EL DESEO INAPROPIADO
I
Descalzo, con
los cabellos al viento, un vagabundo pasó por el camino, delante del palacio del
rey. Muy joven, era muy guapo con sus bucles dorados, con sus grandes ojos
negros y su boca tan fresca como una rosa tras la lluvia; como si el sol se
hubiese solazado en mirarlo, había en sus harapos más luz y alegría que en los
satenes, los terciopelos y los brocados de los nobles y de las damas juntas en
la corte de honor.
–¡Oh! ¡Qué hermosa es!–exclamó deteniéndose de repente.
Había visto a la princesa Roselinde que tomaba el fresco en su ventana; y,
realmente era imposible ver nada sobre la tierra que fuese tan bonito como ella.
Inmóvil, con los brazos levantados hacia la ventana como hacia una abertura del
cielo por donde se ofreciese el paraíso, él hubiese quedado allí hasta la noche
si un guardián no le golpease con la alabarda expulsándole de allí con duras
palabras.
Se fue con la cabeza gacha. Ahora todo le parecía sombrío a su alrededor, el
horizonte, el camino, los árboles floridos; desde que ya no veía a Rosalinde,
creía que el sol había muerto. Se sentó bajo un roble en el lindero del bosque y
se puso a llorar.
–¡Eh! criatura, ¿por qué te lamentas de ese modo? – preguntó una vieja leñadora
que salía del bosque con la espalda doblegada bajo un atillo de ramas secas.
–¿De qué me serviría contároslo? No podéis hacer nada por mí, buena mujer.
–En eso os equivocáis – dijo la vieja.
Al mismo tiempo se levantó, dejando en el suelo su fardo; ya no era una
leñadora, sino una hada bella como el día, vestida con un traje de plata y los
cabellos adornados con flores y piedras preciosas; en cuanto a las ramas ajadas,
habían alzado el vuelo cubriéndose de hojas verdes, y, de regreso al árbol del
que habían caído, cantaron llenas de pájaros.
–¡Oh! ¡señora hada! – dijo el vagabundo postrándose de rodillas – tened piedad
de mi infortunio. Por haber visto a la hija del rey que tomaba el fresco en su
ventana, mi corazón ya no me pertenece; siento que jamás amaré a ninguna otra
mujer como la amo a ella.
–¡Bueno! –dio el hada – esa no es una gran desgracia.
–¿Puede haber una mayor para mí? Moriré si no me convierto en el esposo de la
princesa.
–¿Qué te lo impide? Roselinde no tiene novio.
–¡Oh! señora, mirad mis harapos, mis pies descalzos, soy un pobre muchacho que
mendiga por los caminos.
–¡No importa! aquél que ama sinceramente tiene que ser amado; es la ley eterna y
dulce. El rey y la reina te rechazarán con desprecio, los cortesanos se reirán
en tu cara, pero si tu cariño es verdadero, Rosalinde se conmoverá, y, una noche
en la que llorarás en alguna granja por haber sido golpeado por los criados y
mordido por los perros, ella vendrá, sonrojada y feliz a pedirte la mitad de tu
lecho de paja.
El muchacho sacudió la cabeza; no creía que tal milagro fuese posible.
–¡Ten cuidado! –continuó el hada– al Amor no le gusta que se dude de su poder, y
podría ocurrir que fueses castigado de un modo cruel a causa de tu poca fe. Sin
embargo, puesto que sufres, quiero ayudarte. Formula un deseo y yo lo llevaré a
cabo.
–Quisiera ser el más poderoso príncipe de la tierra a fin de casarme con la
princesa que adoro.
– En fin, puesto que lo he prometido, será hecho según tu deseo. Pero debo
advertirte algo: cuando hayas dejado de ser quién eres ahora, ningún encantador,
ninguna hada, ni siquiera yo, podrá devolverte a tu primer estado; una vez
convertido en príncipe, lo serás para siempre.
–¿Creéis acaso que él regio marido de la princesa Roselinde tendrá ganas de
mendigar su pan por los caminos?
–Deseo que seas feliz –dijo el hada con un suspiro.
Luego, con una barita de oro, le tocó en el hombro y, mediante una brusca
metamorfosis, el vagabundo se convirtió en un magnífico caballero, deslumbrante
de sedas y joyas, cabalgando un pura sangre de Hungría, a la cabeza de un
cortejo de cortesanos con penachos y guerreros con armaduras de oro, que tocaban
sus cornetas.
II
Tan gran
príncipe no podía ser recibido mal en la corte: se le acogió de inmediato;
durante una semana hubo en su honor bailes, torneos, todas las fiestas que uno
pueda imaginar. Pero él no se ocupaba en esos placeres. A todas horas pensaba en
Roselinde; cuando la veía sentía su corazón desbordar de delicia; cuando la oía
hablar creía escuchar una música divina, y hubo de desfallecer una vez que le
dio la mano para bailar un rigodón. Sin embargo algo le preocupaba un poco:
aquella a la que él amaba tanto no parecía darse cuenta de los cuidados que él
le profesaba; ella permanecía frecuentemente silenciosa, con aspecto
melancólico. Él no insistió menos en el proyecto de pedirla en matrimonio; y,
como era de esperar, los reales padres de Roselinde cuidaron mucho de no
rechazar un partido tan considerable. De ese modo, ¡el vagabundo de antes iba a
poseer a la más bella princesa del mundo! Tan extraordinaria felicidad lo
turbaba hasta tal punto que respondió al consentimiento del rey mediante
extravagantes gestos poco compatibles con la solemnidad de su rango, y por poco
casi baila el rigodón delante de toda la corte el sólo. Lamentablemente esa gran
alegría fue de corta duración. Apenas supo la voluntad de sus padres, Rosalinde
cayó medio muerta en los brazos de sus damas de honor; y cuando volvió en sí,
fue para decir con sollozos, que no quería casarse, que se mataría antes que
casarse con el príncipe.
III
Más desesperado
de lo que se puede expresar, el desdichado amante se precipitó, violando todo
protocolo, en la habitación a donde habían trasladado a la princesa, y postrado
de rodillas, tendiendo los brazos hacia ella, le dijo:
–¡Cruel!, ¡retractaos de esas palabras que me asesinan!
Ella abrió lentamente los ojos y respondió con debilidad, pero sin embargo con
firmeza:
–Príncipe, nada hará cambiar mi resolución. Yo nunca me casaré.
–¡Cómo! ¡Cometéis la barbarie de desgarrar un corazón que es completamente
vuestro! ¿Qué crimen he cometido para merecer un castigo semejante? ¿Dudáis de
mi amor? ¿Teméis que un día deje de adoraros? ¡Ah! si pudieseis leer en mí no
tendríais esas dudas ni esos temores. Mi pasión es tan ardiente que me hace
incluso digno de vuestra incomparable belleza. Y si vos no os dejáis conmover
por mis lamentos, ¡no encontraré remedio a mis males excepto en la muerte! Dadme
esperanzas, princesa, o bien moriré a vuestros pies.
No limitó a eso su discurso: dijo todo lo que el más violento dolor puede
inspirar a un corazón apasionado; si bien Rosalinde no dejó de enternecerse,
pero no del modo que él quería.
–Desdichado príncipe –dijo ella – si mi piedad, a falta de mi cariño, puede
serviros de consuelo, yo os la concedo de buen grado. Comprendo tanto o más
vuestros lamentos porque yo misma soporto el tormento que os aflige.
–¿Que queréis decir, princesa?
– Si me niego a casarme con vos es porque amo con un amor sin esperanza a un
vagabundo que pasó un día descalzo, con los cabellos al viento, ante el palacio
de mi padre, ¡me miró y no ha regresado!
Traducción de
José M. Ramos
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