DISCUSIÓN CON UNA ROSA
Esa rosa me
dijo en el jardín, mientras a nuestro alrededor todo el calor del día era como
el oro tibio y difuso:
– ¡Ah! bien, ¡no me cojas demasiado pronto! Fíjate, apenas estoy abierta. Aún
fue esta mañana cuando salí de la yema bajo las palideces del alba, y me quedan
en los pétalos un poco de rocío. Es verdad que no ignoro ya la delicia de sentir
penetrar hasta mi corazón las tibiezas del verano; trataría en vano de ocular
que más de un abejorro, – prefiero los abejorros a las abejas, pues tengo buenas
costumbres, – aspiró con una caricia agradablemente brutal el azúcar de mi
pistilo. ¡Pero qué importa! todavía me están reservadas tantas alegrías en este
muro donde abundan los estremecimientos de alas. Cuantas mariposas, – si tú no
te apresuras a cogerme, – se posarán sobre mí con un escalofrío de deseo. ¡No me
cojas, transeúnte! ¿No hay otras flores en este recinto perfumado? Mira, aquí
hay jacintos, claveles y jazmines; ¿no encontrarás, dejándome sobre mi tallos,
con que componer el más deslumbrante y oloroso de los ramos? Y muchas otras
rosas también se te ofrecen, que no se quejarán por ser cogidas, puesto que,
abiertas anteayer, ya están hastiadas bajo todos los besos que puede esperar un
cáliz. Pues son rosas viejas! Pero yo, yo soy una flor chiquilla, casi
entreabierta; aún me son permitidas unas esperanzas; no quiere ser, en un jarrón
japonés, una momia de gavanza, con muy pocos recuerdos. Déjame embriagarme con
los placeres que me son ofrecidos, déjame bostezar bajo las caricias de las
mariposas, de los rayos del sol, del viento que pasa, – déjame vivir hasta el
crepúsculo de mi día nupcial.
Yo le respondí:
–Joven rosa, puedes estar segura de que estoy conmovido a más no poder por la
agradable elegía con la que has encantado mis oídos; si me estuviese permitido
yo alejaría de ti la mano que te amenaza; pero debe elegir para Coelia la más
exquisita de las flores de este jardín; nada podrá impedir que cumpla con mi
deber.
–¡Ah! –dijo ella – ¿es para Coelia para quién quieres tomarme?
–¡Para Coelia! – respondí.
–¿Coelia es esa joven que hace un rato se paseaba por aquí en un camisón de
muselinas y encajes tan deliciosamente aromáticos que todas las libélulas y las
brisas se apartaron de nosotras para seguir el perfume de su falda en
movimiento?
–¡Sí!
–¿Coelia es esa joven que alegra el día con una sonrisaq donde se posan
amorosamente todas las luminosidades del verano?
–¡Sí!
–¡Oh!, en ese caso, cógeme, cógeme! – dijo ella.– consiento y quiero; y no
añoraré nada, ni los estremecimientos de las alas, ni el paso de los vientos
sobre mi cáliz emocionado, a condición de que Coelia, dos o tres veces, pensando
distraída en otra cosa, se digne a posar sobre mi boca casi parecida a unos
labios de mujer, su boca completamente similar a unos labios de flor.
Traducción de
José M. Ramos
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