DON JUAN EN EL PARAISO

I

Cuando compareció, – tras las formalidades, muy abreviadas para él, de la agonía y de la muerte, – ante el juez que, separando el buen grano del malo, abrió a los elegidos las puertas paradisíacas y precipitó a los condenados al eterno Infierno, Don Juan, tal y como está escrito en el Libro de Charles Baudelaire, no se dignó siquiera a mostrarse conmovido; e incluso, siempre joven y tan apuesto, sus labios conservaban la sonrisa por la que lloraron las Elviras y las Anas.
Ante el aspecto de este adolescente que había tenido desde la tierra la inmortalidad de la gracia, las vírgenes del cielo soñaron con un paraíso que no conocían, y suspiraron encantadas; hacían votos, se hablaban en voz baja entre ellas, para que ningún cargo grave se levantase contra el acusado, para que fuese admitido en la imperecedero goce, salario de los inocentes o arrepentidos; ellas tendrían el placer de pasearse en su compañía en ese sendero de estrellas que llamamos vía láctea, interpretando música con él, los días de concierto cerca de Trono.
Pero pronto debieron renunciar a esas amables esperanzas. Apenas Don Juan había respondido, indolentemente, a las primeras preguntas del juez, una llorosa multitud de muchachitas y mujeres se abalanzó hacia el supremo pretor, despeinadas, con los vestidos deshechos, con lágrimas de rabia en los ojos y heridas sangrantes en los corazones.
Eran las víctimas del implacable amante.
¡Había fingido amarlas a todas! ¡Las había engañado, torturado y olvidado! Había elegido las más bellas para hacerlas más desgraciadas. Las niñas sonrojadas que se turbaban tras las celosías al ruido de sus pasos en la calle, las esposas cuyo sueño mentiroso, vuelto hacia la callejuela del lecho, escuchaban con un espanto delicioso subir hasta ellas, a través de los ronquidos del esposo, la serenidad del amante, las novicias despertadas en la paz de los claustros lo habían seguido apasionadamente, sin escuchar la consiguiente persecución de las maldiciones; dejando atrás en su huida cadáveres de padres o de maridos, arrancándose del cuello escapularios para estrangular con ellos a la hermana conversa cuyos gritos habrían dado la alarma. Su irresistible codicia no había respetado a ninguna bella viva; victoriosamente, se había alzado hasta las más ilustres y rebajado hasta las más humildes; había robado reinas en las alcobas de soberano y campesinas en camastros de aldeanos; y, a todas, a todas, después de rápidos besos en vano suplicantes y tendiendo los brazos, las había rechazado con un gesto burlón y con risa de desprecio. ¡Oh, crueldad de los largos abandonos después de demasiadas cortas delicias! Arrastrando su vergüenza y su duelo, llenas a la vez de remordimientos y el lamento por la culpa, ellas lo habían buscado, durante mucho tiempo de ciudad en ciudad, de región en región, teniendo por guías las desesperanzas que dejaba tras él, como se sigue la huella de un asesino por las gotas de sangre sobre el camino. Ahora, a los pies del infalible arbitro, mostrando, innumerables, la belleza traicionada de sus cabelleras de oro o ébano, de sus ojos de azur o noche, de sus bocas de rosa, sus senos de nieve, y sus corazones desgarrados, ellas pedían justicia en su furioso dolor; y se producía, alrededor de don Juan, como un asalto de un mar enfurecido y quejumbroso contra una roca.
Un murmullo de horror, a causa de tantos crueles abandonos, corrió entre el celeste auditorio; las vírgenes espantadas unían sus alas encima de sus frentes.

II

Sin embargo, como el acusado siempre sonriente no se dignaba a responder, un ángel, abogado de oficio, tomó la palabra para defenderlo.
Él no negaba el crimen de don Juan. ¡Los testimonios de las víctimas eran irrefutables! Sí, sin duda, su cliente había hecho daño a las más encantadoras de entre las mujeres de la tierra, y, seducidas, las había abandonado sin una palabra de consuelo, sin una lágrima de despedida. Se habría podido justificar, a causa del encanto de la mujer, el haberla deseado demasiado, pero nada podía exculparlo de tantas ingratitudes después de tantas felicidades. Parecía pues haber merecido el eterno castigo. Sin embargo, ¿no era posible la admisión de circunstancias atenuantes? ¿Se sabía si ese torturador no había sido torturado? Según los poetas del bajo mundo, él llevaba consigo una infinita necesidad de ideal; ¿era culpa suya si la insuficiencia del femenino terrestre, no permitiéndole nunca estar plenamente satisfecho, había debido buscar, de amor en amor, sin descanso e inútilmente la realidad de su sueño? ¡Cuántas tristes experiencias! ¡y cómo había sufrido sin duda! El abogado no quería en ningún modo, cuestionar a honorables testigos, cuya pena tan legítima era digna de todos los respetos. Pero, por exquisitas que fuesen las perjudicadas, tan apasionado como fuese su cariño, ¿tenían ellas con que colmar los deseos de un alma siempre hambrienta de imposibles embriagueces? Así pues, aquél que tenía tantas víctimas, era una victima también; Había conocido las desesperanzas igual que las desesperadas; y sin duda el tribunal, haciendo gala de alguna indulgencia...
¡Pero el angélico abogado no tuvo ocasión de acabar! Los quejas de las mil tres abandonadas cubrieron su voz en un redoblamiento de imprecaciones; al mismo tiempo murmullos crecientes de la asamblea daban a entender que el autor de tantos males no debía esperar ninguna misericordia; y, en la mirada del juez, como el rayo antes de la tormenta, se vio brillar una amenaza, que era el preludio de una condena. Don Juan estaba perdido.

III

Pero, entonces se acercó una anciana.
Sórdida, harapienta, con la piel de la mejilla y del cuello colgando como sus harapos, unas matas de cabello de un gris sucio, parecidas a islotes de lana sobre el cuero de un dromedario, jadeando bajo un fular grasiento, con la cara exangüe, tachonada aquí y allá de manchas violetas, el ojo glauco, una lágrima viscosa temblando en los pelos de la nariz, su lengua que salía sobre un labio caído; era tan vieja y tan odiosa de ver, con su balanceo que daba el aspecto de caminar apoyada en una muleta, que todos los ángeles volvieron su mirada en un grito de repulsión; y emanaba de ella un sucio aroma de hatillo de trapos, – hatillo donde se mezclarían en andrajos, con otras basuras, medias de pobre y camisas de mujer, – una peste de antro húmedo, donde se habrían podrido flores, donde habrían enmohecido maquillajes. En medio de las bellas desoladas, que se parecían, semidesnudas, a flores generosas, ella fue como un charco de fango caído entre las rosas.
Con voz cascada por una tos ronca, dijo:
– Aunque casi era centenaria y sucia como me veis aquí, el rabioso demonio de las lujurias no dejaba de avivarme la sangre ni de quemarme la medula. Para comprar jóvenes besos para mis labios envejecidos, tuve que vender mis muebles, mis vestidos, mis joyas. Hasta ahora, como las mendigas, los acosaba en las encrucijadas y las calles estrechas de la vieja ciudad, comiendo cosas que se encuentran en los despojos ante el paso de los traperos, durmiendo bajo toldos o en las sótanos a cielo abierto de las casas en construcción. Pero el hambre no me extenuaba. No me sentía helada ni por el viento ni por la lluvia. La antigua codicia, sobreviviente, estaba presente en mí como una antorcha siempre encendida; y no eran ni monedas ni pan lo que mendigaba a los transeúntes nocturnos. ¡Oh, pobre anciana sacudida como un andrajo al viento por el infernal deseo! Mis manos, de repente, al acecho en un rincón de un portal, se abatían sobre un hombre, lo atrapaban, lo agarraban bien: por desgracia todos huían de mi, me desairaban, profiriendo todo tipo de insultos a causa de mi rostro innoble, de mis cabellos grises, de mis ojos glaucos de gul secular, entrevistos en las tinieblas. Nadie quería nada de mi, abyecta, ni los merodeadores, ni los ladrones, ni los borrachos para quiénes todo beso es bueno. Acurrucada detrás de algún mojón, con los puños en los dientes, lloraba lagrimas de rabia, o bien de pie aullaba a la noche como un animal enloquecido. Era infame, sí, pero piadosa en esa infamia, – puesto que al fin y al cabo ¡yo no había prendido el incendio que me devoraba!– y, despreciándome me consideraba digna de ser rechazada. Ahora bien, una noche, que con el oído avizor y los ojos despiertos, acechaba al azar vanamente esperando, siempre esperando, vi venir bajo las estrellas a un adolescente ¡más encantador que todos los sueños de las mujeres! Hasta tal punto era bello; vos lo sabéis, vos que me escucháis, puesto que ese paseante era el joven que está ahí, ¡era Don Juan! A su vista quise huir, temiendo la tortura de un irrealizable deseo, entre todos absurdo. Que un patán, alguna noche, rechazado y hambriento de caricias como yo estaba, me echase los brazos alrededor del cuello, tal vez soñarlo podía sin estar loca; pero este efebo de cabellos de oro, digno de la alcova de una reina, ¡con qué asco me rechazaría! Sí, quería huir. pero él se acercó, me retuvo con un gesto y me miró durante un buen rato, enternecido, mientras yo lo contemplaba, sin palabras, extasiada, igual que un condenado que ve el paraíso. ¿Qué pensaba? ¿Qué intenciones tenía? Me pareció que unas lágrimas velaban sus ojos más dulces que estrellas. Por fin me tomó la mano, – ¡él! ¡yo! él, tan deliciosamente adorable, ¡al que todas adoraban! Yo, inmunda, ¡que había sido despreciada por los borrachos y los ladrones! – y, habiéndome llevado hacia un lugar más oscuro, cariñoso, con la boca hacia mi boca, me rodeó con sus brazos y con todas las queridas palabras durante tanto tiempo, tanto como un esposo abraza a su joven esposa.

IV

La amenaza se había apagado en la mirada del juez; y las mil tres enamoradas bajaban sus cabezas quejumbrosas, no atreviéndose ya a acusar al despiadado que se había mostrado piadoso. Como Don Juan fue absuelto, las vírgenes del cielo pudieron pasearse en su compañía en ese sendero de estrellas que llamamos la vía Láctea, e interpretar música con él los días de concierto cerca del Trono.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes