EL
CUESTIONARIO
Con el sombrero
puesto y el bastón en la mano, dispuesto a salir, Sylvère d’Espagnac, tras un
rápido vistazo al espejo,– un apuesto muchacho, ciertamente – llamó a su
mayordomo y preguntó con una cierta emoción:
–Justin, ¿el nombre?
–Clarisse, Señor.
–¿El apellido?
–Señora de Villerose.
–¿Algún título?
–Baronesa.
–¿Edad?
–Veintitrés años más o menos.
–¿Casada?
–Creo que es viuda.
–¿Dónde vive?
–En la calle de Penthièvre, 47.
–¿Piso?
–En el segundo, encima del entresuelo.
–Recapitulemos. ¿La baronesa Clarisse de Villerose, de veintitrés años de edad,
viduda, viviendo en la calle de Penthièvre, 47, en el segundo encima del
entresuelo?
–Eso es, Señor.
–Está bien. ¡Ah! Justin, tenga las maletas preparadas, pues si la baronesa
consiente en ello, partiré para Italia con ella, esta misma noche.
Dicho esto, Sylvère d’Espagnac atravesó la antesala, bajó la escalera y subió a
su coche tras haber dicho a su cochero:
–Calle de Penthièvre, 47, aprisa.
Todas las
mañanas, desde hacía tres años, a la misma hora, una escena semejante más o
menos, se reproducía inevitablemente.
A las preguntas de su amo, – sin ayudarse de ningún recuerdo ni de ninguna
información, sin usar ninguna estratagema, – Justin debía responder un nombre,
un apellido, un título, la edad y la dirección de una mujer completamente
imaginaria; y Sylvère nunca había dejado de ir al domicilio indicado, como
tampoco había dejado de quedar dolorosamente contrariado cuando el portero,
–¡como es natural!–respondía: «No conozco a esa persona»
¿Por qué esta comedia tan absurda en apariencia? Porque Sylvère d’Espargnac,
harto de amores fáciles y de lo previsible de la vida, quería que fuese al más
extraordinario de los azares, a quien deber el hallazgo de aquella de la que se
enamoraría.
¿Realmente esperaba que un misterioso acuerdo entre la voluntad de la
Providencia y la imaginación de su mayordomo, le permitiera, un día u otro,
encontrar a la amante o a la esposa predestinada?
¡Sí!
Y este sueño le resultaba tan querido cuanto más perfectamente quimérico fuese.
Ni las bellas muchachas, que nunca se niegan, ni las hermosas mundanas, que
consienten a veces, no podían disuadirle de su único pensamiento; más de una,
entre aquellas que lo codiciaban perdidamente, le habían dedicado en vano,
miradas o sonrisas, haciéndole la vaga y tierna señal que no prohíbe la
aproximación.
¡Un único deseo! ¡Sólo uno!
Con angustias siempre renovadas, todas las mañanas, se hacía conducir a la
dirección indicada por la inagotable fantasía de un mayordomo imaginativo.
El coche se
detuvo. Apeándose, Sylvère temblaba en contra de su voluntad, caminando a pasos
cortos, para retardar el instante de la cruel respuesta, por desgracia demasiada
acostumbrada.
– ¿La Señora de Villerose, por favor?
–Está en casa, Señor.
–¿Eh? – exclamó, dándole un vuelco el corazón– No, no, usted me ha escuchado
mal. He dicho: «La Señora de Villerose»
– Sí.
–¿La baronesa Clarisse de Villerose?
–Exactamente.
–¿Una joven de veintitrés años aproximadamente?
–Creo que sí.
–¿Que está viuda?
–Hace dos años.
–¿Y que vive en el segundo piso?
–Encima del entresuelo.
Se precipitó, subió las escaleras de cuatro en cuatro, llamó, no se hizo
anunciar, empujó una puerta, luego otra, entró en un salón y ¡cayó jadeante a
los pies de una joven mujer estupefacta!
Como ella era
rubia y deliciosamente bonita, – el azar se libró de detenerse en su camino de
rosas, – él no tuvo en ningún momento la idea de levantarse. ¿Pronunció algunas
palabras? ¿Con qué irresistible pasión le reveló, no sin añadir a la voz el
gesto, sus audaces esperanzas? No lo sé. La Señora de Villerose, a quién sin
duda él no dejó de contar con algún detalle la historia de su quimera realizada,
tal vez comprendió que hubiera estado loca al no asumir con buen humor, y llegar
al final, la fatalidad de una tan asombrosa coincidencia; tal vez era de
aquellas que resisten mal, de ordinario, las súplicas en rodillas de los
hombres. El hecho incuestionable fue que, ese día, el equipaje no fue hecho en
vano. Sylvère y Clarisse conocieron los queridos paseos lentos en góndola de
Venecia, bajo el inmenso cielo azul, y la delicia en Nápoles, de estrecharse
abrazados en el balcón, por las noche, mientras la llama del Vesubio subía en
chorros hacia las estrellas. Más prendido día a día, Sylvère era absolutamente
feliz, e incluso no tuvo más que una muy leve tristeza la mañana en la que
Clarisse le dijo: «¿Regresar a Francia?, como usted quiera, mi dulce amante.
Pero despedirá a Justin. ¡Oh! por supuesto con una buena indemnización.
Comprenderá usted que yo me sentiría muy incómoda y no podría impedir enrojecer
ante ese pobre muchacho, puesto que él ha sido cómplice de la estrategia que yo
he imaginado para obtener su amor, amigo mío.»
Traducción de
José M. Ramos
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