EL DESEO POR DESGRACIA CUMPLIDO

¡Ya era tarde, y a partir de ahora imposible! Fue con los más ardientes suplicas, los gestos más convincentes, como me arrojé a las rodillas de esta exquisita y cruel mundana. Sin duda conmovida finalmente por mi largo sufrimiento, y convencida, por el transporte del ataque y del valor del asaltante ¿iba a ceder en su desdén? ¡Cuánto me equivocaba! Con una mirada, alejó todas mis esperanzas, y dijo con una risita:
– Lo que es amar a un poeta, es una tontería que jamás cometeré.
–¡Eh! – exclamé yo – ¿por qué crimen los poetas tiene el merito de perder la estima de las mujeres jóvenes? ¿No saben amar tan bien como los demás hombres, y no tienen además el privilegio de inmortalizar en entusiastas alabanzas la belleza de sus amadas?
–Precisamente, caballero, su manía halagadora, abundante en figuras retóricas, es lo que temo: no quisiera, no, que me ocurriese lo que le sucedió a mi amiga Lise de Belvelize.
¿Qué le había sucedido a Lise de Belvelize? La cruel me lo contó.

–Una vez que mi amiga, delante del espejo, se disponía a vestirse para el baile – puesto que la doncella acababa de salir– un jarrón chino de la chimenea estalló en veinte fragmentos, y de los pedazos salió, no más grande que una abeja, vestida con cuatro o cinco perlas y cubriendo su cabeza con un pétalo de gavanza donde unos diamantes parecían el rocío, una personita en la que no se podía reconocer más que a una hada. Y, en efecto era una. «Lise, dijo, mis hermanas, por las noches, se ocultan en los cálices de los claveles y de las rosas, donde están completamente a salvo; yo, es en las flores donde también me oculto, pero en las flores de terciopelo y de encaje que estampan las cortinas de tu alcoba. Ya te puedes imaginar que no duermo demasiado, expectante como estoy con las tiernas palabras y las delicadas caricias con las que hechizas el insomnio feliz de tu amante! y he concebido una gran amistad hacia ti a causa de las bonitas palabras que sabes decir y los gestos, más bonitos todavía, con los que destacas. En consecuencia he decidido rendirte un buen servicio. ¡Pide un deseo! que, palabra de hadita, será cumplido.» ¿Qué puede desear una mujer, incluso muy bella? Ser más bella todavía. Lise se acordó – ¡la desdichada amaba a un compositor de rimas! – de sonetos, de rondeles, de las baladas que celebraban, con tantas metáforas, y no sin alguna exageración, los atractivos de los que estaba provista, y solicitó volverse tan milagrosamente encantadora como lo era en los versos de su amigo. «¡Magnífico!, dijo la hada prorrumpiendo en carcajadas: acaba de vestirte: desde el momento que estés en el baile, tu deseo será realizado.» Luego desapareció, los trozos del jarrón chino se juntaron alrededor de ella como cuando se cierra una flor. Lise se apresuró a llegar a la fiesta, ¡donde la saludarían llenos de sorpresa y admiración! Pero las cosas sucedieron de un modo muy diferente a lo que ella esperaba. Apenas entró en el salón iluminado de lámparas, se produjeron a su alrededor una serie de cuchicheos burlones, risas, unos «¡oh! ¡oh!», unos «¡ah!, ¡ah!» y cien gestos que la señalaban con el dedo. ¿Qué ocurría? ¿Qué había sucedido? Llena de inquietud, corrió hacia un espejo. El corazón de un tigre hubiese sido conmovido por el grito lastimero que ella emitió: se veía igual, en efecto, a la belleza creada por la ensoñación de su amante. Sus cabellos rubios ya no eran cabellos sino unas espigas reunidas en matas doradas; en lugar de sus ojos relucían dos zafiros; su boca que había dejado de ser una boca, era una rosa; realmente tenía un cuello de cisne; unas alas de ángel se estremecían en su espalda, y sus senos, – antes carnes tibias y palpitantes, – ¡sus senos eran de mármol! Ella se estremeció pensando en lo que habían podido convertirse tantos otros tesoros cubiertos por encajes y sedas, y huyó perseguida por la ironía de las mujeres y la piedad de los hombres. ¡Pobre amiga mía! No le bastaron menos de ocho o diez flirteos llevados al extremo, con unos ingenieros, unos banqueros y unos herreros, para deshacerse de toda esa poesía. Y vos debéis comprender, caballero, que, desconfiada de las trampas que pueden tendernos los poetas imaginativos y las pequeñas personas que salen de los jarrones chinos, que he de tener mucho cuidado de exponerme al infortunio de ser bella al punto de no ser una mujer del todo.»

¡De este modo justificó el no amarme la exquisita y bárbara mundana! Pero ella no me embaucó, – aun cuando la aparición de la hada hiciese el cuento tan verosímil; y yo sabía que si ella rechazaba mis ardientes duplicas y mis gestos en vano decididos, era porque, el domingo, en la plaza, su corazón había sido alcanzado por la banderilla de un grácil y nervioso torero, de rostro moreno y afeitado como un comediante de provincias.

Traducción de José M. Ramos
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