LOS DESEOS DE UNA GAVANZA

Como la más pequeña de las hadas – hay hadas tan pequeñas que se podrían esconder en la arruga que ríe cerca de la boca de mi amiga – salía al amanecer de la rosada gavanza, donde, la víspera, había encontrado un refugio al verse perseguida por un cruel brujo transformado en escarabajo, dijo a ésta:
– Hermosa flor del matorral, apenas eclosionada, gavanza amiga mía, quiero demostrarte mi agradecimiento por el favor que me has hecho procurándome la hospitalidad en el cáliz tan estrecho de tu inocencia rosa; y, puesto que soy todopoderosa, a pesar de mi talla menos alta que las briznas de hierba de los linderos, no dejaré de cumplir el deseo que te plazca formular. Vamos, reflexiona, elige, pide. ¿Qué te gustaría tener? ¿Qué te gustaría ser? ¿Quieres que la brisa de una primavera siempre perfumada te acaricie eternamente y nunca te desflore, y que un luminoso arroyuelo, hecho de diamantes fundidos, fluya cerca de tu tallo y te ofrezca una huidiza transparencia donde mirarte? ¿Tal vez encerrada entre las hojas que son para ti como los barrotes de una celda, envidies el vuelo de las mariposas dispersadas de corola en corola o de las alondras que surcan el aire? Si tal es tu deseo, serás la amarilis prendada de los claveles, la Mélicerte que sube volando a las ramitas de los muguetes, el tenebrio desfallecido de amor en la caricia de los rayos de estrellas; o bien, haré de ti el pájaro que en su claro trino lleva, en el despertar del cielo, el saludo de la tierra apenas desentumecida.
–Querida hadita – dijo la gavanza – os agradezco vuestra buena voluntad; pero tengo ambiciones más elevadas.
–¿Qué deseas entonces, amiga mía?
– Sabedlo, señora: El otro día, en este sendero, vi pasar a la señorita Mésange con su enamorado. Jamás los matorrales del paseo, que rozan a tantas felices parejas, habían admirado a una joven tan perfecta en su menuda gracia. En cuanto a mi, me encontraba completamente extasiada observándola, y me esforzaba para inclinarme y poder tomar un poco del perfume, más dulce que los míos, que emanaba de su vestido. Pero lo que colmó mi entusiasmo, fue que, en un instante, a fin de dejarse dar un beso, ella se volvió, con la boca entreabierta, bajo los labios del amante, y pude percibir, entre el nácar de los dientes, la punta de una lengua rosada. ¡Ah! buena hadita, nada es más encantador ni más digno de adoración que la rosada punta de la lengua de la señorita Mésange; y eso es lo que quisiera ser.
–¡Rayos!– exclamó el hada – ¡no podré decir de ti que eres una flor limitada en sus deseos! No habrías mostrado más orgullo si hubieses deseado ser transformada en ese rubí, el más bello de la diadema nocturna, de la que está hecho el astro Aldebarán. Pero, puesto que he comprometido mi palabra, no me debo desdecir; y tu voluntad, florecilla del camino, será de inmediato obedecida. Por lo demás, puesto que tú eres rosa, una parte de la tarea ya está hecha.
Fue así que la hospitalaria gavanza se transformó en la exquisita punta de la pequeña lengua que colea, entre los dientes de la señorita Mësange.

II

Sería difícil expresar lo feliz que ella fue en los primeros tiempos. Además de la gloria de ser más ilustre que el rubí Aldebarán, conoció la dulzura – pues la señorita Ménsange no deja de ser bastante apasionada – de insinuarse en las cremas perfumadas de los pasteles y en esos vasitos de Bohemia, tan pequeños, donde se vierten los licores de las Islas. Pero lo que la entusiasmaba cien veces más todavía era permanecer en la humedad deliciosamente olorosa de una boca más tierna que las más amorosas rosas, y de deslizarse entre las perlas de los más finos dientes del mundo, y de posarse sobre unos labios tan rojos y tan delicadamente carnosos que se diría un cáliz hecho con la pulpa de un fruto escarlata; incluso no experimentaba ningún disgusto, cuando, emocionada por un extraño instinto, se estremecía y estiraba, completamente imbuida de rocío, bajo un beso muy lento, muy largo...
Pero no hay alegría que no tenga algún aspecto negativo; bastó un hilo de la Virgen para oscurecer el camino. Transcurrido apenas algunos días, la gavanza se quejaba amargamente solicitando la ayuda la pequeña hada.
– ¡Eh! ¿Qué ocurre, gavanza, amiga mía, ahora bonita punta de una pequeña lengua rosa?
– ¡Oh, querida hada! soy tan desgraciada como no se puede imaginar, sino siempre, al menos por instantes. Pues el enamorado de la señorita Mésange tiene la costumbre verdaderamente extravagante de no limitar sus besos a los labios de su amiga; demasiado a menudo me agarra, en vano trato de huir, pero no me deja, me muerde entre sus feroces dientes. Es un tormento que no esperaba y que no podré soportar por más tiempo.
– ¿Qué puedo hacer yo para evitarte ese suplicio? ¿Quieres volver a ser una florecilla del camino, alejada de la señorita Mésange?
– ¿Alejarme de ella? ¿Dejar de formar parte de ella? ¡oh! ¡claro que no! Pero sabed, señora, el deseo que os formulo. Sé que, en el doble ensanchamiento de la blusa, se hinchan deliciosamente los jóvenes senos de la señorita Mésange, y su redondez de gran perla remata en un extremo rosa parecido a una fresa del bosque. Quisiera ser la punta de uno de los senos que se agitan, como dos tórtolas en el nido, en el doble ensanchamiento, un poco oscuro, de la tela.
–¡Rayos!– exclamó el hada – ¡no podré decir de ti que eres una flor limitada en sus deseos! No habrías mostrado más orgullo si hubieses deseado ser la gota de sangre que a veces deja caer sobre los cúmulos de nieve de los jardines paradisíacos un joven ángel que se ha pinchado el dedo bordando el velo de sus celestes bodas. Pero, puesto que me has hecho un gran favor, quiero servirte todavía; y tu voluntad será de inmediato hecha realidad. Además, puesto que ya eres rosa, una parte de la tarea está hecha.
Fue así como la gavanza, tras haber sido la punta de una exquisita pequeña lengua, se convirtió en una de las fresas que maduran, o de las brasas que arden, en el extremo de los senos de la señorita Mésange.

III

¡Ah! ¡Qué encantada y orgullosa estaba! Como se erguía, triunfante, al igual que el hierro de la lanza, teñido de sangre, de una joven guerrera victoriosa. Desde luego, ningún destino era tan envidiable como el suyo. Todos los aromas de los más florecientes de los pechos subían hacia ella, e incluso ella misma tenía esa gloria de ser un incomparable perfume. Lo que le parecía divino era, bajo la tensión de las telas, sentirse un poco hundida, apenas, en la tibieza de la gruesa carne firme; pero lo que, más aún, la extasiaba, la enorgullecía, era, por las noches, una vez caídos todos los velos, ¡verse reflejada ante el espejo desnudo, soberanamente rosa, en toda la blancura de un cuerpo de nieve vivo y de palpitante alabastro! Incluso no experimentaba ningún disgusto cuando se sentía rozada por un soplido del amigo de la señorita Mésange, que iba a ser un beso.
Pero, puesto que aquí abajo no hay felicidad perfecta, y que una sensitiva puede sufrir hasta la agonía suprema bajo el ala apenas posada de una mariposa, la gavanza, en su nueva condición, no tardó en lamentarse, reclamando de nuevo la ayuda de la buena hadita.
–¡Eh! ¿Qué te sucede, gavanza amiga mía, ahora fresa o brasa en el extremo de un seno más níveo que las perlas?
–¡Oh, querida hada! El enamorado de la señorita Mésange no es menos cruel respecto de lo que soy, de lo que tan ferozmente se mostraba respecto de lo que fui; si mordía con una espantosa barbarie la delicada lengua de su amiga, no trata mejor la rojez madura o llameante en la cima de un seno de nieve. Es un tormento que no esperaba y que no podré soportar por más tiempo.
–Pienso que, esta vez, instruida por la experiencia, querrás convertirte en florecilla del sendero, lejos de la señorita Mésange, ¿no es así?
–¡Oh! ¡Claro que no, señora! He pensado en un nuevo deseo; sin alejarme de ella, sin dejar de formar parte de ella, me sustraeré al peligro de las malévolas mordeduras. Huiré, sí, huiré, pero sin abandonarla, al más delicioso de los asilos, en una retirada más frondosa y más olorosa que los musgos del bosque, donde evitaré el agudo ultraje de los dientes demasiado amorosos.
–No te entiendo bien, – dijo la buena hadita.
–Acercaos – dijo la gavanza – pues he de hablaros en voz baja.
Fue casi en silencio, fue un perfume más que un sonido como continuó la conversación bajo la batista un poco levantada.
– ¡Rayos!– exclamo el hada, –¡He aquí el más orgulloso deseo que pueda ser formulado! No habrías mostrado una mayor ambición si hubieses deseado ser la inefable joya por la que se realizan todos los goces esperados y que fue oculta por Viviane para que nunca la encontrasen, bajo las ramas en flor del bosque de Brocéliande. Pero, puesto que me acogiste, gavanza, amiga mía, en tu estrecho cáliz, quiero agradecértelo una última vez, y tu voluntad será de inmediato cumplida. Además, puesto que ya eres rosa, una parte de la tarea está hecha.
Fue así como la gavanza...
Pero, desde el momento en que el deseo fue cumplido, la buena pequeña hadita se inclinó hacia ella y le dijo, con una risa un poco irónica:
–¡Bueno, bueno! Ya estás donde has querido, bien oculta, bien alejada, amiga mía. Pero no importa; yo en tu lugar no estaría tranquila; pues, por supremo y sagrado que sea el misterio en el que te has aislado, tan pequeño, el fervor cruel de un amante demasiado arrebatado, tal vez sea muy capaz de sorprenderte ahí, más rosada y mejor perfumada, y, por desgracia, no respetarte.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes