ALEGORIAS

  

LA DOMADORA

 

 

Una noche, desocupado, entré en un espectáculo circense …

 

***

 

–¡Vamos, jóvenes leones, acabad de rugir y brincar, y apresuraos a estar tranquilos y ser humildes, pues he aquí la Domadora!

Pero los tres leones no hicieron caso alguno de la advertencia que les daba el presentador que, con una horquilla, los azuzaba pasándola entre los barrotes de la jaula; los animales no dejaban de mover sus melenas; y el viento que exhalaban de sus fauces roncas hacía estremecer y mover las telas de la carpa del circo.

Y uno de los leones, rugiendo, decía:

–¿Quién me someterá? ¿Quién me obligará a agachar la cabeza y a retraer las garras? ¡Saldré! ¡Me enfureceré! Las maderas del suelo, las puertas, las rejas, destrozaré todos esos obstáculos como si caminase a través de los prados, y me iré hacia la patria lejana donde habita mi raza. Allí, en la calma del desierto silencioso, donde las gacelas bastarán para saciar mi hambre y vienen a beber en las escasas fuentes que saciaran mi sed, me esperan, acostadas sobre la arena, las hembras de ojos de oro verde. Bello, alegre e intrépido, rugiré de amor viéndolas, con una dulce voz terrible, y haré señales para que una de ellas me siga y me ame. Iremos solos a través de las inmensidades sin caravanas, tostados por el sol, refrescados por los vientos; y estaremos orgullosos, seremos dichosos, salvajes; reemplazaremos el silencio con nuestros rugidos de voluptuosidad; luego, por la noche, extendidos el uno al lado del otro, lamiendo nuestras bocas ensangrentadas por la caza afortunada, nos dormiremos sobre la ladera de alguna duna, y la hermosa luna contemplará, espantada y encantada a la vez, el tierno sueño conyugal de la leona y del león.

El segundo de los leones, con un rugido más enorme, decía:

–¿Quién me someterá? ¿Quién me obligará a agachar la cabeza y a retraer las garras? Antes tomaré entre mis dientes los barrotes, las cerraduras, las estacas clavadas en la tierra, y de mis belfos caerá algo parecido a los despojos de una pequeña nuez que un niño masticase. Pero no me alejaré hacia el silencio y la calma del desierto! No, marcharé a través de las ciudades donde mis hermanos de hermosas melenas languidecen, se marchitan, mueren en odiosas cárceles, entre los pálidos verdores de los jardines, a través de los pueblos donde viles negociantes se atreven a mostrarnos como un espectáculo. Y romperé todas las barreras, y liberaré a los cautivos entristecidos. Pronto seremos diez, seremos cien, ¡seremos mil! Motín formidable de melenas sacudidas y de fauces abiertas, ¡ejercito monstruoso y soberbio de reyes evadidos!” Y, cuando ya no exista un león que gima de languidez en la prisión y en la humillación, entonces, entonces únicamente, seguido por los míos, ganaré las queridas soledades, liberado y libertador, rugiendo de alegría y de gloria, ¡igual que un príncipe triunfador que lleva a la patria a su pueblo reconquistado!

Y el tercero de los leones, con voz también profunda, pero más lenta, decía:

–¡Aquel que quisiera someterme perdería su tiempo! Ninguna mirada verá agacharse mi frente ni volverse mis ojos. Con un impulso haré volar en estallidos toda la madera y todo el hierro de mi prisión, y saltaré por las ruinas, franqueando de un único salto los escombros, sacudiéndolo como se hace volar el polvo. Pero lo que me atrae hacia la libertad no es el deseo de las bellas hembras de ojos de oro verde, o la esperanza de liberar a los de mi raza cautivos. Ni el amor, incluso dichoso, ni la acción, incluso generosa, no me tientan. Iré muy lejos, muy lejos, a un desierto desconocido por las bestias más salvajes, ¡lejos de los hombres y también de los leones! Allí, viviré solo, teniendo a mi alrededor, sobre mí, por todas partes, el infinito. Seré el observador solitario de todo lo que es ilimitado, el mar, el desierto, el cielo. ¡Intercambiaré miradas con las estrellas! Y, finalmente, envejeciendo, lleno siempre de sueños, una noche me extenderé para morir, con la cabeza sobre mis patas, en la inmensidad sagrada, ¡frente a la puesta de sol!

Así hablaban los tres jóvenes leones; y los tres eran feroces y magníficos; y sin duda iban a abalanzarse furiosamente fuera de la jaula rota, cuando en esa jaula, por una puerta rápidamente abierta y de inmediato vuelta a cerrar, apareció la Domadora.

No parecía en absoluto temible, ni por la fuerza, ni por la belleza: enclenque, envejecida, fatigada, vestida de harapos, casi un harapo ella misma; y su sonrisa sin dientes era la de las viejas titiriteras.

Con un látigo en la mano, del que ni siquiera se asustaría un perrillo.

Pero desde que la vieron, los tres leones atroces fueron humildes y se sintieron tranquilos, en un rincón, juntos. Durante un breve instante, un destello de rebelión atravesó sus ojos, pero ella los fustigó y ellos se apartaron, sometidos, casi reptando, rozando con el espinazo las maderas y los barrotes. Ella les mostró unas barreras que ellos franquearon bajo el látigo! Les mostró unos círculos a través de los cuales pasaron bajo el látigo! Aquél que quería lamer la sangrente faz amorosa de las salvajes hembras, lamió las manos de la Domadora. El que tenía la esperanza de liberar a todos los leones, amenazó con una mordedura, como un perro bien adiestrado, a uno de sus compañeros que tardaba en dar la pata; y el león que se extasiaba con la esperanza de morir, con los ojos grandes abiertos y fijos frente el sol que se oculta, guiñó los párpados, deslumbrado, espantado, a causa de la luz de una capsula de carabina! Luego, cuando los ejercicios finalizaron, la Domadora, retirándose, arrojó a los leones algunos trozos de carne que ellos tomaron con sus garras entre sus patas, y se pusieron a masticar, con la mirada apagada, contentos.

 

***

 

Mientras seguía a la multitud que circulaba, yo salía de la barraca, asombrado de haber comprendido lo que decían el rugido de las bestias:

–He aquí – murmuré aparte – una singular jaula de fieras.

Un anciano que caminaba a mi lado me dijo:

–¿Una jaula de fieras? Tal vez. Yo que he vivido mucho tiempo, puedo advertir otras cosas detrás de las cosas.

–¡Eh! ¿Qué es lo que ha visto usted señor?

–Un recinto de hombres, no importa dónde.

–Entonces, los leones, ¿qué son? ¡decídmelo, os lo ruego.

–Los bellos instintos de la orgullosa juventud: ¡el amor de los violentos amores! ¡el amor de las justas glorias! ¡el amor de los sublimes sueños!

Añadió:

–Pero hay que comer.

–Y la Domadora – dije yo – ¿quién es?

–¿La Domadora? – dijo él; – ¡es la Vida!

Y examinándolo de cerca, vi que tenía bajo las arrugas de sus párpados, medio bajados, la mirada cansada y dulce, satisfecha, pero triste, de las bestias después de la comida.

 

CATULLE MENDÈS.

 

Publicado en Gil Blas el 28 de septiembre de 1886

Traducción de José M. Ramos González. Pontevedra, agosto 2013

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