa burlona.
Con un gesto irresistible, tomó, levantó en brazos, y transportó a la boquiabierta baronesita, metiéndola entre las dos sábanas con las que rápidamente la cubrió por entero, luego, habiéndose metido él más aprisa todavía, le hizo observar que, bajo la envoltura de la fina tela, estaba vestida tanto como pudiese estarlo. A decir verdad, ella se enfadó, estando muy aferrada a sus deberes. ¡Pero que le vamos a hacer! incluso la cólera de las personas más ariscas no podría ser eterna; así que, partiéndose de risa bajo los vencedores besos, balbuceaba:
–¡Dios mío, Dios mío! ¡Qué extraña aventura! y quien habría podido pensar que se os ocurriría esto?

Traducción de José M. Ramos
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