LA DEVOTA

El velo cubriéndola hasta el mentón no me impedía reconocerla. Era la señora Belvelize, con toda seguridad. ¿Qué otra podía tener esa bonita sonrisa rosada y esos tiernos ojos azules, que bajo el encaje parecen una rosa y dos acianos? Además, en la portezuela del carruaje se mostraban en relieve las armas de los Belvelize. Descendió muy rápido, en un aleteo de seda negra donde tintineaba el azabache, y dijo al lacayo: «¡Que el coche espere!» y subió casi corriendo los escalones de la iglesia Saint-Roch, con un vivaracho ruidito de tacones sobre la piedra. ¡Quedé completamente sorprendido! Esta endiablada mundana, en la iglesia, ¡era algo que estaba muy bien! Levantarse a las nueve de la mañana, al día siguiente de algún baile, para venir a cumplir con sus devociones, tan temprano! Ella no era de esas que se imaginan que, para salvarse, basta haber amado mucho. El amor, – la mejor forma de la caridad,– no tiene nada reprochable en sí; pero conviene añadir un poco de oración. Después del salón, el confesionario. Después de haber sido clemente, implorar la clemencia. Y el buen Dios tiene mucho cuidado de no rechazar a quien no ha rechazado gran cosa. Pensando en eso, yo iba y venía ante la iglesia, y no tenía ninguna prisa por seguir mi camino. Lo que me retenía, era la esperanza de volver a ver pronto a la señora de Belvelize, cuando volviera a subir al coche. ¡Es tan bonita que da gusto verla! y un poco de su perfume, como una invisible flor, alcanzaría mi olfato; perfume sutil, casi culpable, santificado de incienso. Transcurrió una media hora, el tiempo de una misa. ¡Yo estaba cada vez más asombrado! La señora de Belvelize no tenía nada en común con esas beatas despistadas que despachan lo más rápido posible los asuntos de la religión y piensan, con su bonita nariz entre las páginas del misal, que si el oficiante no se apresura, van a faltar a la cita con el sastre; ¡no! ¡ella practicaba, con austeridad, por entero! y, dado que no reaparecía, era que no se había limitado a escuchar misa; se confesaba, no había duda. ¡Ah! ser por algunos instantes el director espiritual a quién ella contaba, con las manos juntas, los menudos pecados de sus flirteos y la falta más grave, pero tan encantadora, de los besos rechazados sin energía. ¿Sabría él al menos interrogarla? Yo en su lugar, mientras suben finos aromas a través de la celosía, habría insistido en los más pequeños detalles de la confesión, como habría exigido, cual casuista despiadado, que me revelase minuciosamente, todas las circunstancias del abandono, el lugar, – salón o dormitorio,– la hora. – ¡el minuto, mejor! – y si ella tenía los brazos al aire, o si la bata, por una enojosa casualidad, había bajado un poco, justo en ese momento. Pero yo rechazaba esos reprobables pensamientos. Era muy vil regocijarse con tales pensamientos, mientras que la señora de Belvelize daba pábulo a sus deberes de cristiana. En verdad, era faltarle al respeto. ¡Pasó más de una hora! Yo estaba lleno de admiración por tan mayúsculo fervor. Mientras yo daba la gran caminata, ella lloraba sus errores, reclamaba penitencias, nunca se consideraba suficientemente castigada, encontraba el cielo demasiado misericordioso. ¡Santa almita! ¿Quién lo habría dicho? Yo me proponía informar a todo el mundo acerca de la devoción que ella ocultaba tan discretamente. Se conocería su virtud. Y aquellos que le atribuyen, con malévolas intenciones, actos impuros, estarían obligados a callarse. Habían transcurrido dos horas enteras, cuando la señora de Belvelize reapareció. No me había equivocado: había debido confesarse arrodillada y con llanto; pues su vestido de seda negra, donde tintinea el azabache, estaba completamente arrugado, y unas irritaciones de lágrimas enjuagadas enrojecían el borde de sus ojos, ¡como si hubiese tenido un pétalo de rosa en torno a cada aciano! En el legítimo exceso de mi veneración, – mientras la penitente descendía apresuradamente la escalera– iba a acercarme a ella y a felicitarla humildemente por su sagrado celo, cuando acudió a mi memoria, –¡oh!, el malvado pensamiento, – ¡que había más de una puerta en la iglesia de Saint-Roch!

Traducción de José M. Ramos
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