MONSTRUOS PARISINO

 

El DIPLOMÁTICO

 (Diario de la tarde)

 

La mayoría de los periódicos son honestos; dos o tres no lo son demasiado: este no lo era del todo. Felizmente ya no existe. De vez en cuando, el Desprecio, ese limpiador, propina un gran escobazo. El periódico del que hablo ha desaparecido junto con otras basuras. Han sido reemplazadas. Pero existió, todopoderoso. Para darse un aire importante, llevaba este título: el Diplomático, diario de la tarde, religioso, político y literario. Fue fundado con el dinero que Aristide Cavagnol, antiguo director de la Gazeta de los Extranjeros, en Luchon, pidió prestado a la pequeña Anatoline Meyer, de la Escala, que a su vez era la amante del senador Sr. Perdignon.

Es necesario contar toda la historia.

El Sr. Perdignon, senador, era un rico financiero. Pero incluso el banquero es hombre: tener una caja no impide tener una especie de corazón.

Lo que convenció al Sr. Perdignon de que era capaz, tan bien como cualquier otro, de un tierno sentimiento, fue el aire canalla y bonito con el cual la señorita Anatoline Meyer se mostraba en la Perdiz Roja en una Revista del Año. Al día siguiente, no dejó de asistir al espectáculo; las pequeñas patas rosas de la Perdiz le habían pisoteado toda la noche el cerebro. Anatoline le pareció más bonita cada vez. La boca como una frambuesa madura, los ojos dulces como acianos, muy joven, muy fresca, demasiado gorda por todas partes, parecía un bebé gordito que se hubiese rellenado no importa cómo. Pero lo que quedaba aún de infantil se complicaba ya con algo endiablado; como un pastel sazonado con polvo de cayena.

Un detalle precipitó la aventura.

En el momento en el que la Señorita Anatonile, con el pie izquierdo en el aire, hacía una pirueta sobre la punta del otro, aconteció que su maillot – esas sedas demasiado tensas son traidoras – se rompió hacia lo alto de la nalga, dejando ver que allí había un doble satén más rosa todavía, vagamente sombrío. Esa sonrisa de carne fresca enloqueció totalmente al Sr. Perdignon, cuya juventud en provincias había sido en exceso austera, – una juventud de contable, reglamentada según las cuatro reglas. Pudo declarar su pasión, gracias a la intromisión apenas interesada de una acomodadora en gorro de tul con cintas azules. Ahora bien, la Señorita Anatoline Meyer era una persona práctica. En lo concerniente a los temas espirituales, mostraba de ordinario una ingenuidad que alcanzaba el candor; y era un demonio tonto como un ángel. Pero la pequeña judía sabía muy bien que dos y dos besos son cuatrocientos luises; si estaba hambrienta, en la Casa de Oro, callos en primavera y pescado en invierno, se conformaba en su casa con un plato de col con tocino, donde su tía, que era su madre, tan bien lo preparaba. «¡Vete hija mía! ¡Tienes una suerte!» dijo Cavagnol, que se encontraba en el domicilio de la actriz, a la misma hora precisamente en la que la acomodadora de cintas azules cumplía su misión con una dignidad de embajadora. Pues Aristide Cavagnol, que frecuentaba la casa de la tía, habiéndola conocido antaño en los tiempos en la que era en Lourdes vendedora de rosarios benditos, velaba por la conducta de la pequeña, dándole consejos y su opinión.  ¡Se haría algo de esta niña! Sin embargo la resistencia de la señorita Anatoline Meyer fue relativamente bastante larga: el tiempo de informase si el Sr. Perdignon era en efecto el Sr. Perdignon, banquero, senador, presidente de tres consejos de administración.

Algunos meses más tarde, por consejo de Aristide Cavagnol, hombre de letras, el Diplomático estaba fundado, porque el Sr. Perdignon quería ser ministro, y porque la Perdiz Roja soñaba con representar en la próxima Revista el rol del ¡Faisán Dorado! ¡Ah! Con un periódico, se consigue todo.

¿Religioso? Por supuesto. Insultaba cotidianamente a la conciencia libre, a la fraternidad humana. El día de la inauguración de no sé qué estatua erigida en honor del defensor de Calas, publicó esta frase que fue célebre: «Los temibles juicios de Dios permitieron que Diderot y d’Alembert, esos funestos amigos de Voltaire, no dejasen entrar en la habitación del filósofo moribundo al confesor que este solicitaba; y Voltaire, habiéndose arrojado bajo la cama en su diabólica agonía, expiró llevando a su boca sus propios excrementos.»

¿Político? No hay duda, puesto que era gubernamental fuese cual fuese el gobierno, ministerial fuese quien fuese el ministro.

¿Literario? Desde luego. Una especie de Corbeille fraudulento donde se practicaba, al contado, el agio de los famosos. Allí se vendía notoriedad a cambio de especias. Algo como la Pequeña Bolsa de la gloria.

Siendo triple, – por debajo del Sr. Perdignon, senador, director, dios, al que representaba Cavagnol, – había tres inspiradores principales:

Un cura, el abad Benoiton;

Un antiguo funcionario de embajada, Lévykreuz;

Un fraudulento espiritista, el Sr. Elysée Percenot, que había escrito un libro sobre las trampas de los jugadores; imagínense las confesiones de un «griego»

El abad Benoiton, se buscaba la complicidad de los curas, allá a dónde iba.

Una noche, el abad Benoiton, en una pequeña ciudad bastante cercana a Paris, fue sorprendido por un marido celoso, en el momento en el que, según la tradición de los abades Marforio, subía a una escalera de cuerda; han leído ustedes bien: una escalera de cuerda. Galante anacronismo. Se produjo un escándalo, luego un proceso. Pero, a pesar de los rayos y truenos episcopales, el abad Benoiton se obstinó en conservar los hábitos sacerdotales, y, solapado, letrado, fino, vividor, espiritual y guapo – con aspecto de un ratón que adelanta la cabeza, – conservaba sus entradas en más de una sacristía y todavía tenía a su disposición el oído de algunos secretarios del obispado.

El antiguo funcionario de embajada era judío de raza y croata de nacionalidad. «Levy», era la parte judía; «kreuz», la croata. Cosmopolita por otra parte, sabía ocho o diez idiomas, pero hablaba mal cada uno de ellos, con el acento mezclado de todos los demás. Había sido, según él, secretario íntimo del Sr. de Beust;  recibía, desde todos los puntos de Europa, cartas que abría en los rincones, con aire misterioso. La verdad, es que mantenía en el extranjero unas estrechas relaciones con algunos viejos bedeles de antesalas ministeriales o reales. Sus enemigos decían: «Lévykreuz? Un espía.» No, ni siquiera eso. Pero él no lo negaba, vagamente halagado. Personas bien informadas como las chivatos , y él vivía de la presunta verdad de sus informaciones. Además, afectaba elegancias aristocráticas, tenia miradas que desaprueban, gestos que desdeñan, y otros modos que son, en el grado de los idiotas, señales de raza fina. Visto de cerca, un criado de casa grande.

El Sr. Elysée Percenot, brujo, tiraba las catas a las damitas de los teatrillos, prediciéndoles príncipes rusos y rajás, leía en sus manos que casi no tenían Monte de Venus, y, – presunción suprema – ni línea del corazón. De ahí una intimidad sorprenden te; y, para Elysée Percenot, una fuente jamás traería pequeñas informaciones. Esas bonitas charlatanas le contaban todo lo que sabían, y ¿qué no sabían ellas? Todo lo que se cuchichea en los salones, todo lo que se murmura entre bambalinas, entra en esos preciosos oídos y puede salir de esos labios sonrosados. Adivinan los secretos del despacho del director; observan las manías de los autores de moda. Luego maledicencias, calumnias femeninas, con las que el público enloquece. Algunas veces, revelaciones inesperadas sobre la alta sociedad, donde ellas jamás han puesto los pies; es que muchos hombres, incluso muy bien nacidos, tienen el capricho y el champan charlatán; y después de haber cenado con el vizconde de Argeles, la señorita Jeanne-Rose sabía que la Señora de Portalegre tiene una marca encima de la rodilla y que ronca un poco cuando duerme sobre el lado izquierdo.

 

***

 

Pero, el hombre de talento, era Aristide Cavagnol.

Los tres colaboradores no estaban exentos de debilidades.

Elysée Percenot tenía fe en los espíritus agresores; ese Galileo, a tanto la sesión, de las sillas y las mesas, decía aparte: «¡Y sin embargo giran!»

Hubiese sido difícil de persuadir a Lévykreuz que no estaba animado en política de las mejores intenciones del mundo; a cualquiera compraba su resto de conciencia.

Finalmente, el abad Benoiton rogaba a Dios los días de gota, e incluso trataba con el agua de Lourdes otra incomodidad crónica que tenía.

Cavagnol poesía esa rara fortaleza de no creer en nada, en nadie, ¡ni siquiera en sí mismo!

¡Ah!, sí, tenía una convicción, bastante común además entre los granujas de medio pelo, una convicción absoluta, inquebrantable, creía en la estupidez y en la cobardía de todos. Mucho tiempo reducido por la miseria a mediocres intrigas que incluso no lo habían deshonrado, ese enano de cabeza enorme, – antiguo cronista de un diario de finanzas en Louvain, antiguo «adoptador de huérfanos» sobre los tapetes verdes de Spa luego de Mónaco, antes alquilador de villas y chalets en los Pirineos – había tenido dinero de golpe, una muy fuerte suma sin duda, gracias a las complacencias nocturnas de la señorita Anatoline Meyer; y había surgido en breve entre la muchedumbre parisina, con la malicia aguda de sus ojillos redondos sin pestañas ni cejas y con su risa cínica.

Había inventado una cosa: el periódico sin periodistas. Otras publicaciones intentaban atraer y conservar a los lectores agrupando en ellos escritores dignos de ser leidos. «¡Viejo truco!» decía Cavagnol. Con su abad, que, sin embargo, tenía alguna erudición, habiendo empalidecido al seminario con la Guerra de los Dioses y Las Galanterías de la Biblia; con su funcionario de embajada, de quien la literatura se limitaba a redactar unas obras diplomáticas suficientemente verosímiles; con su timador que había aprendido la ortografía corrigiendo las cartas de las damas; ayudado, además, por un grupo de pobres diablos, antes corredores  de anuncios o corredores de seguros, que iban, venían, hurgaban, se deslizaban en las antesalas, Aristide Cavagnol, teniendo por gerente al Sr. Repluma, un amigo de Léocadie Tripier, y por duelista a don Thaddeus, a la vez español y polaco, hacía un periódico perfectamente estúpido, pero muy escandaloso, y en consecuencia ¡muy leído! Pues los tímidos y los despreciables formaban en ese tiempo un público considerable. Y él, temido en las sacristías a causa de las indiscreciones del abad Benoiton; protegido por las embajadas a causa de ese , «gran hurón» de Lévykreuz; mimado en los teatros, gracias a las amistosos sortilegios de Elysée Percenot, –  aborrecido en los rincones, despreciado en voz baja, pero públicamente adulado, – casi rico por otra parte, – gozaba de toda la alegría que puede dar un montón de pequeñas vanidades satisfechas. Realmente, a fuerza de llevar la cabeza alta, ese enano ¡había crecido un poco! Por otra parte, algunos inconvenientes aquí y allá. Hay personas que entienden mal las bromas, que tienen la epidermis del honor muy sensible; y a veces los rencores son brutales. Se rumoreaba de algunos reveses que el Sr. Cavagnol había padecido estoicamente. ¿Qué hubiese objetado a esas desagradables violencias? Hay necesidades en la vida de las putas y los escritores públicos. Una bofetada en la mejilla, para ellos, un beso de viejo en los labios, para ellas. Sin duda es muy duro, no digo lo contrario; pero, como ustedes deben comprender, eso forma parte del oficio.

 

CATULLE MENDES.

Publicado en Gil Blas 11 de enero de 1887

Traducción de Jose M. Ramos. Pontevedra, septiembre 2013

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